XXI

De todo paraíso tiene uno que escapar. Imposible permanecer ahí para siempre. Al menos eso fue lo que me sucedió a mí. Un día me levanté y supe que debía hacerlo. Claro que también influyó que conforme crecía, Rodolfo jugaba menos conmigo. Como si la casona ya no tuviera espacio para mí, ni los brazos de mi tutor me guarecieran lo suficiente. Me sentía como una Alicia que hubiera tomado demasiada poción para crecer y el cuerpo inquieto se me hubiera desbordado. Y no es que comiera particularmente bien. A diferencia de mi madre, Mirna era frugal en la cuestión de los alimentos. Un corte de carne y una ensalada de lechuga podían ser el menú invariable de los fines de semana cuando no estaba Rosa, la cocinera. Como había sido mayora en un restaurante del centro de la ciudad, Rosa solía repetir un menú semanal durante meses. Eran ricas sus escalopas de ternera con puré de manzana de los miércoles, pero comerlas semana tras semana podía desanimar a cualquiera. Yo me llevaba bien con ella porque desde que llegué a la casona me ofrecí a ayudarle a picar verduras, pelar papas, desflemar berenjenas, incluso a lavar loza cuando Mirna no andaba en casa. Recuerdo que cuando me contó que había trabajado antes en un restaurante de comida mexicana, no elegante pero sí muy popular, y dijo que ahí había sido la “mayora”, yo la interrumpí:

—¿Cómo el mayor de un ejército?

—Haz de cuenta… Mandaba yo a otras tres y nos hacíamos cargo de hasta cinco menús al día más todos los servicios de la carta —me contestó muy orgullosa de que hubiera reconocido su rango.

Rosa era además la mujer de Tobías, el chofer, así que cuando tuvo problemas con la dueña del restaurante, o más bien cuando tuvo demasiados problemas porque la señora enviudó y se hizo cargo de un negocio que no conocía, Rosa aprovechó para venirse a la casona apenas hubo oportunidad. Sorprendida de mi habilidad para moverme en la cocina primero y luego al darse cuenta de mi intuición con los sabores (como la vez que, faltándole perejil para preparar un chimichurri, le sugerí que usara menta y quedó una salsa deliciosa), fue la primera en vaticinar mi don. Ella, que siempre fue una cocinera práctica, me lo dijo así: “Artemisa, tienes el don”. Por supuesto no le conté las situaciones específicas por las que el sentido del gusto se me había desarrollado desde muy pequeña, pero sí que a mi madre le gustaba cocinar, que mejoraba recetas tradicionales e inventaba platillos deliciosos, vaya, que en sus manos, hasta unos huevos tibios, si los aderezaba con caviar, se convertían en un manjar de dioses.

—Qué diferencia con tu madrina… ¿Ya te contó que la primera vez que preparó unos huevos fritos los echó al sartén con todo y cascarón? —me dijo refiriéndose a Mirna.

Nos reímos juntas. La anécdota la contaba la propia Mirna para explicar su total desapego de ese tipo de labores y que en cambio el asunto de la ciencia y la investigación se le había dado desde muy pequeña, cuando en su primaria construyeron un formicario. Fue la única de su grupo que mantuvo el registro al día de la vida de las hormigas durante el resto del año escolar. Al final obtuvo dos cuadernos Nevado con dibujos y datos, un premio de la feria anual de su escuela y el formicario que mantuvo dos años más en su casa hasta que pasó a la secundaria y comenzó a apasionarse por la disección de peces, ranas y conejos.