Capítulo 10

Cartago, año 322 a. C. Templo de Tanit

Lo sorprende el cambio que ve en ella. Hannón siempre la había considerado una niña, como hacen todos los padres. No es tanto un cambio físico, aunque está hermosa de nuevo. Claro que siempre estuvo hermosa, incluso a las puertas de la muerte, pero ahora en ella vuelve a haber una luz. No un violento incendio, desde luego, pero después de tanto tiempo hasta la luz de una vela sirve.

Lo trata con respeto solemne, como quien lleva la casa y presenta el informe de la semana. Hannón no se atrevería a reprenderla ahora. Su serenidad resulta intimidante. Mientras pasean por los jardines del templo ella habla de profecías y de la ruina de la ciudad, le dice que lo ha pronosticado el oráculo y que sucederá con o sin la intervención del ejército.

Él no cree en profecías salvo con fines políticos. El oráculo sólo dice lo que todos ellos temen: que no serán los primeros en detener a Alejandro. La noticia de su avance por la costa llegó hace meses.

Alejandro marcha hacia el oeste desde su nueva ciudad de Alejandría, en Egipto, y construye una carretera a medida que avanza. Podría haber venido por mar y desembarcar en el cabo Bon, si hubiera querido hacerse el invasor. Ha preparado una inmensa flota, de un millar de buques de guerra, en Cilicia y Fenicia, pero en lugar de eso está trazando una carretera transafricana.

Al parecer llega para colonizar y está tomándose su tiempo.

Pero a Hannón sus mensajeros le dicen que no todo va bien en el imperio de Alejandro. Antípatro instiga a la rebelión en Macedonia y ha encontrado un voluntarioso aliado en Antígono el Tuerto, el sátrapa de Frigia. Para ocuparse del asunto Alejandro ha enviado desde Babilonia a uno de sus favoritos, Crátero, junto con diez mil de sus veteranos. Corren rumores de que los dos ejércitos están concentrándose en Tarso.

En realidad Antípatro no ha tenido otra opción. Alejandro crucificó a uno de sus hijos y mantiene prisionero al otro por una nueva conjura de envenenamiento. Hannón se alegra de no ser macedonio. Por allí la gente no debe de atreverse a comer nada, a menos que lo arranque fresco del árbol o lo estrangule y lo guise uno mismo.

Una cosa es estar advertido de las intenciones de Alejandro y otra, evitarlas. Alejandro es una enorme tormenta que crece en el horizonte. También es imposible contener una tormenta.

Sus espías le cuentan que el ejército de Alejandro no es el mismo que utilizó contra Persia.

Hay debilidades, o detalles que se consideran debilidades, al menos. En su caballería tiene escitas y bactrianos, miembros de tribus salvajes con el rostro tatuado que montan engalanados caballos de poca alzada; sus arqueros son indios, sus lanceros son partos y sirios, su infantería ligera, griegos y macedonios novatos, recién llegados que nunca han visto una batalla. Le cuentan que tiene otros doce mil egipcios y persas adiestrándose con las sarissas. Una falange de infantería es exclusivamente persa.

Por primera vez hay discordias en el ejército de Alejandro. También tendrá que dejar a unos quince mil soldados estacionados en Babilonia con Meleagro para proteger la retaguardia y hacer respetar su dominio allí. Hannón calcula que, para cuando llegue, Alejandro contará con unos cinco mil jinetes y poco más de veinticinco mil infantes. El ejército de Cartago será muy superior en número, desde luego. Pero ¿cuándo ha preocupado eso nunca a Alejandro?

