Capítulo 17

Coloso arrima la paletilla a la puerta, probando su resistencia con la cabeza. La puerta chirría y se comba. El animal la empuja con la paletilla, sacudiéndola de acá para allá, pero es de hierro y los goznes rechinan y no se rompen. Quizá eso hiera su orgullo, pues de repente se alza sobre las patas traseras y la golpea con las manos. Los arqueros del howdah chillan, creyendo que están a punto de caerse. Las correas resisten, la puerta cede con estrépito y los soldados pasan en tropel por delante de ellos y entran en la ciudad.

Terminado el trabajo, Coloso no da muestras de querer hacer más. Ya en el interior de la puerta encuentra una acacia y se sirve el desayuno.

Gajendra podría ordenarle que siguiera por la calle pero decide no hacerlo. No hay gloria que conseguir en una pelea callejera. Coloso descorteza el árbol y luego ataca el techo de un puesto de melones vacío, las hojas de palmera que lo cubren.

La entrada de acceso está metida en la muralla defensiva de la ciudad y encima tiene una pasarela. Un guardia yace con la cabeza en la escalera, con los sesos derramándose por la piedra. ¿Por qué no se rindió sin más? A lo mejor se rindió. Hace tres meses que los hombres de Alejandro asedian esta ciudad, a estas alturas no están de humor para parlamentar.

Los soldados cruzan atropelladamente la puerta, ávidos de mujeres, de oro, de cualquier cosa a la que puedan echar mano. La ciudad está llena de alaridos. Pero Gajendra y Coloso están en un pequeño oasis lejos del saqueo y la matanza, algo con lo que Gajendra no quiere tener nada que ver. Coloso, al parecer, tampoco. Pesadamente, va por la plaza buscando algo más que comer. Pero si en esta ciudad hubiera algo que comer, Cartago ya se lo habría comido. Llevan semanas muriéndose de hambre.

Hay chispas en el aire, cae ceniza como si fuera nieve. ¿Quién ha prendido fuego a la ciudad, los defensores o las tropas de asalto de Alejandro? Acaso ambos. Gajendra sabe que están bien donde están. Las peleas callejeras no son lugar para un elefante. Coloso opina lo mismo.

Ésta es otra cara de la guerra. Aquí no hay gloria, los soldados actúan como bandidos. A Gajendra no le gusta oír gritar a las mujeres y a los niños.

Mara está junto al hoyo donde le entregó su bebé a Tanit. Se le ha ocurrido que tal vez encuentre consuelo allí también. Cátaro entra corriendo, y ella dice: bueno, me figuro que ahora has venido a salvarme. La ciudad se ha perdido, le responde él. Debes venir conmigo.

—¿Han matado a mi padre?

—No lo sé.

—Prefiero la verdad.

Cátaro suelta una larga bocanada de aire. Es un tipo hosco y nada dado a exteriorizar las emociones, pero parece que el plazo para mostrarse paciente se le ha agotado.

—Mira, no me importas tanto como para mentirte. Me daría igual herir tus sentimientos, créeme. Tu padre tal vez te adore, aunque no puedo entender el porqué. Eres una mocosa mimada que ha conocido cierta desgracia, pero una mocosa mimada igualmente. Te protegeré con mi vida porque le he dado mi palabra a tu padre. ¿Lo tenemos claro? Ahora vas a venir conmigo, y si pones obstáculos a lo que debo hacer, no tendré el menor inconveniente en atarte las manos como a una prisionera y arrastrarte fuera de aquí por el pelo. Tengo que proteger tu vida, pero si para ello has de sufrir daños, a mí me da lo mismo.

Ella lo mira fijamente, asombrada no tanto por lo que dice como por la longitud de su discurso. No lo creía capaz de emitir más de tres palabras.

Y, como titubea, Cátaro la agarra por las muñecas y la saca a rastras del santuario.

La calle está colapsada de hambrientos esqueletos que van hacia los muelles o hacia las puertas, que rodean los carros rotos y los restos de muebles desechados que otros han dejado atrás o suben gateando por ellos.

La gente se araña. Mara ve a una mujer meterse gritando bajo un carro. Los hombres dan codazos a las ancianas en medio de la muchedumbre, hasta pisotean a los niños. La milicia se abre paso por la multitud, los últimos valientes de Cartago se dirigen resueltos a la muerte. Cátaro contempla el caos y, de un tirón, aparta a Mara de la puerta. Cruzan corriendo el patio hacia la salida trasera.

Mara oye tambores de guerra, y de pronto un tembloroso estruendo le llega desde el otro lado de la ciudad.

—¿Qué ha sido eso?

—Los elefantes están echando abajo las puertas. Llegan los soldados.

La lleva por estrechos callejones, con el puño bien cerrado en torno a su muñeca; es tan fuerte que a Mara le parece que va a sacarle el brazo de su sitio. Cátaro no hace caso de sus quejas. Las calles entre la Byrsa y la colina de Tanit son un laberinto, pero él conoce la zona como una cucaracha, hasta la última rendija y el último desvío.

