XXVIII
El encanto de Miquel era que te complacía como un papá generoso, se adelantaba a cualquier deseo o apetencia posible, incluso antes de que uno hubiera descubierto que ahí anidaba en su interior. Fue exactamente lo que pasó con el asunto de la Casa de la Cascada y con otros deseos profundos que me despertó. El problema con Miquel es que así como se prodigaba terminaba por cansarse. Para entonces o a la par empezaba a viajar solo, a olisquear el horizonte hasta dar con una cierva nueva en la espesura. Entonces sus astas comenzaban a crecer y a enramarse y cuando venías a ver era otra vez un ejemplar electrizado por el instinto: un ciervo en brama, un toro poderoso, un lobo experimentado en sangres. Solía montarme por atrás hasta que era yo la que terminaba por pedir sosiego. No he conocido otro hombre con más poderío y urgencia —y vaya que no han sido pocos los que han trasegado conmigo los pastizales.
Cuando nos separamos acababa yo de terminar el segundo año en la escuela de cocina Irizar en la que me había inscrito, frente al puerto deportivo, a unos pasos de Playa de la Concha. El mismo Miquel me ayudó a encontrar un piso con uno de sus amigos del circuito de galerías de arte donde se desenvolvía como un dealer exitoso. La verdad es que al principio lo eché mucho de menos. Pero tal vez no más que a Mara porque ella era/
No, no fue exactamente así… Va de nuevo: El encanto de Miquel era que te complacía como un papá generoso, se adelantaba a cualquier deseo o apetencia posible, incluso antes de que uno hubiera descubierto que ahí anidaba en su interior. Fue exactamente lo que pasó con el asunto de la Casa de la Cascada y con otros deseos profundos que me despertó. Por ejemplo, yo no sabía hasta qué punto había deseado tener una hermana. Como hija única, alguna vez había fantaseado con una gemela que se vistiera como yo y que fuera mi cómplice al grado de que una pudiera sustituir a la otra. No creo habérselo mencionado a él, pero un día que me acompañaba al mercado de la Bretxa a comprar materias primas para la clase de repostería internacional, nos topamos con una dependienta a la que no pude quitarle los ojos de encima: sin ser una copia exacta, teníamos un increíble aire de familia. No lo he dicho antes pero la familia de Joaquín, mi padre, provenía de Málaga. Supongo que algo de sangre gitana pervive en mi piel aceitunada, en la cabellera rizada y sobre todo en los ojos grandes y almendrados, que es lo primero que la gente recuerda cuando me ha visto. Pero el hecho es que ahí frente al mostrador de levaduras y sustancias químicas, ver a aquella muchacha fue como asomarme a un espejo de agua: una imagen distorsionada por las ondas pero bastante fiel en sí misma. La misma estatura y complexión, la misma melena rizada, los mismos labios suculentos aunque sus ojos grandes eran menos hambrientos. Me preguntaba qué tanto una persona así podía ser semejante en los asuntos del alma. Era tan evidente el parecido, que incluso Miquel exclamó:
—Hostia… pero si parecéis hermanas.
Sonreímos y nos preguntamos los lugares de procedencia. Ella de Algeciras, yo le dije que de la Ciudad de México. Quedamos de tomarnos una caña y platicar otro día. Pero el reencuentro con Mara no sucedería sino hasta meses después, de una manera bastante inesperada, como suelen ser los encuentros con las otras Caperucitas en el bosque.