XXX

Las cosas se precipitaron y me quedé sola en el bosque con un regusto de sangre ajena. ¿A qué sabe probar la carne amada? Apenas había alcanzado a dejar la huella de mi hambre y mis dientes en su piel, pero un sabor salvaje y dulce se mezcla ahora en el recuerdo con la transgresión sublime de haber mordido un pedazo del paraíso. Miquel me ayudó a conseguir otro espacio y luego viajó con Mara a un recorrido por las islas griegas. No volví a saber de ellos hasta que me visitaron dos guardias civiles para interrogarme porque después de seis meses de embarcados no habían dado señales de vida y la casera de Miquel necesitaba desalojar el piso para rentarlo a nuevos inquilinos. Les conté que no había tenido más noticias de ellos desde que me mudé al apartamento de la calle del Puerto, en el casco viejo, adonde había permanecido porque me quedaba muy cerca de la escuela de gastronomía. Para entonces yo acababa de presentar los exámenes de la temporada y me esperaba un stage gestionado por la propia escuela en George Blanc, el afamado restaurante tres estrel as Michelin en Vonnas, una pequeña ciudad enclavada en la región de Rhône-Alpes, alejada del mundo que en aquel entonces me rodeaba y adonde por supuesto huí para escapar de la tristeza de saber que ya no tendría a Mara y a Miquel para jugar y perdernos en la espesura de las primeras veces. (Adonde por supuesto me refugié, en medio de la práctica, en ese paraíso de la alta comida francesa, para mejor digerir el regalo que Miquel me había descubierto con Mara, para degustar en secreto la alquimia de dejarse devorar por un deseo desconocido. Esa pérdida de la virginidad que implica descubrir una parte de uno en sombra y que viene acompañada de miedo, deleite, confusión pero también de auténtica dicha.)