XVII
Podíamos permanecer horas abrazados —yo sentada en sus piernas, acurrucada en su regazo; él volcado sobre mí como si fuera una montaña protegiéndome y calentándome—. Me encantaba acariciar su pelusa animal en contraste con la firmeza de alguna de sus partes que crecía y se endurecía provocándole a él sofocos y a mí una alegría acalorada que se me agolpaba entre las piernas con una sonrisa turgente y dispuesta. Era como tocar la suavidad y el vigor del unicornio de las leyendas que por entonces también comenzamos a leer, pero bastaba con saberlo y percibirlo palpitando silencioso y enhiesto para doblegarme a su misterio exultante. Pasó tiempo antes de que llegáramos a más. Él se detenía en el camino y yo podía escuchar su corazón latir en el bosque como un galope que crecía para sólo detenerse en el borde del abismo.
Pero un día —Mirna se había ido a una de sus prácticas de fin de semana— dimos los dos con la lectura de un poema de la antología cuya portada me había trastornado antes. Ese día supe por qué la poesía y los libros pueden ser tan letales. En unas cuantas líneas, el poeta nos quitó las palabras y los ropajes; también los reparos y los límites. Era noche cerrada cuando leímos —y obedecimos:
Quiero saber quién eres tú:
descúbrete,
sé natural como en el parto,
más allá de la pena y la inocencia
deja caer esa camisa blanca.
Mírame, ven, ¿qué mejor manta
para tu desnudez, que yo, desnudo?