Capítulo 38
Mara había regresado una vez al tofet, el lugar donde le había devuelto su niña a Tanit. Se había quedado en el borde, escuchando el viento gemir por el pozo. Sonaba a desesperación.
Entonces sólo hacía tres meses que era sacerdotisa pero el aislamiento y la devoción no habían sanado ni siquiera una ínfima parte de su pena. Los mejores momentos de cada día eran los pocos instantes del despertar, antes de que recordara, y también esos últimos pocos momentos por la noche, cuando daba la bienvenida al olvido del sueño.
Sentía un constante dolor justo por debajo del esternón. Era como si hubiera comido algo repugnante. Le dolía en el interior todo el día, y no conseguía librarse de él. Cada vez que pensaba en Asdrúbal o en el olor de su nena, empeoraba.
De modo que fue al tofet pensando en huir de aquel dolor tirándose al pozo. Estuvo rondando por el borde del hoyo hasta que las piernas se le acalambraron, pero no pudo obligarse a saltar.
Piensa en lo que Gajendra le ha dicho: Da igual lo que ocurra, no te rindas. ¿Hay aún algo en ella que tenga esperanza, incluso ahora?
¿Por qué diría semejante cosa?
La vida no tenía sentido. Todos eran juguetes de unos crueles dioses que sacaban la muerte de un cielo azul para lanzarla sobre los confiados. No veía ninguna razón para nada de aquello. Hasta Tanit se reía de ella.
No te rindas jamás.
Pero ¿por qué no?
Si hubiera saltado, ahora no sería esclava en el ejército del hombre que había arrasado su patria y todo lo que ella conocía.
Pero, si hubiera saltado, no habría conocido a alguien como Gajendra, que intentaba convencerla de que acaso hubiera todavía un amanecer más luminoso.
Cátaro cojea pero ya no necesita la muleta que le han dado. La mira con gesto acusador, como solía hacer su padre. Mara no puede mirarlo a los ojos. Es como si supiera lo de su traición.
Está pálido. Ha sangrado tanto por ella últimamente, ha soportado tantas cosas, que debe de estar casi vacío de sangre. Su padre le dijo una vez que Cátaro era indestructible. Esta mañana no lo es tanto. Mara quiere decirle que se acueste, que descanse. Como si fuera a escucharla.
¿Por qué es tan fiel? Resulta inexplicable. Ni siquiera son parientes. Su padre le dijo que Cátaro procede de una isla balear, aunque otros dicen que surgió de repente de la tierra desde el Hades. Nada de eso explica esta constancia para con su padre.
—Estás pálida —dice Cátaro—. ¿Qué te ha pasado?
Mara hace un gesto negativo y se encoge de hombros.
—A partir de ahora no te apartarás de mi vista. Aún estás bajo mi protección.
—¿Cuántas heridas más aguantarás por mí, Cátaro?
—Todas las que haga falta para mantenerte a salvo.
—Pero ¿por qué?
Él no contesta, se limita a lanzarle una mirada furiosa, como si fuese el motivo de todos sus problemas. Y no resulta tan raro que piense así, porque lo es.
Mara cierra los ojos y se imagina a su padre vivo. Antes no soportaba su presencia. Ahora lo único que desea es verlo una vez más.
Escudos, lanzas y jabalinas están apilados ante las tiendas; los hombres, arrodillados en la tierra, juegan a los dados bajo el parpadeo de las lámparas de aceite. La puerta de la tienda de Alejandro se ha dejado abierta. Hay un guardia, pero hasta él gandulea. Una alfombra persa, un baúl de madera con asas de plata. La coraza está colgada de un palo central. Reluce al oscilante resplandor de una lámpara que pende de un caballete.
Alejandro está sentado ante una mesa de campaña. Escribe órdenes usando un estilo sobre una tableta de cera. Cuando Gajendra entra, no alza la vista. Hace tanto calor que la cera se desprende de la tablilla a cada trazo y las palabras resultan difíciles de leer. Qué concentrado está, qué inmóvil. ¿Sabe siquiera que estoy aquí? En ese instante Alejandro levanta un dedo para indicarle que debe esperar. Sí, lo sabe.
