XVI

La cosa es que cuando estás en medio del bosque no sabes lo que va a pasar. Hay emoción y dicha de por medio. Intrepidez y temeridad para brincar las cercas y salirse del camino. Tú juegas y te balanceas en una ondulación de goce expansivo, un vaivén entre tocar y alejarse, preguntar y callarse, besar y retirarse y volver a besar. Pero nunca imaginas que las cosas se te puedan salir de las manos. Tú no sabes lo que va a pasar porque el deseo es para ti una exploración y un arrojarse al río. El lobo, si es lobo, cree que lo sabe. Pero en realidad tampoco sabe lo que va a pasar.

Ya no era yo tan pequeña como para que me leyeran en la cama pero me dio por pedirle a Rodolfo que lo hiciera. Me seducía escuchar su voz grave, la entonación para dar curso a la historia, las pausas que me situaban a la orilla del precipicio o el ritmo creciente cuando se desencadenaba una escena crucial… Sobre todo me encantaba que me obedeciera, que bastara mirarlo y fijar mis ojos en los suyos para que se plegara a mis deseos porque tenía poder sobre él. En realidad era un estira y afloja, porque cuando subíamos a la torre y elegíamos leer poemas, era yo la encargada de decírselos a él y debía repetirlos hasta que Rodolfo no encontrara ni el más leve asomo de dramatismo o grandilocuencia, sino esa voz sólo mía y personal con la que, según él, debían leerse todos los versos. En general eran historias y versos inofensivos, de esos que se destinan para un público infantil y juvenil con los que nos entreteníamos. Pero un día en que subí sola al estudio, encontré en la mesilla junto al reposet donde mi tutor acostumbraba leer para sí, un libro peculiar. Se trataba de una antología de poesía amorosa y en la cubierta se mostraba una imagen delicada y a la vez perturbadora: una mujer desnuda en los brazos de un muchacho que intentaba besarla y al mismo tiempo acariciaba uno de sus senos, dejando entrever el pezón redondo entre sus dedos. Recuerdo que los dos amantes, torcidos en una postura como de remolino, sus bocas a punto del beso, parecían ajenos al teatro del mundo, inmersos en la pasión hipnótica que les raptaba el alma y los sentidos. No pude apartar los ojos de la imagen durante varios segundos. Con la mirada abrevaba de ese río de luz de sus cuerpos imantados de deseo, repasaba el tacto de la mano del joven sobre la redondez indómita de esa fruta prohibida, relamía los labios que compartían un mismo aliento.

Cuando pude reponerme, me asomé entonces al interior del libro. Leí varios poemas y aunque no los entendí del todo, sentí que me precipitaba en una corriente de murmullos que ensordecían la piel y me desataban un hambre desconocida, una urgencia que pedía más y más, pero que, paradójicamente, se colmaba con solo sentirla. Tal era su intensidad.

Estaba tan embebida en mis emociones que no percibí su llegada.

—Ahora entiendo por qué estabas tan calladita… —me dijo Rodolfo tan pronto vio el libro en mi regazo.

Así sorprendida, dirigí entonces la mirada hacia su voz. La tarde había caído y sólo el cono de luz procedente de una lámpara de pedestal marcaba una zona de penumbra alrededor, de tal modo que él me podía ver a mí, pero yo no a él. Quién sabe cuánto tiempo llevaba ahí observándome en mi agitación, en mi descubrimiento, en mi necesidad. Lo busqué en la penumbra con mirada incierta. Entonces me dijo:

—Ay, loba, qué ojos más grandes tienes… Y se acercó hasta mí para tocarlos y besarlos. Mis ojos, que tanto placer me procuraban apropiándose de lo que tenían a su alcance, ahora eran depositarios de tales caricias. No sabía que el hambre apenas empezaba. Rodolfo se apartó y permaneció inmóvil y expectante.

No lo dijo entonces, pero sus labios levemente temblorosos parecían murmurar:

—Cómeme… Por favor, cómeme…