XLIV

Preferí volver a mudarme y cambiar de rumbo en la ciudad. Frente al departamento adonde me instalé había un parque frondoso con un arroyuelo y un puente. A mí me gustaba merodear por sus senderos de gravilla y hojas caídas que de pronto se volvían silenciosos, ajenos al correr de ciclistas y paseantes. Un día que reparaban uno de los estanques cubrieron con tapias de madera la zona cercana al puente. Se toparon con un problema de desagüe mayor, así que las tapias se fueron volviendo parte del paisaje durante meses. Tal vez para integrarlas mejor la gente comenzó a cubrirlas con mensajes y graffitis. Así le fui siguiendo la pista a “W”, que dibujaba lobos y caperucitas o escribía mensajes alusivos. El primero de ellos, aquel “Bésame sin labios” en el interior de un gran ojo vigilante, me sorprendió de veras. De “W” había visto varios diseños de aerosol difuso que de pronto se perfilaban en fauces enormes; o la dulzura de trazos de una niña que acariciaba a una bestia como si fuera un gatito… Pero serían sus frases ambiguas y a la vez certeras, las que me fueron guiando a su encuentro. “Bébeme sin sed” fue la segunda señal en el camino. Entonces me decidí a seguirle el juego. Preparé unos bocadillos con un pan que yo misma había horneado con forma de labios, dispuse una botella de vino y los coloqué en el interior de una canasta. Salí en la madrugada a dejar mi ofrenda y la deposité en una de las bancas de madera más próximas a su último mensaje, a riesgo de que cayera en otras manos. Tras varios días de silencio, apareció un nuevo graffiti, un “Desgárrame a caricias” que surgía del interior de una canasta con forma de boca. Esa noche regresé con una nueva cesta, pero en el interior no puse comida. La coloqué a un lado y me dispuse a esperar en la banca. Al poco rato apareció un joven de brazos tatuados y una cabellera de rastas, que también llevaba una cesta de cuyo interior surgían las tapas de varios botes de aerosol. No había duda de que era “W”. Me levanté de inmediato y lo saludé con una sonrisa, al tiempo que levantaba la cubierta de mi cesta y lo invitaba a meter mano.

Se firmaba “W”, según me enteraría más tarde, porque con esa letra comenzaba su nombre, pero también porque jugaba con la inicial de la palabra inglesa para decir “lobo”: Wolf. Yo preferí decirle Míster Wolf por más que fuera tan sólo un mozalbete, eso sí con la intrepidez de un predador y la cabellera de rastas que lo volvía más salvaje. Fue la primera vez que me relacionaba con alguien más joven que yo. Pero no era ningún inexperto. A sus veintitantos había acumulado más conocimiento en materia de parafilias que todos mis amantes juntos. Por él conocí, por ejemplo, el arte del fisting, esa gloria de tenerlo por fin todo en tu vientre, de “engullirte” a tu amante, o de que él toque en ti una piel más profunda y sublime —pero cuánto desasosiego provoca ese Paraíso interior.

De oficio tatuador, Míster Wolf dibujó para mí una estilizada boca con alas que grabó en la parte baja de mi espalda.

—Listo, Artemisa… Para que también comas con la mejor parte de tu cuerpo —me dijo cuando daba los toques finales.

Aparte de tatuador, Míster Wolf era gran aficionado a los hongos alucinógenos. Bajo su supervisión hice algunas pruebas gastronómicas con nuevos platillos para añadir la dosis justa que potenciara el placer del hambre y el acto de devorar a niveles de comunión cósmica con un grupo selecto de comensales que se animó a participar. Fue una verdadera pena que no regresara de un viaje a Huautla adonde acostumbraba surtirse de los hongos sagrados. No sé… tal vez terminó convertido en lobo y aullándole a la luna. En todo caso, lo recuerdo a diario, al menos hasta que me decida a cambiar los graffitis con que le pedí que ambientara la sección de la terraza de Corazón de Lobo. En uno que decora la parte central hay una Caperucita en la cama con el lobo. Se trata de una niña como de animé, con ojos enormes, desquiciados, que le ruega a un lobo embobado: “Devórame sin labios”.