IV
Nadie tuvo que contarme de Caperucita y el lobo. Advertirme como a la pequeña niña: “Cuidado con los extraños” porque lo supe por cuenta propia. A los nueve años mi vida dio un giro inesperado. Para decirlo sin dilaciones, Joaquín y Camila se accidentaron en una carretera camino a Puerto Escondido. Allá habían ido a reencontrarse pues luego de años de casados por fin la hiel de la rutina había hecho mella en sus vidas. Para que nada los distrajera del sueño de recuperar su paraíso matrimonial, me encargaron con una pareja de amigos, que eran también mis padrinos de bautizo. No es que para mis padres fuera importante la cuestión religiosa, pero como muchos, cedían a los rituales heredados de sus familias casi como un compromiso social.
Después de leídas las disposiciones testamentarias, supe que Rodolfo y Mirna también serían mis tutores. Una noticia en absoluto extraña pues se trataba de los mejores amigos de mis padres, a quienes los abuelos y los tíos veían como una parte más de la familia. Como no tenían hijos, dispusieron que viviera con ellos en su casona de Coyoacán, así que la estancia temporal que se había programado para unas semanas, pasó a ser mi residencia permanente.
Por supuesto extrañaba a mis padres, pero si he de ser sincera, mis tutores se esmeraron por prodigarme atenciones para que el trago fuera menos amargo. Mirna también era bióloga como mi madre, daba clases y trabajaba en el jardín botánico al sur de la ciudad y tenía pasión por las plantas carnívoras. De hecho, en una terraza interior de la casona había creado un hábitat completo con sus preferidas. Aprendí a conocerlas y a cuidarlas: en primer lugar, varias droseras o “rocío de sol”, llamadas así por las gotas viscosas que secretan para atraer a sus presas. (Cuando Mirna me presentó su ejemplar de Drosera rotundifolia, me dijo que fue la que despertó en Darwin la pasión por las plantas insectívoras, a las que calificó de verdaderos “animales disfrazados”, y causa también del tratado que sobre las mismas publicó en 1875, después de quince años de investigaciones.) También tenía diversas byblis o “arco iris” por las puntas iridiscentes de sus pilosidades asesinas; la muy díficil de cultivar Darlingtonia californica, mejor conocida como “Lily Cobra”, sólo reservada para coleccionistas experimentados, pero fascinante por su apariencia de serpiente cobra a punto del ataque; varios tipos de pinguicula con sus hojas carnosas en roseta, y mi predilecta, la Dionaea muscipula, mejor conocida como la “Venus atrapamoscas”.
Una vez que me enseñó a cuidarlas, Mirna se podía olvidar de mí mientras les prodigaba los cuidados de humedad y tierra especial como el musgo molido canadiense, adicionado con perlita o agrolita para su crecimiento, pero también porque me podía pasar horas observándolas, mirándolas fingirse inertes y dormidas hasta que un insecto, atraído por las delicias de sus néctares, se posaba entre sus hojas o tallos aterciopelados.
Decía que la Venus era mi consentida, porque algo de un misterio cárdeno se me revelaba entre sus valvas carnosas, la suculenta labia de un sexo secreto que se ofrecía sin recato. El hecho de que en sus bordes hubiera una suerte de púas o pestañas que se entrelazaban cuando la anhelada presa se paseaba en el interior de la vulva rosácea, provocando un espasmo de gula, no hacía sino acentuar el horror y la fascinación que esa boca lúbrica y vegetal me despertaba.