XXXVIII

La noticia de la operación de Rodolfo había sido el primer aviso de vencimiento. La primera vez que su corazón fallaba. Apenas llegar a la Ciudad de México, me trasladé al hospital adonde mi tutor pasó varios días en terapia intensiva. Me turné con Mirna para cuidarlo —que con el susto y el desgaste de los primeros días, se veía muy desmejorada—. No sabía yo que las figuritas de Lladró podían cuartearse, envejecer. Sentí tristeza por ella: a final de cuentas, a su modo, había sido una buena madre sustituta para mí. Seguía siendo distinguida pero era como si hubiera perdido brillo. En cambio mi tutor seguía siendo atractivo a pesar de las canas, las arrugas y ese aire de cansancio que le otorgaba un hálito de estar más allá de todo. Pero cuando enfocaba su atención y te hacía el blanco de su sonrisa volvía a hundirte los colmillos dulces de su mirada predadora. Yo veía a las enfermeras que lo atendían por turnos y me daba cuenta del aura de docilidad, el fervor por cuidarlo o limpiarlo, con que se manejaban en su presencia. Hay lobos así, que te abren deseos de sometimiento, y de pronto ya no eres más que una corza obediente a los designios de tu propia sangre.

Mirna me pidió que me quedara en la casona de Coyoacán mientras me instalaba en forma. Reconocí algunos cambios: la terraza de las carnívoras se había convertido en un hábitat de arcilla para plantas desérticas; Rosa y Tobías ya no estaban en sus puestos; la misma Mirna, viendo que se acercaban sus días de jubilación, no paraba de aprovechar cuanto proyecto de investigación o congreso la mantuviera activa. Pero la torre seguía tan luminosa y cuidada como cuando yo solía visitarla. Aunque había nuevas construcciones a escala como un Taj Mahal con todo y su espejo de agua, una capilla de Ronchamp que simulaba el tocado de una monja, o una ondulante Casa Batlló todavía en proceso, lo cierto es que la Casa de la Cascada seguía presidiendo el espacio. Probé a hacerla funcionar con el apagador que yo sabía oculto en el área de la chimenea y el agua volvió a correr como una fuente que agitara una magia recóndita.

Rodolfo tardó varios días más en salir del hospital. Era extraño ver la cicatriz que le cruzaba ahora el pecho, ese bosque que me había guarecido cuando niña. Los ojos se me arrasaban de lágrimas sólo de pensar que alguien había tenido entre las manos su corazón. Recuerdo que cuando trabajé en Vonnas me daba mis escapadas para conocer otros lugares los días de descanso. A veces en los alrededores, como Mont Blanc con sus nubes y sus nieves tangibles como los sueños —porque cuando estás ahí, rodeado de esa blancura resplandeciente, todo te parece posible, lo mismo la felicidad que el precipicio—. Otras veces en vuelos de oferta a lugares un poco más lejanos. Así fue como visité Dublín, donde recordaría particularmente su corazón.

Recorría la catedral de la Santísima Trinidad, adonde me había metido para escapar de una llovizna pertinaz. La luz silenciosa de aquella mañana de febrero penetraba los vitrales y obligaba al recogimiento de los pocos parroquianos y los turistas que visitaban sus altares. El hecho de que fuera una catedral pequeña la hacía extrañamente acogedora a pesar de los muros de piedra medievales. De pronto en el costado derecho, una reja de metal forjado, tosca y abrupta, irrumpía en un nicho blanquísimo. En el interior, un relicario de madera oscura, de buen tamaño, con forma de corazón, que guardaba otro corazón que alguna vez había palpitado. Entonces, ante aquel objeto oscuro encarcelado, no pude sino pensar en el de mi tutor. Y deseé guarecerlo y conservarlo como un cáliz, por más que en aquel momento no sospechara que de verdad podía fallarle.