XXVI
Fue Miquel, con quien viviría en San Sebastián, el que me llevó a conocer la Casa de la Cascada. Como un regalo inesperado —estábamos por cumplir nuestro primer año juntos— compró los boletos a Estados Unidos aduciendo que tenía que hacer tratos con un galerista de Filadelfia y me pidió que lo acompañara. Entonces le rogué que aprovecháramos para visitar Bear Run, en cuyas inmediaciones estaba la prodigiosa construcción que de niña había contemplado a manera de maqueta en el estudio de mi tutor. Por toda respuesta, me tomó las manos y dijo como un genio maravilloso: “En tu camino está la Casa de la Cascada. Y allá iremos”. Ante mi sorpresa de que supiera de ella, me dijo que me la había escuchado mencionar en sueños, hablar del bosque secreto que se guarecía en ella (“Adentro, adentro, la casa guarda un bosque…”).
Para entonces ya era mayor de edad, me había reencontrado con mis padrinos para reclamar mi herencia y había viajado a España para estudiar gastronomía. En parte por las recomendaciones de Lucca, en parte porque Miquel apareció en mi vida. Lo asombroso de Miquel era su parecido con Rodolfo. La misma altura, color de piel semejante, el mismo cabello ondulado, la misma actitud corporal de un hombre que podía guarecerte. Por supuesto que había diferencias, pero de golpe, cuando lo vi entrar a La Dolce Vita, pensé que Rodolfo me había encontrado. Entonces me atravesaron oleajes cruzados: quise huir, pero mis pasos me llevaron a su encuentro. El corazón latía susurros salvajes, un sordo precipitarse entre la maleza. Y cuando lo tuve frente a frente, con su rostro de curiosidad y sorpresa ante el movimiento de urgencia que me orillara a su lado, descubrí a otro hombre, muy parecido a mi tutor, sí, pero otro lobo.
—Perdón, me he equivocado —alcancé a balbucir.
Él sólo dijo en medio de una sonrisa acogedora:
—Para nada. Más bien has acertado.