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Mirna siempre estaba embebida en su trabajo. Como muchos hombres y mujeres de ciencia, tenía la capacidad para abstraerse y vivir feliz en el mundo de sus investigaciones. La primera vez que recuerdo haberla escuchado hablar de las plantas cuando aún vivía Camila, ambas trataban de convencer a Joaquín de la necesidad de reciclar materiales plásticos para su fábrica y contribuir así a la preservación de los llamados ecosistemas.

Papá se hacía el remolón, supongo porque le gustaba verlas exaltadas. Y es que, entre más vehementes, podían ser más intensas y bellas. 

—Pero, Joaquín, hay que equilibrar nuestra relación con la naturaleza… —alegaba mi madre—. Derribamos árboles para construir casas, rebanamos verduras para hacer ensaladas, extraemos esencias vegetales para preparar medicinas y perfumes, desangramos árboles de arce para fabricar miel de maple, y quemamos troncos para hacer fogatas. Nos alimentamos de frutos y hojas. Incluso, las fumamos…

—Sí… De hecho esta mesa de madera donde estamos comiendo —sugirió a su vez Mirna— sería menos hermosa si no estuviera adornada con un ramo de flores, es decir, con los órganos sexuales de algunas plantas.

Joaquín y Camila, que eran tan sensibles al tema de la carnalidad, cruzaron miradas, sorprendidos por aquel inusual atisbo de sensualidad en mi madrina. Cuánta penumbra propia no se ocultaba bajo la superficie distante e inofensiva de muñequita de Lladró de la que después sería mi tutora.


Pero Mirna tenía una peculiar forma de exaltarse y apasionarse a niveles lúbricos que con el tiempo pude descubrir. Por supuesto, tenía que ver con la biología. Cuando me empezó a hablar de las carnívoras, por ejemplo, me explicó el ciclo de la fotosíntesis en plantas normales, en las que las raíces absorbían del suelo agua y minerales. Por su parte, las hojas tomaban del aire el bióxido de carbono que, gracias a la clorofila y a la luz del sol, transformaban en carbohidratos necesarios para su crecimiento. Pero las carnívoras eran superplantas —y aquí, Mirna me hablaba de ellas con la sonrisa de una madre orgullosa— porque crecían en suelos deficientes de minerales. ¿Qué hicieron entonces? A su alrededor revoloteaban pequeños paquetes de minerales y nutrientes, como píldoras vitamínicas con patas y alas… Entonces todo lo que había que hacer era absorber esos regalos del cielo a través de sus hojas, del mismo modo que las plantas comunes solían hacerlo a través de las raíces.

—Por eso… —decía mi tutora mientras me señalaba en un libro la imagen de una Sarracenia rubra que por aquellos días se proponía cultivar— es que las carnívoras son tan extrañas y hermosas. Porque sus hojas y flores tienen que volverse verdaderas trampas seductoras capaces de atraer y devorar a sus presas.

“Mira qué enhiestas y turgentes son estas trompetas encarnadas a punto de explotar. De sus flores emanan mieles con aroma de cerezas oscuras. Y cuando un insecto se siente atraído por ellas y se introduce a través de la sugerente boca de labios lanceolados y luego recorre su larga y erecta garganta hasta el final, ya no hay punto de fuga. Embriagada de placer, la víctima sucumbe al asedio. Adentro, el agua de lluvia ahí acumulada se encargará de ahogarla y las enzimas que secretan ciertas bacterias harán el resto… Es todo un acto de acechanza, entrega y amor”.

Aún recuerdo el fulgor de su mirada al acariciar los bordes de la imagen en forma de trompeta cárdena. Y era ardiente esa mirada.

De hecho, ahora que nos turnamos para cuidar a Rodolfo, he vuelto a descubrir atisbos de esa mirada cuando le mostré unas líneas del Manual de flora fantástica con el que me topé en la red. Y fue hermoso contemplar cómo florecía en su rostro una sonrisa afilada mientras me escuchaba leer:

Carnívoras rosadas

Este encantador género de plantas, hijas de la Aurora, se especializan precisamente en jardines. Tal especialidad consiste, para decirlo de una vez, en su costumbre hipócrita de florecer, como quien no quiere la cosa, en los prados familiares, donde la fauna de los nidos prospera con abundancia enternecedora y apetecible: sólo comen carne sonrosada. Su gusto cruel se agrava con este censurable racismo. Tienen hojas transparentes —y rosáceas— que llaman a la caricia sobre todo a los niños muy pequeños. Florecen tarde, generalmente en invierno; y es entonces cuando su condición de lobos vegetales sale a la luz. Si uno acerca la vista al centro de sus flores, tan encendidas como las de Nochebuena —pero eso sí más bellas—, puede alcanzar el tufo lejanísimo de rastro o de matanza, y percibir las gotas de sangre fresca sobre los pistilos, como una baba dulce que juega en estos monstruos el digestivo y sápido papel de la memoria.

EDUARDO LIZALDE