XLV
Cuando vivía en San Sebastián, Miquel me contó que alguna vez le había tocado estar en una sesión de la sociedad gastronómica Gaztelupe. En aquella ocasión cocinaron entre todos los miembros reunidos y los invitados mientras circulaban chatos de chacolí, ese vino ácido y fresco que se acostumbra en las mesas vascas. Prepararon unas gildas de anchoas y guindillas, y pintxos de morcillas y chorizos para acompañar la labor que se llevó varias horas. Pero cuando se sentaron a la mesa a la espera de que se sirvieran el rape, las merluzas y cocochas en sus respectivas salsas, Miquel fue sorprendido por un himno de batalla acompañado de golpes en la tabla que congregaba a todos los comensales.
Hambre, hambre, tenemos hambre, hambre…
Podía imaginarme perfectamente la escena pero no me hubiera sido posible presenciarla, puesto que la cofradía sólo admitía hombres. Un grito tribal que se devoraba el gozo antes de la comilona, pero que era también la voz plena del instinto. Como si hubieran gritado: Cuerpo, cuerpo, somos cuerpo, cuerpo…
El poeta Antonio Machado dijo alguna vez que el hambre es el primero de nuestros conocimientos y tenía razón. Por los labios empezamos a saber. La boca siempre conoce. La boca no se equivoca. Brillat-Savarin en sus Meditaciones de gastronomía trascendental escribió que el Universo no es nada sin la vida, y cuanto vive se alimenta. A su vez, Grimod de la Reynière sostenía con su característico enfoque sensual sobre el mundo y los alimentos: “Está probado que cada cosa de este bajo mundo quiere ser servida, cogida y comida en su punto. Desde la jovencita, que sólo cuenta con un instante cumbre en su vida para mostrarnos toda la frescura de su belleza y todo el esplendor de su virginidad, hasta la tortilla de patatas que pide ser devorada recién salida de la sartén, desde la perdiz cuyo justo aroma depende a menudo de la mortificación de una hora, hasta el plato de macarrones que debe saltar de la boca del horno a la del goloso en su momento preciso”.
Han pasado algunos años desde que inicié la aventura de Corazón de Lobo, el restaurante de especialidades carnívoras en la zona de San Ángel que es sobre todo un retorno al arte del buen devorar. En un mundo de pasiones mezquinas, no han sido pocos los que se han sentido cautivados por una cocina que reivindica nuestra dimensión de animales siempre hambrientos más allá de hipocresías de buena voluntad y falsos puritanismos.
A menudo me preguntan el secreto de mi “toque gourmet”. Reporteros, columnistas, críticos gastronómicos han sugerido que mi secreto va más allá de los ingredientes usuales en las cocinas de todo el mundo. Y estarían en lo cierto: no siempre uso productos convencionales. Inclusive, podría darles gusto e insinuarles que, puesto que varios de mis amantes han desaparecido en circunstancias extrañas, acostumbro acariciarlos antes de destazarlos, que hay fragmentos de sus cuerpos luminosos en cada ágape y secreta comunión a la que mis comensales están convocados. La verdad es que mentiría: quien de verdad conoce los laberintos del deseo sabe que no siempre es necesario llegar al acto. La cocina, lo ha dicho el gurú Adrià, es gusto pero también mente, imaginación. En último término comemos y saboreamos con el cerebro. Y es que a menudo se nos olvida, el cerebro también es cuerpo. Será por eso que nos es tan cara la fantasía, o su sucedánea: la palabra —que también se paladea en la boca con su dejo de animalidad sublime para quien se abre a percibirla.