XXXIX
Al principio tuve mis reparos en instalarme en la casona de Coyoacán pero Mirna me convenció con una frase: “Así estarás más cerca de Rodolfo cuando salga del hospital… Y tú sabes que saberte cerca, le hará bien”. Y al decirlo me miró como si tuviera en mente la imagen de una sola noche. No dijo nada más y yo me vi de frente con un recuerdo que siempre quise olvidar pero no pude. Que no lo haya mencionado antes no quiere decir que no hincara sus dientecillos atroces en la piel de la memoria. Por más que no pensara en ello puede decirse que fue lo que me orilló a escaparme de la casona de Coyoacán.
Era noche cerrada en la torre cuando nos quedamos dormidos yo y Rodolfo, una en brazos del otro. Ya no era yo tan pequeña como para que me leyera cuentos y poemas pero seguíamos haciéndolo a veces cuando Mirna no estaba. Tampoco para que me tuviera sentada en sus piernas a pesar de que cada vez era más difícil acomodarme en su regazo. Un cuerpo de quince años sin más prendas que unos zapatos de colegiala y unas calcetas perfectamente blancas en unas pantorrillas que habían dejado de ser infantiles pero conservaban su nostalgia.
Yo dormía pero en medio del sueño tuve la sensación de que alguien se paraba en el marco de la puerta y nos observaba. Pero lejos de abrir los ojos para constatarlo, permanecí guarecida por esa penumbra boscosa bajo mis párpados. Tras contemplarnos largamente, pude percibir aquella presencia en retirada. La escuché aún refugiarse en su alcoba. Y de sus muros, de donde nunca se escapaba ni el más leve rumor de gozo, pude oír derramarse un llanto en cascada.
Bueno, la verdad es que no estoy tan segura. Pero eso sí, era noche cerrada en la torre cuando nos quedamos dormidos yo y Rodolfo, una en brazos del otro. Ya no era yo tan pequeña como para que me leyera cuentos y poemas pero seguíamos haciéndolo a veces cuando Mirna no estaba. Tampoco para que me tuviera sentada en sus piernas a pesar de que cada vez era más difícil acomodarme en su regazo. Tal vez estaba yo perfectamente vestida pero un cuerpo de quince años con uniforme de colegiala en las piernas de un hombre mayor es una visión que puede recordarnos la pureza de la infancia pero también nos obliga a situarnos ante la secreta concupiscencia del deseo.
Tal vez estaba yo dormida y soñé que Mirna nos encontraba. Tal vez fue ella quien me imaginó desnuda cuando en realidad vestía yo todavía el uniforme del Liceo, tal vez… Pero fue cierto su llanto una noche cerrada.
Cuánta razón tenía el poeta que dijo que la culpa es mágica. Si miro este cuaderno boscoso con sus enramadas, claros de luz, lobos, caperucitas, canastas de comida y toda su hambre, no puedo dejar de reconocer todo lo que se urdió a la sombra redentora de sus pecados en flor.