Capítulo 30

Esto es algo que haría Alejandro: atacar cuando deberías estar a millas de distancia y el enemigo no te espera. El ejército de Alejandro avanza ocupando una extensión de millas, él va en vanguardia con la caballería y los elefantes ocupan la retaguardia.

No cuentan con encontrar a Antípatro hasta el día siguiente.

Por si acaso, Alejandro manda que su caballería barra el valle en una amplia W, empleando jinetes y exploradores. De un modo u otro, los hombres de Antípatro esquivan la trampa.

Hace una tarde calurosa. Algunos dormitan en las sillas de montar, y los que caminan junto a la columna tienen las cabezas gachas para protegerse los ojos del brillante sol. Van pensando en agua, en cenar y en descansar. De pronto Gajendra nota el temblor bajo los pies y cree que es un terremoto o el lejano volcán. Los jinetes salen del sol. El primer aviso: cuando ven los destellos del sol en los cascos y las espadas.

Se acercan rápidamente, manan de la tierra como muertos que se levantaran sobre caballos fantasmales. Gajendra sospecha que han utilizado un barranco para ocultarse. Ya están a menos de dos tiros de flecha, y la infantería de la retaguardia no tiene tiempo de reaccionar, está demasiado lejos.

Van derechos hacia los elefantes.

Coloso los huele también. Se detiene, extiende las orejas y mira las colinas mientras prueba el aire con la trompa. Brama una advertencia a los demás elefantes.

—¡Dadles la vuelta! ¡Ponedlos en línea de combate! ¡Daos prisa!

De repente el ejército se mueve. Pero es pánico y no un movimiento ordenado. Nadie se esperaba esto. Debían atacar de improviso a un enemigo que no estaba listo para que llegaran, no caer ellos en una emboscada. Algunos de los mahavats, los que tienen más presencia de ánimo, se suben atropelladamente a los cuellos de sus elefantes y se disponen a plantar cara. Pero varios de los colmilludos ya han huido.

Gajendra mira hacia delante. Nearco está en vanguardia con Alejandro, ni siquiera alcanza a verlo. Nadie puede salvar a los colmilludos menos él. Manda a un jinete para avisar a Nearco, aunque se figura que mucho antes de que llegue allí oirán el alboroto. Para entonces será demasiado tarde.

Los arqueros están en la retaguardia con la infantería, así que sólo tiene a mano un pelotón de agrianios que acaso logren hacer frente a los jinetes si forman a tiempo. Los elefantes no llevan armadura que los proteja de un ataque rápido y organizado. Gajendra podría mandarles dar la vuelta y correr, pero los caballos los adelantarían. Si rompen la línea serán presa fácil.

Los mahavats se arremolinan, aturdidos. Coge a uno y le grita una orden a la cara.

—Monta en tu colmilludo, dile a los demás que hagan lo mismo. ¡Enseguida!

El hombre clava la mirada en él con los ojos como platos, pero lo entiende. Obedece. Los asaltantes ya están sólo a un tiro de flecha. Gajendra elabora un plan mental de cómo podría resultar esto. La clave son los caballos. ¿Cuánto se acercarán?

Hay un carro con lanzas, algunas corazas. No hay tiempo para corazas. Coged las jabalinas y haced lo que podáis.

Mantened a los colmilludos juntos, que estén cerca para que ellos no se adentren. Si los separamos, los liquidarán uno a uno. Poned al resto de los hombres en la parte de fuera para proteger los flancos.

Echa mano a una lanza y vuelve corriendo a la línea. Nadie tiene coraza, ni siquiera casco. Alza la mirada hacia la vanguardia. Hay movimiento por allí. Alejandro ya ha visto el peligro, pero no queda tiempo.

Al menos los agrianios saben lo que hacen, no hay que decírselo. Les dará tiempo a lanzar un solo dardo antes de que los jinetes pasen, y va a ser difícil darle a un jinete montado en un rápido caballo. Ellos mismos estarán al alcance de sus jabalinas entonces, y sólo pueden protegerse con sus escudos. Dentro de unos instantes la mitad de estos hombres a los que está gritando órdenes quizá haya muerto.

Mira por encima del hombro. Ravi ha formado a los elefantes en una desordenada línea. Coloso es el único colmilludo sin jinete. Otro al final de la línea barrita y se escabulle. Así pues, todas las sesiones de adiestramiento no sirven de nada.

Siente el vibrar de los cascos de caballo en los pies. Los que atacan son númidas, casi desnudos salvo por sus mantos de piel de leopardo; jinetes de piel negra que montan a pelo y a los que se considera los mejores del mundo. ¿De dónde han venido?

Cartago aún tiene colonias en el norte de la isla, en Lilibeo y Panormo. A estos chicos los han mandado desde allí por rencor.

