XXII
Pero Mirna tenía sus partes secretas, ocultas a la mirada de los otros. Poco antes de irme de la casona de Coyoacán, consiguió cultivar las sarracenias que ambicionaba. Yo solía encontrarla absorta en su contemplación porque después de dos periodos de paciente hibernación, algunos de sus ejemplares habían alcanzado los veinte centímetros y eran realmente espectaculares.
En una ocasión en que regresaba antes de tiempo de mi clase de ballet, me sorprendió el silencio reinante en las habitaciones. Era como si todos los muebles y objetos se hubieran volcado hacia un solo centro de atención y me señalaran un camino. Con pasos sigilosos me dejé empujar hacia el vórtice de aquel remolino sólo para descubrir en la terraza de las carnívoras a mi tutora, acariciando con labios y lengua los bordes de una Sarracenia rubra. Ella, que era tan recatada en cuestiones del cuerpo, le prodigaba a la trampa de aquella carnívora de forma alargada, semejante a una trompeta o a un falo estilizado, las caricias que de seguro le negaba a Rodolfo, siempre necesitado de placeres.
Permanecí oculta todo el tiempo que Mirna estuvo embebida con la planta. Cuando terminó por fin y la vi alejarse hacia su estudio, me animé a acercarme. Entonces probé de aquel fruto prohibido que se erguía como un surtidor que despuntara hacia el cielo. Y supe y saboreé el secreto que conocían Mirna y las presas que sucumbían al traspasar sus fauces: los bordes de la trampa eran realmente dulces como una extraña y deliciosa miel.
En otra ocasión, vi que mi tutora recibía con especial entusiasmo un ejemplar de su proveedor de libros de ciencia y divulgación. Pensé que se trataba de Savage Garden, un libro sobre el cultivo de carnívoras que Mirna había elogiado frente a Rodolfo y a mí como un verdadero tratado de la pasión. Pero me equivocaba, según pude ver después cuando un día lo dejó en la mesa del desayunador con numerosas marcas de lectura. Era un volumen con un título enigmático: Bestiario de amor, de Jean Rostand. Desde organismos unicelulares hasta el hombre, su autor daba cuenta de los procesos de reproducción y sus curiosas formas de apareamiento. Paramecios, nereidos, tritones, lagartos, tortugas se ven impulsados a la reproducción por una suerte de desasosiego.
Así me enteré de que el nautilo tiene un brazo copulador que se separa del macho para nadar hasta la hembra, en la que se fija por sus propios medios. Y que una nautilo hembra puede alojar en su cuerpo muchos de esos “penes vagabundos”. También de que es el sentido del gusto el que interviene como excitante en ciertos saltamontes. El macho lleva sobre la espalda una glándula especial, cuya secreción es golosamente lamida por la hembra cuando se realiza la unión sexual. Otras veces es el macho quien consume hasta hartarse, durante la cópula, un licor femenino. Por su parte, insectos del género bittacus se aparean comiendo una misma presa. Pero es el macho de la Mantis religiosa, todo él, quien excita la voracidad femenina. En la cautividad del laboratorio, donde no hay posibilidad de escape después del apareamiento, esta suerte de canibalismo conyugal llega a ser feroz: una sola hembra es capaz de devorar, sucesivamente, a siete enamorados de los que acaba de hacer uso. Por otra parte, el macho de la Mantis cumple su labor fecundadora a pesar de las más crueles mutilaciones. Incluso decapitado por su esposa y con el cuello medio roído, conserva la postura del amor y eyacula su semen. De hecho, algunos biólogos han llegado a suponer que la decapitación exalta su potencia genésica.
Me encontraba verdaderamente trastornada cuando Mirna me descubrió con el libro abierto. Me miró a los ojos para medir el efecto de la perturbación. Mis ojos de suyo grandes debieron de verse más exaltados porque de inmediato intentó sosegarme. Tomó mi cabeza entre sus manos y me llevó hasta su pecho. Y ahí, comenzó a leerme un fragmento en el que yo no había reparado:
Bajo su aspecto más elemental, el amor se relaciona directamente con la ingestión de alimentos. En cierto modo, se trata de una especie de hambre común a todo ser viviente, dirigida hacia un semejante que no es del todo idéntico y que le ofrece la misteriosa sugestión de lo desconocido.
Esta atracción entre los seres, esta apetencia del prójimo, puede conducir a una fusión íntima y definitiva de dos sujetos o bien a una comunión pasajera, después de la cual se separarán y llegarán a hacerse cada uno de ellos —y el uno para el otro— un poco distintos a como eran antes.
Ya en la célula ciega —señalaba el filósofo Guyau— se manifiesta el principio de expansión que hace que el individuo “no pueda bastarse a sí mismo”.
Mirna me mantuvo un rato más entre sus brazos. Creo que nunca había sido tan cariñosa conmigo. Cuando por fin nos separamos, me preguntó si la explicación de Rostand me había tranquilizado al hacerme comprender mejor.
—Sí, he comprendido —le respondí—. El amor es hambre…
Nunca podré olvidar el rostro de mi tutora: me miraba con sorpresa pero también con fascinación, como si contemplara a la más admirada de sus carnívoras.