XLII

En todo corazón habita un bosque. Con sus árboles frondosos, sus musgos iridiscentes, sus cascadas y riachuelos sinuosos, sus criaturas salvajes. También pájaros que cantan a los rayos del sol que se cuelan en la enramada, y una cabaña recóndita entre el sueño y la espesura. Ahí se fraguan los deseos más poderosos, los que nos abisman gota a gota en la vida, los que nos arrojan lo mismo al éxtasis que a la disolución.

Toda yo latía ante al cuerpo inerte de Mateo. Pero me detuve, palpitante, torpe, tartamudos el pulso y el aliento. Boquiabierta, temblorosa, zozobrante frente al asomo de ese precipicio que se arremolinaba en la gotita de sangre de su oreja. Todavía se agitaban en mi memoria la carrera a bosque traviesa en el lomo de Júpiter y ese momento de revelación ante el vacío. Lo que seguía era la caída sin fin, despedirse del roce de la espesura, de recoger avellanas y flores, del juego de atisbar, asomarse y no saber si uno va a ser el cazador o la presa, pero sobre todas las cosas, del placer de compartir con otro el galopar de los instintos y la sangre.

Me di la vuelta y caminé hacia la cocina. Terminé de preparar el cordero, las sepias, las alcachofas, las setas, las coquilles St. Jacques yo sola. Cuando Mateo despertó por fin ya había amanecido. Aunque adormilado y tambaleante por la resaca, todavía desnudo, sonrió al verme sudorosa y exultante, feliz y sin culpa, en medio de las fuentes y las cacerolas, las viandas y las botellas de “Les Violettes sont les fleurs du désir” que no habíamos terminado de vaciar. Probó a picar de esto y aquello y abrió una botella más. Me ofreció un vaso pero le contesté con un gesto que yo ya había tenido suficiente. Sin decir una sola palabra fue a recoger su cámara fotográfica. Envuelto en una sábana y abrazando la botella recién abierta, lo miré salir de mi departamento y de mi vida.