Capítulo 14
Dos meses después
Cartago es un horno. En Megara una palmera está tumbada donde ha caído, sobre una escalera de piedra. Las lagartijas toman el sol en las secas fuentes, y desde la ventana Hannón lee las obscenidades garabateadas con excrementos secos en las paredes de la villa de su vecino. Todos se culpan unos a otros de esto.
En el Consejo los Cien se gritan, aullando como perros por encima de la vara del orador. Dignatarios de aceitadas barbas y largos tirabuzones se maldicen por idiotas. Los milicianos dormitan bajo improvisados toldos.
Están fabricando espadas en los templos. De noche Hannón se queda en el lecho despierto y escucha los martillos. Ha preparado el cajón de los uniformes de gala, listo para marcharse. En su biblioteca, antes tan bien ordenada que en cierta ocasión un matemático llegado de fuera lo había felicitado, ahora hay montones de cartas, mapas y comunicados desechados.
El Consejo se cree seguro detrás de sus tres murallas, incluso después de la derrota del ejército. Pero Alejandro ni siquiera ha intentado abrir una brecha en ellas. Ha montado su campamento, al tiempo que cortaba la ruta de salida por tierra, y crucifica a todo el que trata de romper el asedio. Pero en lugar de intentar atravesar lo infranqueable, tras proteger el istmo por el sur ha empezado a construir un espigón para bloquear la bocana del puerto.
Al principio parecía imposible. Los ciudadanos se ponían en las murallas y se mofaban de sus esfuerzos por llenar el mar. Hay cien, doscientos pasos desde la playa hasta los muros del puerto. Allí las galeras tirias se cruzaban pasando una al lado de la otra. El canal es demasiado profundo, demasiado ancho para vadearlo. Los matemáticos de Cartago calcularon que se tardaría diez años, veinte años en llenarlo.
Al cabo de seis semanas Alejandro tiene la tarea medio hecha. Al parecer no conoce la palabra imposible, o nunca se la han traducido bien en ningún idioma, desde el Indo hasta África.
Semillas de hierbas flotan por el puerto interior donde una herrumbrosa cadena de hierro se refleja en la negra agua. La basura se acumula en enormes montículos por los muelles. Un verde cieno se ha pegado al agua del mar.
Antes era el puerto más concurrido de todo el mundo: un bosque de mástiles, con barcos de trigo surtos en filas de tres en fondo. Ahora mira lo que ha hecho un solo hombre.
El último de los que burlaron el bloqueo ha desaparecido, hundido por los buques de guerra de Alejandro o naufragado al dar con la cadena que éste ha tendido hasta el otro lado de la bocana del puerto del Cotón. Los mástiles y codastes de las naves hundidas se alzan por encima del agua. Hasta los pescadores se han ido. Les resulta más seguro venderles el pescado a los soldados de los campamentos de Alejandro, en la otra orilla.
Con el espejismo del calor da la impresión de que la armada de Alejandro flota en el cielo. Otro milagro. Ese hombre tiene uno para cada día de la semana.
Una hilera de carros tirados por bueyes, cargados de piedra, sale lenta y ruidosamente hacia el canal de aguas profundas. Otra carga cae con estrépito al agua. Alejandro casi ha terminado la calzada elevada por la que trae tropas y equipo de asedio para bombardear las fortificaciones del puerto.
Enormes torres de madera asoman poco a poco, más altas que las murallas de la ciudad. Si levantas un casco puesto en un palo por encima del muro del parapeto, lo recibe una lluvia de piedras y flechas que lanzan sus honderos y sus arqueros. El casco irá dando vueltas por la barbacana entre un montón de chispas, destrozado y sin arreglo posible.
Los onagros —enormes máquinas lanzadoras de piedras— han reducido el antiguo faro de madera a una ruina desparramada por el suelo. Por todas partes hay proyectiles de artillería, piedras redondas del tamaño de un hombre; una enorme roca redondeada está incrustada en el empedrado frente al almacén de trigo, con un pobre desgraciado que rezuma por debajo.
Las rodantes torres de asedio se ciernen más grandes cada día. Por ellas gatean hombres como si fueran hormigas. Por las murallas han empezado a arrojar pez hirviente.