Los lebreles de los agrianios aúllan, tirando de las correas. Una lluvia de flechas cruza silbando el aire, y les responde el centelleo de sus jabalinas. Algunos caballos caen, y también unos cuantos jinetes, no tantos como para que se detenga la carga. Los agrianios rompen filas, vuelven cruzando la línea.

Gajendra mira a su alrededor para montar en Coloso pero es demasiado tarde. Coloso no tiene intención de esperarlo. Sale corriendo de la línea para enfrentarse al peligro. Esto es algo que los númidas no se esperaban, y la línea de los escaramuzadores se rompe y fluye en torno a él como una ola. Los demás elefantes van detrás, quieran o no sus mahavats. Eso provoca el pánico entre los caballos, y algunos de ellos se espantan, se encabritan y salen de estampida, aterrorizados por el olor y el tamaño de los elefantes.

Gajendra mira a su alrededor. Un jinete se ha abierto paso y ya casi lo tiene encima. Alza la mirada justo a tiempo, hurta el cuerpo para apartarse de la punta de la lanza y se la arranca de las manos. El hombre da un grito al caer al suelo, mientras su caballo continúa galopando ciegamente. Al instante Gajendra se abalanza sobre el jinete, con el cuchillo en la mano, y ataca al cuello. Nunca había matado a un hombre, no de cerca, pero no hay tiempo de pensar. La sangre le salpica la cara y las manos.

Los ojos del hombre se clavan en los suyos mientras muere. Gajendra se queda completamente inmóvil. De momento está demasiado anonadado por lo que ha hecho como para proseguir con la batalla. Una cosa es arrojar una lanza y no ver dónde cae. Otra, tener en las manos la caliente sangre de un hombre.

—¡Ponte detrás de mí! —grita Cátaro al ver a los jinetes. Sigue a Gajendra hasta el carro y encuentra una lanza y una falcata, una espada de doble filo. Agarra a Mara por el brazo y trata de apartarla a rastras—. ¡Sólo somos galopines de estiércol! —grita—. Es su lucha, no la nuestra.

Mara mira a su alrededor. A Coloso lo han separado del resto de los colmilludos. Carga contra los atacantes, y los caballos se dejan llevar por el pánico y huyen. Uno de los jinetes cae pero se levanta como puede, aún con un arco en la mano. Coloso barrita indignado cuando la flecha penetra en su desprotegida paletilla.

Mara se revuelve, se zafa del agarrón de Cátaro y corre hacia la lucha. Se detiene a recoger una corta espada de uno de los jinetes caídos, que ahora yace retorcido y ensangrentado en la hierba. Cátaro no tiene más remedio que ir detrás.

Gajendra oye un grito de advertencia, un grito agudo. Alza la mirada y ve que uno de los jinetes se precipita sobre él, a pie y blandiendo una espada. El primer golpe está a punto de dejarlo sin cabeza, pero en el último segundo retrocede con paso vacilante justo fuera de su alcance. El jinete sin caballo levanta la espada de nuevo y Gajendra sabe que va a morir.

Es un instante. Ve el futuro y está lleno de gusanos. Pero de pronto el hombre grita y cae de rodillas. Tiene una daga clavada en la nuca, y detrás de él Gajendra ve al elefantero.

La luz se apaga en los ojos del hombre. Parece levemente sorprendido.

Gajendra busca apresuradamente su arma y mira a su alrededor.

El ataque se ha debilitado, los caballos de quienes atacaban se han asustado de los elefantes. Pero los colmilludos han roto la línea y pululan sin orden. Varios han recibido flechazos y la sangre les corre por las patas o los flancos.

Gajendra admira el valor de los hombres que se enfrentan a ellos. Un puñado ha saltado de los caballos y, a pie, persigue a los elefantes. Uno se ha metido como una flecha bajo las patas de un elefante llamado Futuh y le ha clavado una lanza en el vientre. Tras aplastar a uno de sus torturadores a pisotones, Asaman Shukoh escapa, pero otro jinete vuelve a montar en su caballo y va tras él.

El mahavat cae atravesado por una flecha y su elefante lo vigila, protegiéndolo de nuevos atropellos, aunque es evidente que está muerto. Ahora tres de los atacantes lo han elegido como el objetivo idóneo e intentan llegar a sus patas traseras con lanzas y cortas espadas.

El animal barrita y corre en círculo sin moverse del sitio, pero por fin se prepara, carga contra uno de los hombres y lo derriba. Los otros dos se apresuran a acercarse y comienzan a darle tajos en los jarretes con sus cimitarras. Chillando, se vuelve contra ellos y aparta a uno a un lado con la trompa, pero el otro hunde la espada en él. Un nuevo númida vuelve y lo desjarreta, y la enorme bestia barrita entre horribles dolores y cae.