Mara alza la mirada a las descoloridas galerías de los palacios. Los dorados tejados del Parlamento tiemblan bajo el espejismo del calor de los incendios que arden abajo. Cree ver centellear unos cascos de hierro.

Salen a los muelles, pero parece que todo Cartago está allí.

—¿Y ahora qué? —le pregunta ella.

Hay barcos, aunque no bastan para todos los que quieren partir. Algunos ya están haciéndose a la mar, mientras la gente se abalanza para subir a bordo y los marineros los repelen con arpones. Un barco, demasiado cargado, zozobra allá en el puerto y obstruye el canal.

—Tenía un barco esperando —dice él.

—¿Y dónde está?

Cátaro señala con el dedo.

—Allí, ese esquife que sale más allá del rompeolas. Debió de pensar que no veníamos.

Aparta de sí bruscamente el brazo de Mara, como si le arrojara algo.

—Me has roto el brazo —dice ella.

—No me des ideas.

No hay forma de atravesar aquella masa. De todas formas sólo queda un puñado de buques en el muelle, y los que no se han apartado están peligrosamente atestados de personas.

Los hombres se pelean, una mujer cae justo delante de Mara, le chorrea sangre de la nariz. Aunque está de rodillas, los hombres le pasan por encima como si no estuviera allí.

Cátaro agarra a Mara de nuevo, ahora por el otro brazo; a lo mejor le disloca los dos para que no le parezca raro a quien pueda estar mirando.

—Probaremos por la puerta occidental —dice.

Pero cuando llegan, es peor. La milicia ha perdido el control y nada ni nadie puede pasar ni rodear la puerta. Un carro de bueyes ha volcado de lado, bloqueando el camino, y hay tiendas ardiendo.

Cátaro da media vuelta, vuelve corriendo por donde habían llegado y tira de Mara por otro camino. Un niño llora sentado en el empedrado y Mara quiere cogerlo en brazos, pero Cátaro grita: «¡Déjalo!», y hace que pase deprisa.

Oyen caballos en la calle. Mara mira hacia atrás y ve pasar en tropel a los jinetes de Alejandro, espada en mano.

—No te preocupes por ellos. A lo que has de estar atenta es a la infantería. Esos cabrones no dejarán nada en pie.

Mara lo mira boquiabierta. Es la primera vez que oye esa palabra. Le tiembla todo el cuerpo. Pensaba que sería más valiente.

Cátaro derriba a patadas la puerta de una tienda. Es una sastrería, y, tirados por los bancos, hay tijeras y rollos de paño. Cierra la puerta al entrar y la atranca. Coge unas tijeras.

—Ven aquí.

—¿Qué vas a hacer?

—Tu pelo tiene que desaparecer.

—¿Cómo?

—¿Quieres que te violen? Quiero decir, no sólo una vez. Con ese aspecto se te pasarán de uno a otro por un regimiento entero. Tenemos que disfrazarte, muchacha. ¿Tú te has visto? Por muy bruja que seas, a los griegos les dará igual, y los persas están acostumbrados. Eres una guapa moza y te taladrará un escuadrón tras otro. Bien está que quieras morirte, pero no vas a morirte así. Le di mi palabra a tu padre.

Con gesto pensativo, Mara levanta la mano y se toca el cabello. Sí, ¿qué se creía? ¿Que la muerte iba a ser algo limpio y fácil?

Cátaro le coge manojos de pelo y va cortándoselos de cualquier modo con las tijeras. En unos momentos el cabello de Mara está en el suelo, a sus pies, pero Cátaro no queda satisfecho y sigue recortando hasta dejárselo más corto que el suyo. Cuando termina, ella se pasa la mano por el cuero cabelludo. Ya no es una mujer.

Cátaro rebusca por los bancos, encuentra una túnica y se la tira.

—Póntela.

—¿Cómo?

—¿De qué sirve el pelo corto si sigues vestida así? Ponte la túnica. ¿A qué esperas? ¿Que te la ponga una criada? No miraré, no te preocupes. Tengo que encontrarte algo para los pies.

Y desaparece en la trastienda.

Regresa con un par de fuertes sandalias de cuero, sandalias de muchacho.

—Te quedarán casi bien. Tienes suerte de que el sastre tuviera hijos varones.

La mira de arriba abajo.

—¿Qué miras?

—Pareces uno de esos bailarines por los que pagan el doble allá en los muelles. No sé si te he hecho un favor. Tal vez te hagan doblarte sobre un barril de todos modos, conociendo a esos condenados griegos. Ponte las sandalias. Nos esconderemos arriba. Hemos de procurar no cruzarnos en su camino hasta que acabe el baño de sangre. Cuando se hayan cansado de matar, volveremos a salir.

La lleva por la escalera hasta la azotea. Se agachan bajo el pretil y escuchan cómo se acercan los gritos. Cátaro se asoma a ver la calle.

—¡Ya llegan! Cabrones macedonios.