XXV

Pero no visité la Casa de la Cascada con Max. Cuando regresó a Filadelfia me invitó a que me fuera con él, sólo que en ese entonces yo no era mayor de edad y hubiera tenido que conseguir un pasaporte falso y ponerme en riesgo de que me localizaran mis tutores. Preferí esperar. Hubo otros hombres mayores mientras mantuve mi refugio en el Caribe. Un canadiense, un belga, un portugués entre los que más dejaron huella. Y Lucca, que en su papel de propietario y chef de La Dolce Vita permaneció a la sombra y sólo se decidió a aproximarse mucho después. Lucca tenía un cuerpo vigoroso a pesar de que era un hombre entrado en años. Solía emitir un gruñido sordo que le brotaba de las entrañas hasta la garganta cuando hacíamos el amor. Como los dos éramos amantes de la cocina no resultó extraño que termináramos amándonos entre las cacerolas y la cuchillería, las viandas y las salsas, una madrugada en que lo ayudaba a concluir un pedido especial para un congreso de inversionistas del sureste. Estaba casado y tenía dos hijas adolescentes a las que adoraba, aunque ellas sólo se mostraran condescendientes cuando necesitaban pedirle algo. Supongo que estaba sediento de cariño filial porque conmigo siempre fue especialmente afectuoso, primero cuando Joël y Richard, que eran sus amigos, me presentaron con él y Lucca aceptó hacerme una prueba para el puesto de ayudante, y terminó enseñándome secretos de la gastronomía mediterránea. Después, en una de nuestras sesiones amatorias, cuando ensayábamos unos ravioles de cochinita pibil que se me ocurrió glasear con un jarabe de limas, y vertió una macedonia sobre mis senos y mi vientre desnudos para devorarla sin usar las manos, porque así jugábamos a veces. La macedonia la había preparado yo, variando la receta tradicional, y él la había encontrado de un toque exquisito. Entonces, en medio de los nanches y los trocitos de pitaya y mientras sorbía de mi pubis el jugo de manzana con licor de cassis y una pizca de cardamomo que había yo adicionado como una nota especial, comenzó a embestirme. Aún descansaba la cabeza sobre mi vientre cuando me aleccionó como un buen padre:

—Artemisa, piccola mía… Viaja y estudia la alta cucina. Verdaderamente tienes el talento.