XXIX

Aunque seguí visitando el local de materias primas no volví a encontrar a Mara. Pregunté por ella a la otra dependienta y me informó que alguien de su familia se había puesto mal, por lo que había partido a Andalucía sin fecha de regreso. Así que fue toda una sorpresa encontrarla meses después, invitada por Miquel a la reunión que me organizó para festejar mi cumpleaños número 21 y a la que acudieron amigos artistas y galeristas suyos y amigos de la escuela Irizar míos.

—Te dije que te tenía una sorpresa… —comenzó a decirme cuando me puso a Mara enfrente—. La encontré el otro día sirviendo canapés en la feria de arte del Kursaal y yo sé que os caísteis muy bien…

Así fue como Mara entró en nuestras vidas. Porque al poco la incorporamos a nuestros paseos, a los conciertos, al cine y a las sesiones que tenía yo en el apartamento para practicar mis tareas de gastronomía. Tampoco fue extraño que una tarde de lluvia nos amáramos los tres después de compartir un menú de comida mexicana tradicional que ellos me habían insistido preparar, en el que incluí un manchamanteles y un tamal azteca con ingredientes locales y que acompañamos con abundante tequila. Ni que prácticamente se mudara a nuestro piso y, cuando no dormíamos los tres juntos, ocupara el cuarto de las visitas.

El asunto con Mara era una cuestión de piel. No lo sabía entonces pero bastaba mirarle esa capa brillante y elástica, exaltada en las aspas de los omóplatos, en el vórtice de la cresta de Ilión, en la tersura de las rodillas, para abismarse en un flujo de corrientes encontradas: el impulso de perderse en ella y a la vez subyugarla. Era un deseo innombrado pero tan imponente que te desarmaba hasta el punto de sólo querer fundirte, un adentrarse en la enramada, volverte un rumor en fuga. Como si los poros de la piel se agigantaran y se poblaran de bocas y ojos que reclamaran abrevarte. Un coro de sangres inundando las playas, las grutas, las tundras, los bosques, las selvas interiores. Y la tentación acariciándote por dentro con sus dedos sutiles y apremiantes: “cómeme”, “bébeme”, “hazme tuya”, “vuélvete mía”, increpaba en murmullo creciente… Un día no pude resistirlo y mordí la manzana.

Miquel debió de haber creído que había yo actuado por celos porque lo cierto es que él y Mara cada vez se llevaban mejor en la cama y terminaba yo relegada. No sabía él lo importante que era para mí ver, alimentarme con la mirada. Hasta que en aquella ocasión los ojos no fueron suficientes y con labios y dientes me apresté a probar la carne suculenta.

En respuesta, Miquel se abalanzó sobre mí para evitar que le hiciera más daño a Mara, que aullaba de dolor. Revisó la huella sangrante que mis dientes habían dejado en la piel amada y entre golpearme y correr al botiquín de primeros auxilios, se decidió por lo segundo. Armado de alcohol y compresas procedió a desinfectar la herida, mientras Mara lanzaba miradas lastimosas con los ojos arrasados de lágrimas. Luego telefoneó a un amigo médico que sugirió un antibiótico y un analgésico. Todavía recuerdo que cuando le explicó lo que había pasado, dijo:

—Una perra mordió a Mara… No, no tiene rabia pero le enterró los dientes con saña.