VII

Recordaba a Rodolfo y a Mirna desde mi primera edad. En las comidas familiares, en los aniversarios, en las navidades, en los fines de semana en que nos visitaban en la casa de descanso de Tepoztlán. Como eran mis padrinos de bautizo, acostumbraban hacerme regalos espléndidos. (La primera colección de cuentos infantiles de Charles Perrault, en una bellísima edición de lujo, con cantos dorados e ilustraciones antiguas, me la obsequiaron ellos, pero se había quedado embodegada con otras pertenencias que no llegaron a la casona de Coyoacán.) Mirna siempre me pareció una mujer elegantísima, me encantaban sus pashminas de colores vívidos lo mismo que los rebozos que combinaba con ropa más casual, consiguiendo un efecto como de princesa del medio oriente contemporánea. Claro que yo sólo la veía bonita, pero era Camila la que no se cansaba de elogiarle el estilo innovador. Y era a Mirna a quien mamá consultaba cuando quería causar un efecto especial para una cena con nuevos socios de papá, o la vez que le otorgaron un reconocimiento en la Universidad por un estudio de setas de la Marquesa que tuvo resonancia en cierto ámbito científico internacional. Mirna era elegante pero fría, lejana, ausente: una estatuilla de Lladró hermosa e inaccesible. En todos los años en que permanecí con ella y su marido, que no fueron tantos pues escapé antes de cumplir los dieciséis, nunca les escuché trenzarse en una lucha animal de poderío y amor. Por más que me acercara a su alcoba a medianoche y pegara la oreja cuando Rodolfo se había visto durante la cena más solícito de placeres, jamás escapó de esos muros ni el más leve rumor. Tampoco es que mi tutora fuera malvada: conmigo era cordial y amable, sobre todo cuando fue reciente el duelo por mis padres, pero yo, acostumbrada a la carnalidad de Joaquín y Camila, echaba de menos esa fiebre amorosa que me vestía aunque estuviera desnuda y que ahora extrañaba como un ropón que me guareciera y me calentara, especialmente en las noches frías como la temperatura de mi alma.


Pero el caso de Rodolfo siempre fue diferente. Apenas llegaba a visitarnos a casa de mis padres y me veía mirarlo con una alegría que rayaba en la fascinación —mis ojos grandes debían de decírselo sobradamente—, me alzaba en el aire o me sentaba en sus piernas, rodeándome con sus brazos cubiertos de una pelusilla acogedora. Y cuando no podía hacerlo porque estábamos en un espacio más solemne como una iglesia, o una cena en casa en la que por mi edad yo no debía estar presente, entonces desde la distancia me guiñaba un ojo. Yo podía enloquecer de felicidad, pues percibía que aquel o era una caricia alada. Un ojo que así se entrecierra es también una boca que envía un beso y una promesa.

Sólo que al principio, cuando el asunto del accidente de Joaquín y Camila, mi tutor se comportó de modo distinto. Seguía siendo cariñoso pero a la vez distante. Tal vez fue por el duelo de los amigos desaparecidos, tal vez por la responsabilidad de una hija que no estaba planeada en su vida, o tal vez porque la proximidad de la pequeña había hecho crecer la espesura de un bosque que no se sabía que ahí murmuraba, adentro y en derredor.