Mira cómo vive. Ahora que tiene que enfrentarse a tropas macedonias, ha decidido convertirse en macedonio otra vez. Sólo lleva puesto un peto de cuero labrado sobre la túnica. Hay una manta azul turquí extendida en el suelo a guisa de lecho. Vuelve a ser el perfecto militar, con un solo guardia en la puerta, nada más, y una manta enrollada por almohada. Si prohibieran la guerra mañana, estaría perdido.
Por fin Alejandro lo mira.
—¿Deseabais verme, señor?
Se pone de pie, estira la espalda para que Gajendra admire su achaparrado y rubio físico.
—¿Sabes que dicen que somos amantes?
Esto es algo inesperado.
—¿Quién lo dice?
—Los chismorreos. Llegan hasta mí de vez en cuando. Por lo visto, porque pasamos mucho tiempo juntos. Y porque soy griego, imagino. Pero tengo cosas más importantes que hacer que follar. ¿Es que no lo sabe la gente?
El niño asustado de la noche anterior ha desaparecido. Vuelve a mostrarse engreído, un dios una vez más. Es la noche lo que mina su confianza. De día es el rey de todo.
—¿Están preparados los elefantes? Mañana iremos contra Antípatro.
—Estamos preparados.
—Te prometo que estarás en primera línea mañana. Eso es lo que quieres, ¿no? Estar en pleno centro de la batalla. Ponerte a prueba.
—Sí.
—Hemos de tener nuestra victoria. Aquel general gugga, Hannón, escapó de Cartago cuando la saqueábamos y huyó a Panormo, en el norte. ¿Sabes que el Consejo de la ciudad intentó negociar conmigo antes de que las murallas cayeran? Él iba a ser parte del trato. ¿Por qué iba yo a querer matar a un valiente? Ahora que están en el exilio han vuelto a contratarlo y a pagar a otro ejército. Éste es quien viene a enfrentarse con nosotros. Tenemos que derrotar a Antípatro deprisa, antes de que Hannón llegue aquí.
—Antípatro entretendrá el combate hasta que estén cerca, ¿no?
—Tal vez entiendas de batallas, elefantero, pero no sabes nada en absoluto de política. Antípatro querrá ganar esto sin los guggas. No se trata de unas tierras, se trata de la Corona de Macedonia y de quién es digno de llevarla. —Se pone delante de Gajendra, lo arregla, le endereza la túnica, como si fuese a mandarlo a que causara buena impresión en provincias—. Me han dicho que Cartago fue tu primera batalla.
—Estuve en el Hidaspes. Pero entonces no era más que un aguador. Estaba tras las líneas con el convoy del bagaje.
—¿Y matar? ¿De cerca, como tú y yo estamos ahora? El primero fue cuando los comandos de Hannón atacaron a tus elefantes, ¿estoy en lo cierto?
Gajendra asiente con la cabeza.
—¿Sueñas con él? ¿Con el hombre que mataste?
—Algunas veces.
—Al principio parece algo antinatural. Pero está en todos los hombres, esta… ansia. Cualquier hombre se convertirá en asesino si se le pone una espada en la mano, se le enseña cómo hacerlo y se le da un poco de destreza y confianza. Y cuanto más lo hacemos, a más batallas sobrevivimos; cuanto más matamos, más fácil se vuelve y mejores soldados somos. —Le da unas palmaditas en el brazo—. Hay mucha necesidad en ti, ¿verdad? Un desesperado anhelo. Me pregunto de dónde procede. ¿Cómo empieza? ¿Nace un hombre con ambición o sucede algo que lo induce a tenerla? ¿Qué opinas tú?
—Yo pienso que está en nuestra naturaleza.
—No. No lo piensas en absoluto.
Está muy cerca. Su aliento es pestilente. Gajendra se estremece pero procura no desviar la mirada.
—Estoy pensando en sustituirte.
—¿Sustituirme?