Coloso ha aplastado bajo las patas a otro de sus torturadores en el polvo junto con su caballo. Tiene otro flechazo en la pata trasera izquierda y esto lo enfurece más aún. Apresa a uno de sus torturadores con la trompa y se arrodilla encima de él.

Otro se ha puesto de pie a duras penas y se le ha metido debajo con una lanza. Está a punto de clavársela, pero Mara corre hacia él gritando y lo distrae el tiempo suficiente como para que se dirija hacia ella en lugar de hacia el elefante. Momentos después Cátaro, que llega corriendo a toda velocidad, lo golpea en la espalda y lo hace caer al suelo. Se da la vuelta y lo despacha hábilmente de una cuchillada.

El compatriota del muerto se precipita sobre el hombrecillo y lo hiere de un lanzazo. Cátaro cae agarrándose el muslo. Se aferra al astil para que el otro no lo saque. Eso le da tiempo a Gajendra para atravesar al agresor con su lanza.

Pero el hombre no se muere, y Gajendra se queda mirándolo fijamente, incapaz de terminar el trabajo. Es Cátaro quien se acerca a rastras y concluye la faena.

Alejandro y su guardia ya están allí, galopando por entre el tumulto, y los atacantes escapan hacia las montañas. A decir verdad, casi todos ya se han dado a la fuga, asustados por la carga de Coloso. Nearco manda la caballería que los persigue.

El general lleva su caballo por la línea de la columna. Si lo sorprende lo sucedido, no lo demuestra. Se inclina desde la silla de montar para darles palmaditas en el hombro a los heridos, ríe con sus tenientes haciendo comentarios sobre los cuerpos del enemigo caído. Los hombres aún lo vitorean cuando pasa por delante.

El sol se pone detrás de las montañas. Encienden antorchas y preparan las hogueras. Ya no hace falta ocultar su presencia. Alguien sabe exactamente dónde están.

Gajendra escupe el polvo de la boca. Busca a Mara y al otro aguador.

—¿Estás bien? —le pregunta a Cátaro.

Pero éste se limita a gruñir y se desmaya.

Ravi llega en ese momento.

—¿Dónde está Hércules? —pregunta. Ve al bonito galopín de estiércol sentado en cuclillas, llorando—. Vaya, qué magnífico héroe. Mata a un hombre y luego se sienta a llorar por haberlo matado. No van a levantarle una estatua en el monte Olimpo un día de éstos.

—Nunca había matado a un hombre —contesta Mara.

—Pues estás en un ejército y esto es una guerra, así que, si te paras a pensar, es inevitable.

—Creía que sería más difícil.

—No si tienes un cuchillo en la mano.

—Me has salvado la vida —dice Gajendra.

Uno de los mahavats le echa agua por encima a Cátaro para despertarlo. La lanza sigue clavada en el muslo y Cátaro se incorpora, la agarra con las dos manos y trata de sacársela.

—Deja eso —le dice Gajendra—. El cirujano tendrá que darle la vuelta.

Con una espada, le desmocha el astil.

Cuando se disipa el polvo ve dos montículos grises tendidos en la tierra, uno de ellos inmóvil, el otro chillando de dolor. Coloso está allí, vigilando al colmilludo herido, con la cabeza gacha, mientras del flechazo de la paletilla le chorrea sangre.

Gajendra le habla, le dice lo valeroso guerrero que es y lo bien que ha combatido. Habrá raciones extra para todos los elefantes esta noche. Pero le preocupa cuántos de los otros echaron a correr a la primera señal de problemas. ¿Qué harán cuando entren en combate contra una caballería que no flaquee?

Alejandro se acerca al galope.

—¿Sólo has perdido dos?

¿Sólo dos?

—Futuh y Asaman Shukoh —responde, molesto porque Alejandro no sepa cómo se llaman. ¿No acaban de sangrar y morir por él?

—¿Quién organizó la defensa?

—Yo.

—Lo has hecho bien. Tendrás una distinción por esto.

Los otros elefantes, los que no han escapado, se reúnen en torno a sus dos compañeros caídos, como dolientes en un funeral. Los tocan con las trompas, consuelan a Asaman Shukoh cuando éste grita, dan un bramido que se oye en Siracusa.

Alejandro va por la línea, seguido de los generales, ordena que acuda más caballería a la retaguardia. Al Invencible, al Rey de Asia, se le han vuelto las tornas. Parece imperturbable, más preocupado por la suerte del colmilludo muerto.

—Bien, descuartizadlo, chicos. Ahora tenemos suficiente comida para el ejército. Carne de cerdo anoche, colmilludo esta noche. Mientras tengamos carne, muchachos, ¡marcharemos hasta la misma Roma!