XXXVI

Acababa de leer algo respecto al olor de los castaños. Me intrigaba una información clandestina sobre su parecido con la fragancia del esperma que desprenden sus ramas en flor. Yo recordaba que en el Parque del Retiro había muchísimos ejemplares de castaño, así que hacia allá me precipité aquella tarde de mayo, antes de mi regreso a México, con el deseo de visitar la estatua del Ángel Caído y de cortar algunas flores de castaño y recoger algunos de sus frutos erizados de púas blandas. Sabía que eran ligeramente tóxicos pero quería probar a disponerlos confitados junto a algún corte, o secarlos, rallarlos y espolvorearlos para condimentar alguna carne. Experimentar así me había hecho encontrar posibilidades nuevas a platillos tradicionales. Por esos días un visionario de la alta cocina había dicho que la gastronomía es un estado mental… y tenía razón. El sentido del gusto nace en el cerebro y en la imaginación. Ese visionario que revolucionaría el arte culinario se llamaba Ferran Adrià y nos enseñó a todos los chefs del mundo a ser libres, a mirar más lejos o más cerca, y a no tener miedo de atrevernos. Por supuesto que había probabilidades de que el aroma de esa virilidad vegetal se perdiera al secarse o al integrarse a los alimentos, pero el poder de la fantasía puede ser inmenso. Y bastaría agregar en el menú una nota como ésta: “Criadillas de cordero al castaño: Sabores animales y efluvios florales según receta de Linneo y el Marqués de Sade” para que los comensales echaran a volar la imaginación de sus papilas gustativas y sexuales.

Y yo quería probar… así que me aventuré al Retiro aunque faltara poco para su cierre y unas cuantas horas antes de que saliera mi vuelo del aeropuerto de Barajas. Después de presentar saludos a la estatua del Ángel Caído, me adentré en el parque, seguí sus sinuosas veredas y reconocí sin aliento, a la luz vesperal de ese mayo en flor, rodeada de verdes y luminosos castaños, que el jardín entero era una oleada masculina, dulzona y amarga, y en definitiva, subyugante. La había percibido otras veces, me había puesto feliz con sus pálpitos embriagantes, pero saber ahora la razón que llevaba a tantas parejitas a besarse a la sombra de sus deseos en flor, tuvo la plenitud de esa dicha que proviene de sentir que cada cosa encaja en su lugar, que todo cobra un fulgurante sentido. Así, rodeada de esa espesura, atravesada por dardos de sol y sombra, me descubrí en el bosque de mi ser entero. Todo era posible en mi corazón como en los escondites o las grutas que guarecen a las bestias y a los niños. Me inclinaba para recoger algunos frutos redondos y con púas leves, lo mismo que adúlteras flores blancas que habían caído al suelo, para olerlas e impregnarme de sus mieles que prometían tálamos e himeneos sin tregua, cuando un lobo disfrazado de intendente se me acercó intimidante.

—Que hemos cerrado… ¿No habéis oído los silbatos?

Y al mirar mi mandil cuajado de frutos y flores me ofreció darme unas más frescas y fragantes.

—Vienes por la esencia del Marqués, ¿verdad?

Lo miré con curiosidad pero también con sorpresa: ¿desde cuándo los empleados de intendencia suelen ser tíos leídos? Porque era verdad que la historia del olor del castaño me la había encontrado en un libro de fábulas y leyendas del Divino Marqués —lo de Linneo y la espermidina que el castaño comparte con el tilo y el saúco, en la enciclopedia—. Observé que era un lobo entrado en años, con los colmillos amarillentos por el tabaco, la mirada pícara pero resignada de quien ha visto pasar sus mejores momentos. Ante mi cara de sorpresa, explicó:

—Desde que sacaron ese reportaje en el telediario sobre las plantas y el sexo, a cada rato veo gente recogiendo frutos bajo los castaños y hasta colgarse de alguna rama como simios para alcanzar las flores. Por supuesto, eso está prohibidísimo…

Y mientras hablaba fue guiando mis pasos hacia una vera del camino. Como quien no quiere la cosa, continuó:

—Pero yo levanto las flores apenas caen al suelo y las pongo a remojar en una palangana… Debíais oler qué fragancia más intensa tienen. ¿Queréis que os las muestre? Están ahí, en esa covacha de limpieza.

No sé qué mecanismo aturdidor se desató en mi cerebro. Su sonrisa era generosa y hospitalaria. Y yo quería comprobar lo de las flores flotando en el filo del agua. Su olor más penetrante. Así que acepté. Después de todo era un hombrecillo sin vigor, no podía representar ningún peligro. Y yo quería las flores más fragantes y frescas.

Entramos a la covacha. Había trebejos, podadoras, escobas y una especie de biombo que cubría la parte posterior del lugar.

—Atrás, están atrás de la mampara —dijo susurrante.

Me volví para encararlo. De modo que quería sorprenderme.

—Pero qué ojos más grandes tienes, guapa… —dijo antes de intentar echárseme encima. Esa costumbre malsana de que el deseo de uno es suficiente para avasallar al otro. Si hasta entre los leones y las hienas es la voluntad y el instinto de dos. Y por supuesto, él no contaba con los míos. Que fuera yo dócil en dejarme llevar obedecía a un propósito propio, que no al suyo. Aunque claro, después, si le hubieran preguntado, él habría dicho que yo sabía a lo que me arriesgaba entrando a un cuartucho con un desconocido. Y yo insistiría: sólo iba por las flores. Aunque podía imaginarme que las cosas tomaran otro rumbo, no era lo que yo quería. Si todo hubiera sido tan de común acuerdo, ¿por qué entonces la imposición y el uso de la fuerza? Porque viejo y todo, sacó ímpetus quién sabe de dónde y por poco me tira al piso. Pero reaccioné a tiempo. Aun en las peores circunstancias, lo único que puede perderte es el miedo. Cualquier animal salvaje con sus instintos de supervivencia bien puestos lo sabe: ante un asedio frontal, la mejor defensa es el ataque. De un solo movimiento le hinqué una rodilla en los bajos. Trastabilló, lo empujé y salí corriendo. Aún me dio tiempo de tomar un par de flores amarfiladas del balde que estaba al lado de la puerta y que no había visto al entrar. El muy lobo no había mentido del todo.