Los macedonios no son ni siquiera la mitad del resto de su ejército. Sin embargo el núcleo de su fuerza sigue estando allí. Tiene a sus lanzadores de jabalina agrianios: salvajes que combaten con perros y le sacan un ojo a una lagartija a un centenar de pasos. Algunos llegaron con sus abuelos. Sigue teniendo su Caballería de los Compañeros, aunque ésa también se ha reforzado con persas y sirios. Lo más revelador de todo es que aún conserva veteranos, veteranos de cincuenta o sesenta años que ya libraban batallas cuando la mayor parte de la población de Cartago aún mamaba en las tetas de sus madres. Éstos son los hombres que decidirán las cosas, curtidos por años de hacer campaña, con una disciplina férrea y expertos en armas y tácticas. Son los mejores soldados del mundo.

—Se te ha confiado la defensa de la ciudad —le ha dicho el Consejo a Hannón—. Tienes superioridad numérica. Él estará agotado después de una larga marcha. Ese Alejandro no es invencible.

No es invencible. ¿De veras? Muchos piensan que lo es. Ser invencible no tiene nada que ver con los números. Tiene que ver con la actitud, con la astucia y con la suerte. Pero ¿qué era la suerte sino la mano invisible de los dioses? Hannón sospecha que su hija, enterada de los secretos murmullos de la divinidad, ahora sabe más de la vida que él.

—Hemos de sacarte de aquí.

—Mi sitio está aquí, al servicio de la diosa. No puedo marcharme.

—No es una petición. Es mi orden expresa.

—Tú no me ordenas, padre. Mi única autoridad ahora es la propia diosa.

Habla sin alzar la voz y sin rencor. Expone datos, y el hecho de que se muestre tan sensata hace que el padre se indigne.

—¿Qué harás si la ciudad cae y te convierten en esclava?

—Aceptarlo.

—¡Una hija mía no puede aceptar semejante destino! Te ordeno que salgas de la ciudad.

Ella sonríe, algo que únicamente lo enfurece más.

Antes se le habría enfrentado, ahora Mara se le desliza por los lados, como las olas en torno a un escollo. Hannón entiende ya cómo ha cambiado.

—¿Por qué debo irme yo si tú vas a defender la ciudad por nosotros? ¿No crees que puedas ganar?

—Deseo asegurarme de que estés a salvo en cualquier eventualidad.

La voz ha corrido por toda la costa. Dicen que Alejandro trae elefantes que ha adiestrado como guerreros. Posee doscientos, dicen sus espías, lo cual parece un número imposible, una exageración cierta. Pero sólo ha traído sesenta, pues los rigores de la carretera del desierto a través de Libia pondrían a prueba hasta a un camello.

¿Cómo lucha un soldado contra un elefante?

Los miembros del Consejo han discutido entre sí: ¿deberían enfrentarse con él en el llano o prepararse para un asedio? Un asedio sería mejor. Alejandro siempre será más astuto que tú en una planicie llana.

El Consejo elige el llano. Hannón sospecha que tendrán buques esperando por si la lucha se vuelve en su contra. Dicen que en Hispania hace mejor tiempo en esta época del año.

Mara responde:

—No tengo intención de romper el voto que le hice a la diosa. Me quedaré aquí.

Hannón se acerca a ella. Nunca le ha dicho a esta brizna, a este frágil milagro, cuánto la ama. Un tendón se le crispa en la mejilla. Piensa en organizar quizá un secuestro, en enviarla a Lilibeo.

—Hazlo por mí.

Es la primera vez que le pide algo.

La serenidad de Mara se resquebraja.

—Padre, no puedo. Tú tienes tu deber. Déjame tener el mío.

Una vez, de niño, Hannón encontró un cachorrillo al que su madre había abandonado. Aún no había abierto los ojos y se retorcía caliente en su mano. Lo puso en un cojín en su cuarto e intentó darle leche de burra con una cuchara. Incluso había dormido junto a él aquella noche, murmurando palabras de ánimo. Le echó el aliento en la cara y le habló en susurros de las ratas que cazarían juntos cuando fuera mayor.

Por la mañana el cachorrillo estaba muerto. Así eran las cosas. Hacías todo lo posible por amar algo, pero Mara tenía razón: al final eran los dioses los que decidían.