XVIII

Pero tal vez no fue exactamente así. Era noche cerrada, eso sí sin duda. Tobías, el chofer de Rodolfo, hacía horas que se había despedido llevándose a su mujer, que por entonces cocinaba en la casona. Era cierto que yacíamos recostados en el sofá de la torre como cuando leíamos o veíamos una película. Los cuerpos perfectamente vestidos pero en confianza, cercanos, familiares, nadie hubiera sospechado que no éramos más que un padre y una hija amorosos que comparten tiempo y diversiones juntos. Rodolfo insistía en que me fuera a dormir, ya no eran horas para que una jovencita como yo estuviera despierta, por más que fuera sábado. Y yo a replicarle que leyéramos un poema más. Rodolfo amenazaba con guardar la antología para siempre porque al fin y al cabo no era una lectura apropiada para una niña de mi edad. Pero yo sabía que en realidad se sonrojaba con mis preguntas y se sentía en aprietos cada vez que le pedía una explicación.

(—¿Pero por qué se vienen tanto? ¿Pues a dónde han ido?

—Es para llegar mejor.

—¿Por qué la masculinidad es un cetro para lamer con la lengua?

—Es para que crezca mejor.

—¿Por qué la culpa es mágica?

—Es para condenarnos mejor.)


Era mi turno para leer un poema, pues ahora nos turnábamos para turbarnos como quien se asoma a la superficie del agua y ante las ondas provocadas, esconde rápidamente la cabeza. ¿No hay acaso una cancioncilla para tantear así?

Jugaremos en el bosque,
mientras el lobo no está,
porque si el lobo aparece,
a todos nos comerá…
¿Lobo, estás ahí?

Fue entonces cuando di con el poema de la desnudez. Y ante la mirada perpleja de mi tutor, comencé a desvestirme: tu ceñidor desciñe… ¿cuál es el ceñidor? Sólo traigo un cinturón. Desprende el prendedor de estrellas… Sólo llevo un ramito de violetas de raso en el pecho. Fuera ese feliz corpiño… ¿Por qué traerían antes tanta ropa?

Recuerdo que Rodolfo se había colocado una mano frente a los ojos pero atisbaba entre los dedos cada vez que yo me despojaba de una prenda. Y entonces fingía que temblaba y se aterrorizaba como si hubiera visto a un monstruo o a un demonio. Tal vez no hubiera pasado nada más si después de las risas yo hubiera recogido mis prendas y me hubiera dirigido a mi recámara como habíamos acordado que haría después de leer ese último poema. Pero una terquedad mordiente me obligaba a persistir, a correr con el libro mientras Rodolfo intentaba arrebatármelo. Claro que consiguió quitármelo, pero para entonces el libro había dejado de importarnos.