—Por alguien más capaz. Ptolomeo me dice que no podemos confiar en tus elefantes en lo más encarnizado de la batalla, que pasará lo que pasó en Cartago, sólo que esta vez no seremos tan afortunados. Opina que debería sustituirte, nombrar tal vez a alguien que lo desee más que tú. Alguien que sea ambicioso… por naturaleza.
Gajendra siente crecer el pánico.
—Nadie desea esto más que yo. ¡Me he adiestrado para esto, he hecho que mis colmilludos hagan instrucción una y otra vez! Nadie conduce esos elefantes como yo.
Alejandro hace un gesto negativo.
—Para mí tú eres secundario. Si necesito que se haga una cosa, quiero que se haga.
—Por favor. ¿Qué queréis de mí?
—Quiero saber quién eres, elefantero. Cómo has llegado a estar aquí. Necesito conocer a todos mis generales hasta el fondo de sus almas. ¿Entiendes?
Sí, Gajendra sabe lo que le pide. Vacila, aunque sabe que no puede permitirse pensárselo demasiado. Alejandro no tiene mucha fama de paciente.
—No recuerdo mucho.
—Otra mentira. ¿Será tal vez Ravi mi nuevo elefantarca?
—Os lo diré todo.
—¿Ves? Eso está mejor. Ya te has aclarado. Yo soy tu único amigo, elefantero. Tú y yo no deberíamos tener secretos. Ahora dime, ¿qué relación tienes con ese viejo mahavat?
—Ha sido bueno conmigo.
—¿Por qué?
—No sé. Me encontró medio muerto de hambre vagando por el campamento del rajá y decidió salvarme. Quizá nunca tuvo un hijo.
—¿Cómo llegaste a estar medio muerto?
Hacía una hermosa y cálida mañana cuando llegaron. Él estaba dentro, escuchando a su madre y a sus hermanas machacar el arroz. ¿Qué hacía dentro? ¿Por qué no estaba en los campos con sus hermanos? Ahora lo recuerda. Estaba enfermo.
Oyó a los dacoits gritar, sintió el golpeteo de los cascos de caballos en el suelo.
—Ah, ya empezamos a sacar algo en limpio. De modo que unos bandidos atacaron tu aldea. ¿Qué le pasó a tu familia? ¿No me digas que los bandidos los mataron a todos? Mírame a mí, elefantero, no al suelo. Si vas a contármelo, no veo por qué no me lo cuentas a la cara. Esos bandidos, ¿mataron a tu familia entera?
Los rostros se desvanecen ya. A veces está acostado por la mañana, en ese mullido lugar que existe entre el despertar y los sueños, y trata de imaginárselos. Pero es como tratar de agarrar humo. La cara de su padre casi ha desaparecido ya. Recuerda los dientes manchados de betel y las manos grandes y huesudas. La cara de su madre pervive, pero de sus hermanas, nada en absoluto.
—Estás recordando ya, ¿verdad?
—Mi madre trillaba arroz.
—¿Tú estabas allí? ¿Lo viste todo?
Gajendra se estremece. Oye gritos. Echa una mirada a su alrededor, creyendo que son de verdad.
—¿Qué hiciste?
—Corrí.
—¿Te escapaste?
—Hacia mi madre.
—¿Cuántos años tenías?
—Tenía ocho años, quizá nueve.
Sus dos hermanos mayores acuden corriendo desde los campos, agitando los brazos, diciéndoles a todos que huyan. Pero no hay tiempo de huir. Para cuando se dan cuenta de lo que pasa, es demasiado tarde.
—¿Qué hicieron?
—No pude detenerlos.
—Claro que no. Sólo eras un niño.
Uno de los dacoits entra a caballo en el campo y mata a sus hermanos como si cosechara el arroz. Dos, tres golpes de cimitarra y han muerto. Debieron de gritar. ¿Gritaron? No se acuerda. Aunque su madre sí que gritó.
—Todavía los oyes morir, ¿verdad? Los oyes ahora. ¿Los oyes por la noche también?
—A veces.
