XII

Supongo que también para Rodolfo fue un descubrimiento atisbarme entre la espesura. O mirar hacia sí mismo y contemplarse el corazón palpitante en el claro de su propio bosque, circundado por los ojillos al acecho de sus prejuicios y temores. Pero entonces se impuso el sonido sordo del viento sobre el río, entre los árboles, ululando y tomando cada vez más fuerza.

A lo largo de mi existencia después de escapar de la casona de Coyoacán, conocí otros bosques y me topé con lobos de muy distinta índole, pero en muchos de ellos debo reconocer que más bien había corazones de lobeznos. No se me malinterprete. No pretendo exonerarlos de su propia responsabilidad. Sólo que, al mirarlos frente a frente y contemplar sus ojos de instintos salvajes como los de un niño, debo confesar que, al menos frente al surgimiento del deseo, somos todos absolutamente indefensos y puros.

Al principio, Rodolfo se contentaba con llevarme por el camino largo. Y cómo no, si él mismo iba descubriendo el terreno, abriéndose a las posibilidades del juego, situándose ante la magia desbordante de lo desconocido. Y ese choque inenarrable que produce la fascinación ante la inocencia compartida. Esa vez, con la Casa de la Cascada, podía sentir la mirada de Rodolfo sobre mis hombros y mi pelo, a la espera de que me volviera para colocar los sillones de la galería principal y entonces atisbar por uno de los ventanales mis ojos volcados en la tarea de decorar la casita. Bastaba que yo también lo mirara para que una alegría volátil nos acercara y nos recorriese, todavía sin tocarnos siquiera.

Como la vez en que invité a un grupo de amigas del Liceo a la casa porque les había hablado de las carnívoras e insistieron en conocerlas. Consiguieron permisos de sus padres para visitarme un sábado por la mañana. Eran cinco en total y Mirna se comportó como toda una anfitriona-bióloga en regla, impartiendo a mis compañeras una pequeña conferencia sobre su historia, taxonomía, cultivo, distribución, curiosidades a partir de sus nombres y hábitos. Datos que por supuesto yo ya conocía, pero era una delicia escuchárselos de nuevo y verla en acción con sus dotes de maestra experimentada que además luego nos invitó a trasplantar algunas muestras de Drosera y Venus para que mis compañeras pudieran llevárselas a sus casas.

Rodolfo permaneció todo el tiempo acompañándonos desde el umbral de la terraza. Creo que no se acercó más ni se mezcló con nosotras porque así podía contemplar el cuadro completo: los rostros curiosos, los movimientos al borde de la plenitud, las risas y el goce a la primera provocación, la voracidad por saciarnos sin dilaciones. A la distancia del recuerdo, vuelvo a atisbar su rostro sumido en el asombro y a la vez radiante, como si lo hubiéramos convidado con el solo acto de mirar a contagiarse de una inocencia animal que alguna vez experimentó él mismo cuando fue cachorro.