La ciudad está abarrotada de refugiados que llegan en masa desde el campo. Alejandro está quemando todos los pueblos costeros, matando a medida que avanza.
Ese hombre es despiadado. El mundo entero no es suficiente para él.
Cátaro entra y se queda allí, mirando a su alrededor como si esperase una pelea. A primera vista no tiene mucho aspecto de pendenciero, porque apenas es más alto que un niño. Sólo al examinarlo en detalle adquiere un aspecto aterrador. Parece que unos chiquillos se hubieran divertido dándole patadas a su cabeza de acá para allá en el patio de la escuela. Cuando lo conoce, la gente cree que es negro; son los tatuajes de su cara. El único trozo de rostro libre de tinta son los globos oculares.
Espera órdenes. Trae una cabra del mercado, estrangula a alguien; para él todo es lo mismo.
Hannón se acerca a la ventana. Los que pudieron salir ya se han marchado, varios miembros del consistorio entre ellos, justo después de expresar absoluta confianza en su capacidad para salvar Cartago. ¡Te organizaremos una espléndida ceremonia, un gran homenaje! Y a continuación: ¿dónde está mi esclavo con el equipaje y dónde están los barcos?
Hace muchos años ya que Cátaro es el títere de Hannón. Todos los generales necesitan hombres así, alguien al margen de la cadena de mando a quien confiarle los detalles sucios. Es de una lealtad desconcertante. Algo muy difícil de encontrar en cualquier época.
Cátaro escudriña el mapa desplegado sobre la mesa.
—¿Éste es tu plan de batalla?
De haber sido otra persona, Hannón habría mandado que lo amarraran a una rueda de carro y lo azotaran por su insolencia. En lugar de eso acude junto a él a la mesa.
—¿Qué es esto? —pregunta Cátaro—. ¿Y esto? ¿Y esto?
—Esto es el ejército de Alejandro. Esto es el istmo. Esto es Cartago. Aquí está el Cotón, el puerto militar, allá el puerto exterior. Esto se llama mapa. Lo que verías si fueras un pájaro y volaras por encima.
—Si fuera un pájaro, me cagaría en la cabeza de Alejandro.
Hannón se ríe.
—Me gustaría verlo. Pero ahora necesitamos algo más que una cagada de pájaro para salvarnos.
—Ahí está el templo. Ahí está la sede del Consejo. —Cátaro disfruta como un niño al encontrar cosas solo—. ¿Qué es este cuadrado de aquí? —pregunta por último.
—Sus elefantes de combate.
—¿De dónde saca elefantes?
—De la India. Ha traído un escuadrón. He oído decir que ha estado adiestrándolos todo el invierno pasado en Babilonia.
—Nunca he combatido contra elefantes.
—Y tampoco lo harás ahora. Tengo otro encargo para ti. Uno que es mucho más importante.
Apoya una mano en el hombro de Cátaro. Rara vez toca a sus hombres. Esto es un honor.
—Este encargo requerirá todo tu ingenio. Tiene que ver con mi hija, Mara.
—Se ha hecho sacerdotisa.
—Sí, ha dedicado su vida a la diosa Tanit. Se niega a salir del templo, aunque le he dicho que allí no está segura.
—¿Quieres que yo la saque?
—Tienes que ir allí y velar por ella. Acaso la suerte me sonría y encuentre una forma de salir de este desastre. ¿Quién sabe? Si no, debes salvarle la vida del modo que sea. Nadie ni nada debe detenerte.
—Así se hará.
Otros hombres tal vez habrían puesto objeciones. Pero es que entonces estaré profanando el templo. Pero ¿cómo lo haré si Alejandro te vence y decide asolar la ciudad? ¿Y si ella rechaza mi amparo? Éste no.
—Tal vez no volvamos a vernos.
—¿Cuándo concluyen mis órdenes?
—Cuando tu último aliento abandone tu cuerpo. Hasta entonces te confío su vida.
Le da una bolsa de monedas que contiene una fortuna en oro. Suficiente para que Cátaro se compre una casa y se establezca como prestamista en Siracusa.
No se dicen nada más. Cátaro se inclina y se marcha. Claro que lo hará, piensa Hannón. Otro hombre tal vez esperara a ver por dónde sopla el viento antes de decidir si arriesga la vida y el dinero. Éste no.