XXXIII
A San Sebastián sólo regresaría para concluir las últimas pruebas y recibir mi diploma. Un tiempo me incorporé a la plantilla de cocineros de un restaurante afamado en San Sebastián. El hecho de que la comida vasca, a pesar de sus mezclas de mar i muntanya, se inclinara por la merluza, las cocochas, los chipirones y toda una variedad de pescados y mariscos, y en menor cantidad por la carne, me llevó muy pronto a probar fortuna en varias cocinas de Francia, donde permanecí un par de años. Después me trasladé al norte de Italia porque Nicola, con quien trabajé en Maison Troisgros, me ofreció asociarme con él y montar nuestro propio restaurante en Lecco, de donde era originario.
En la Cucina Vorace, como bautizamos a aquel lugar rústico mi socio y yo, probé abiertamente a ofrecer un menú de viandas elaboradas unas y otras más salvajes. En San Sebastián había conocido a un parrillero que innovó la cocina a las brasas con parrillas colgadas de poleas según un diseño propio y que había sustituido el uso del carbón con maderas de encino y roble que añadían a los alimentos unos aromas fragantes a bosque natural. Decidí adaptar mis propias parrillas, usar maderas de la zona, probar un estilo de cocina que despertara los apetitos más elementales, un como experimentar el olfato y el hambre por primera vez, o como recapturar ese instinto animal, una olvidada sed de cacería capaz de llevarnos detrás de una presa.
Devorar, desgarrar, masticar, engullir, despedazar, reiniciarnos en el ritual en el que somos uno con nuestro cuerpo más allá del barullo censor y distractor de la mente, las inhibiciones y la ley. En realidad, volver a ser uno con el cuerpo como en todo estado de alerta o de goce de la piel y los sentidos que se realiza a plenitud, lo mismo en el peligro que en el éxtasis y el abandono. Había entonces que encontrar los cortes, las combinaciones, la temperatura, los condimentos, los marinados, las salsas, los acompañamientos para realzar esa pureza de lo primordial, la fiebre voraz de la carne a través de la alquimia del fuego. Era buscar un equilibrio nuevo: el goce carnívoro más primitivo a partir de una gastronomía sofisticada, aunque aparentara sencillez.
Llegué a recordar, por ejemplo, la prestigiada ternera Kobe del Japón, a la que se masajea diariamente con sake, además de cepillarla y alimentarla con forraje de cereal fino, para lograr una carne más suave y deliciosa. O la carne tártara, que tuvo su origen en los pedazos que los jinetes tártaros colocaban bajo su montura: al llegar a su destino, después de horas de viaje, la carne estaba prácticamente molida. Es decir, que se podían introducir variantes del producto antes de ser sacrificado o cocinado, como supe que hacían algunos restaurantes gourmet de nueva generación, que criaban a sus propios animales. Pero por supuesto, ello implicaba gastos y un corazón no de lobo, sino de empresario rapaz, para criar ovejitas y chivatos, hacerlos crecer con cuidados más que maternales, para luego entregarlos al matarife. (No, habría tenido que aprender a sacrificarlos yo misma, limpia, certeramente, para cargar con toda la culpa y encontrar también de alguna forma el perdón…)
Pero estas y otras consideraciones vendrían más tarde, cuando montara mi propio restaurante en el barrio de San Ángel, de regreso en la ciudad que me vio nacer. Para entonces había recibido noticias inquietantes y supe que debía reemprender el camino de vuelta: el antes vigoroso corazón de mi tutor había fallado y ahora debía someterse a una cirugía de pecho abierto.