—¿Qué están haciendo? ¿Los bandidos?
—Tienen a mi madre y a mis hermanas. Están sujetándolas. Se ríen.
—¿Y qué hace mi pequeño elefantero?
—Les pego.
—¿Les pega? Qué valiente.
Es mentira. El niño se limita a mirar. Uno de los hombres se ríe cuando lo agarra por el pelo y lo hace arrodillarse de un empujón. Le dice que le dará la oportunidad de salvar a su madre y a sus hermanas.
—¿Intentaste salvarlas?
—Me obligaron a implorarles.
—¿Cómo lo hicieron?
—El que mandaba dijo que no las mataría si yo hacía una cosa por ellos.
—¿Qué te obligó a hacer?
Se arrastra, llora, suplica, con las manos extendidas. Al ver que ríen cree que les gusta lo que hace, de modo que sigue haciéndolo, más aún. Por primera vez en su vida tiene público, y, mientras su público ríe, su madre y sus hermanas aún están vivas.
Entonces ellos forman un círculo y se mean en él, sin dejar de reír.
Gajendra está temblando.
—¿Qué te obligaron a hacer?
—Mi madre gritaba.
—¿Le veías la cara?
—Le vi la cara.
—Y los hombres se reían. ¿Te tenían en el suelo?
—Se mean encima de mí.
—Mientras violaban a tu madre y a tus hermanas.
—Después.
Todos se han turnado para hacerlo, uno detrás de otro. Otros dacoits están robando las vacas, todo lo que encuentran. Al cabecilla también le llega el turno de meársele encima, y luego da una orden y les cortan el cuello a las mujeres. Después van a matarlo a él.
—Dejadlo —dice el jefe.
—¿Por qué no te mataron, elefantero?
—No lo sé.
Alejandro le acaricia la mejilla. Con ternura, dice:
—Eso te atormenta todas las noches, ¿verdad? ¿Por qué no me mataron? ¿Porque fui un cobarde o porque fui valiente? Querías morir con los demás, ¿no?
Gajendra hace un gesto afirmativo.
—Te horroriza, ¿verdad, elefantero? Te horroriza volver a ser débil. Te horroriza sentirte impotente. Por eso deseas esto tan desesperadamente. Así, tu madre y tus hermanas dejarán de gritar dentro de tu cabeza, ¿eso es lo que piensas?
—A lo mejor.
Alejandro suspira, y sonríe. Lo besa suavemente en los labios.
—Vas a ser un buen general. Bueno, ahora eres mi nuevo elefantarca. Gana por mí, Gajendra. Haz que resulte victorioso mañana.
Gajendra encuentra a Cátaro agachado en la paja mordisqueando un correoso mendrugo de pan y mirando fijamente las montañas. Alza la vista con gesto desconfiado al ver a Gajendra.
—Vas a llevarte a Mara de aquí.
Cátaro cree que es un engaño. Mastica y traga.
—¿Cómo?
—Puedes hacerlo, ¿no? Eso te corresponde a ti, ¿verdad?, protegerla.
Cátaro no dice nada. Alza la vista hacia él y lo mira fijamente con expresión malévola.
—Vas a llevársela de vuelta a su padre.
—Su padre ha muerto.
—No. Está justo al otro lado de esas montañas conduciendo a otro ejército hacia acá.
Cátaro sospecha una traición. Gajendra le dice lo que sabe por Alejandro.
—¿Por qué me cuentas esto?
—Porque no quiero que a Mara le pase nada. Pérdicas no os quiere aquí de todas formas, después del conflicto con los soldados. A mí me da igual una cosa u otra, así que más vale que escapéis de aquí mientras podáis.
—Panormo está muy lejos para ir andando.
—Os conseguiré caballos. Cuestión de pasarle unas cuantas monedas a uno de los sargentos del convoy de bagaje a cambio de un par de jamelgos viejos que ya no necesiten.
Gajendra se marcha sintiéndose mejor consigo mismo. Al menos, un poco mejor de lo que se sentía cuando salió de la tienda de Alejandro.