Capítulo 20
La mañana siguiente Gajendra baja a los muelles a ver qué pasa. Están llevándose a los esclavos. Observa cómo reúnen a las mujeres y los niños en las plazas, listos para la subasta del día. Les han garabateado los nombres de sus captores en el cuerpo con sangre para poder cobrar. Es un negocio rentable y las colas llegan casi hasta el puerto.
Tropieza con una extremidad cortada. Hasta el aire hiede a carne carbonizada. Sólo quiere salir de la ciudad y volver a la llanura para respirar de nuevo.
Ha puesto a los dos prisioneros con los elefanteros. No pueden hacer mucho por el de los tatuajes. Le han cubierto bien de miel las heridas más graves, lo han vendado lo mejor posible, el resto depende de él. Gajendra confía en que no se muera. Un hombre así podría tener su utilidad.
El niño bonito es raro. Si fuera su tío el que estaba herido de ese modo, Gajendra lloraría y le hablaría, intentaría engatusarlo para que regresara junto a los vivos. Éste se limita a quedarse allí sentado con la vista clavada en el cielo.
El chico levanta la mirada cuando Gajendra se acerca. En aquellos ojos sigue sin haber mucho agradecimiento. En realidad lo mira con gesto adusto, como si Gajendra fuera un esclavo que entrara en su alcoba sin pedir permiso. A la luz del día tiene todavía peor aspecto que la noche anterior. Su piel es blanca como la leche y está flaco como una ramita. Gajendra se figura que sería uno de aquellos principitos de alta alcurnia, siempre pegado a las faldas de su madre.
El hombrecillo parece muerto. De repente da un ronquido para demostrar que no lo está, pero su estado no inspira confianza. Gajendra recuerda cómo murió su padre, el olor a putrefacción, las malolientes sábanas, gritando disparates. La muerte era un tipo imprevisible: nunca se sabía lo que haría a continuación.
—¿Cómo está?
—Igual.
Gajendra se agacha en cuclillas.
—¿Éste es tu tío, dices? ¿Dónde están tu madre y tu padre?
—Los dos han muerto.
—¿Cómo?
—Mi madre de una fiebre. Mi padre… Alejandro lo mató.
—Bueno, tú tienes suerte. Con lo guapito que eres, si no fuera por este Cátaro estarías allá en la subasta de los esclavos; eso si seguías vivo cuando hubieran acabado contigo. —Pellizca la piel de la cara del hombrecillo y éste se queja y se retuerce. Buena señal que aún sienta dolor. Gajendra vuelve a ponerse de pie—. Toma —dice, y le lanza al chico una pala.
—¿Qué es esto?
—No te quiero para adornar. Tal vez fueras un principito antes, pero ahora no eres más que un galopín de estiércol y yo soy tu nuevo patrón.
—¿Y qué tengo que hacer con esto?
—Los chicos te enseñarán. No es difícil. Limpias las boñigas de los elefantes y las echas a paletadas en ese carretón de ahí. Cuando esté lleno, te lo llevas y lo viertes en algún lado.
El chico nuevo deja caer la pala en el suelo.
—No tengo intención de tocar eso.
Gajendra le coge las manos. Son suaves como las de una muchacha.
—No has trabajado ni un día en tu vida, ¿verdad?
El chaval no contesta.
—¿Cómo han dejado que te vuelvas así? —Gajendra recoge la pala y, con gesto brusco, se la mete en la mano—. Hazlo o te entregaré a los griegos. Vas a tener ampollas en algún lado cuando termine el día, y te lo aseguro, preferirás que sea en las manos.
Mara se queda allí quieto, como si nunca hubiera experimentado nada semejante.
—No puedes hablarme así.
Gajendra le da una fuerte bofetada en la oreja.
—Te hablaré como quiera. Ahora ponte a trabajar.
El chico se va, ceñudo, pero de pronto se detiene y da media vuelta.
—¿Se ha quemado el templo?
—¿Qué templo?
—El de Tanit.
—No sé los nombres de todos vuestros dioses. ¿Quién es ése?
—Es ésa. Tanit es una diosa.
—Mira, habéis perdido la batalla. Acostúmbrate a eso. Tu ciudad ha desaparecido, y también tu antigua vida. Así son las cosas.
—¿Qué será de nosotros ahora?
—Te trataré bien si no me causas problemas. Aprende a cuidar de los elefantes y el resto del tiempo limítate a no estorbar.
—¿Somos… esclavos?
A Gajendra le entran ganas de abofetearlo otra vez. ¿Cómo se puede ser tan duro de mollera?
—Claro. ¿Qué creías, que iba a hacerte capitán de la infantería?
—¿Y si trato de huir?
—Me da igual lo que hagas. Escápate si quieres. Te doy cinco minutos solo en esas calles. Más vale que reces para que tu tío mejore, hijo, todavía tienes que crecer un poco.
Y, dicho esto, Gajendra se va.