XXXIV

Poco había sabido de mis tutores en aquellos años de peregrinación y aprendizaje. Los había vuelto a ver, al igual que a la abuela y la familia cuando, recién estrenada la mayoría de edad, reclamé el asunto de la sucesión testamentaria. Después viajé a San Sebastián con Miquel y sólo tuve contacto primero por carta y luego por correo electrónico. Cuando me enteré de la muerte de la abuela, creí que tal vez debería viajar a México, pero tras pensármelo un poco, me pareció inútil. Ya no llegaría a su sepelio ni a su entierro, me toparía con parientes con los que no compartía más que un apellido y quizás algún rastro de sangre. Pero en el caso de Rodolfo todo fue diferente. Apenas saber que su vida corría peligro, fue suficiente para que le vendiera mi parte a Nicola y abandonara la Cucina Vorace, con todo lo exitosa que había resultado, al grado que se había corrido el rumor en Lecco y los alrededores de su buena parrilla de sabores salvajes. Si lo había podido conseguir en el norte de Italia, me decía, ¿por qué no podría intentarlo en mi país, más cerca del bosque en donde gravitaba mi deseo? Porque tuve que reconocer, ante el amago de la muerte de mi tutor, que aunque no lo mencionara o pareciera no recordarlo, siempre su hálito predador palpitaba en mis entrañas, en lo profundo de mi propia hambre y mi corazón.