XXIII

El Moldava es un río que atraviesa la ciudad de Praga pero nace en zonas boscosas de aguas salvajes que dieron origen a una galopante sinfonía: la misma que yo escuchaba con Rodolfo cuando jugábamos con la Casa de la Cascada. Escuchar esos acordes voluptuosos que evocan el curso del río, sus sinuosidades, remansos, ímpetus y caídas, tiene el poder de situarme en el centro de mi propio bosque, ahí donde vuelvo a ser una pequeña que descubría los remolinos de la piel y del deseo, ahí donde palpita el corazón de un lobo hambriento que te come y transpira y delira… no afuera sino dentro de tu propio ser.

Fue Max quien me aclaró que la casa estaba en un bosque de Pensilvania, a una hora de su ciudad natal, y no en Checoslovaquia como había creído por la sinfonía del Moldava que escuchábamos Rodolfo y yo, cuando jugábamos “a la casita”. Había sido declarada patrimonio americano desde los años sesenta y en la actualidad era un museo y residencia para estudiantes y maestros de arquitectura. De hecho él la conocía muy bien, porque era uno de los paseos que las high school y las excursiones turísticas establecían como sitios destacados para visitar.

Max era un hombre retirado que viajaba cada invierno al Caribe en busca de sol y compañía. Cuando lo conocí en Playa del Carmen llevaba yo meses trabajando en la cocina de un restaurante italiano. No sé qué suerte de magnetismo u orfandad me obligaba a relacionarme con hombres y mujeres mayores que a la postre terminaban por albergarme y cuidarme, y la verdad es que siempre tuve suerte en mis elecciones.

Antes, cuando decidí escapar del hogar de mis tutores y, entre aventones y autobuses, llegué sin proponérmelo a ese paraíso de veraneo, pude sobrellevar la vida gracias a una pareja de artesanos y joyeros que ofrecían sus diseños a los turistas y que me enseñaron a fabricar pulseras y collares. Fueron ellos los que primero me brindaron un espacio en la casita que tenían en las afueras del pueblo. Joël e y Richard eran un par de cincuentones a los que la vida había reunido de muy jóvenes en el mítico San Francisco y que después habían deambulado por varias playas del país hasta asentarse en esa zona del Caribe mexicano. Apenas me vieron descender del autobús con mi mochila al hombro y la mirada curiosa pero a la vez tímida de quien no conoce el terreno que pisa, se percataron de que en realidad andaba perdida. Claro que yo fingía dominar mis pasos y la dirección del camino que tomaba. Y tan fue así que sólo hasta un par de semanas después, ya que nos habíamos encontrado y platicado varias veces en las playas y en los restaurantes y en el andador de comercios y artesanías, se animaron a decirme que dejara el hostal donde me albergaba y donde por cierto estaban a punto de terminarse mis ahorros, y que me fuera a vivir con ellos por lo menos una temporada. Y cómo no iba a irme con ellos si por más que disfrutara de mi nueva libertad, lo cierto es que a los quince años era todavía una mocosa necesitada de cariños y protección por más que me las diera de saber andar sola en el bosque.

Pero con Max, a quien conocería meses más tarde, las cosas fueron diferentes. Fui yo quien lo reconocí a él. Siempre me pasó así con los hombres que siguieron después de Rodolfo. Si tenía ojos tan grandes, para algo debían servirme. Verlos y saber de inmediato. Atisbarlos desde la espesura, confundidos en su condición de hombres comunes, con un ansia de ser protectores y poderosos pero en realidad tan inermes frente a los designios del hambre.