XIII
Todo marchaba según su ritmo propio. Siempre había sacado buenas notas en el colegio sin necesidad de esforzarme, así que mantuve la costumbre porque además intuía que de ese modo nadie se atrevería a meterse conmigo. Cada mes visitaba a la abuela y asistía religiosamente a las fiestas familiares. Con mis tutores la vida era más sosegada de compromisos, dadas las eventuales reuniones con sus amistades. Fue idea de Mirna que retomara las clases de ballet que se habían interrumpido con el accidente de mis padres, y más tarde la abuela, al enterarse de que seguía manteniendo buenas calificaciones en el Liceo no obstante los percances, decidió premiarme con una membresía en un club hípico del Ajusco. A la academia de baile acudía dos veces por semana y no tenía más que caminar un par de cuadras, pues se encontraba en el mismo barrio de Coyoacán, pero al club hípico había que ir en coche. Casi siempre me llevaba Tobías, el chofer de Rodolfo, pero otras me acompañaba mi tutor.
Creo que siempre he sido muy reservada con mis gustos y pasiones. No recuerdo haberle mencionado a la familia de Camila mi fascinación por los caballos, pero es un hecho que los ojos me delataron. La abuela debió de darse cuenta cuando me llevaron a la exhibición de uno de mis primos que había dejado los alevines y ahora montaba como un pequeño jinete, dominando el passage y otros ejercicios de reprisse. El caballo y él estaban tan perfectamente compenetrados uno con el otro que parecían un único centauro poderoso y mágico. Por supuesto anhelé sentir entre mis piernas esa docilidad musculosa y palpitante. Y cuando, al final del año escolar, mi abuela me sorprendió con la inscripción en la escuela hípica, salté de gusto pero también me di cuenta de que debía andarme con cuidado, no fuera a ser que ella o los otros se percataran de ese horizonte indefinido de deseos que a menudo me galopaban por dentro y que siempre supe debía mantener lejos de la mirada de los otros.