El II Cuerpo Acorazado alemán fue enviado al bosque de Gouffern, en el noreste de Argentan, para defender este extremo de la bolsa, aunque apenas pudo reunir cuarenta tanques.9 Al día siguiente, tras repostar combustible, lo que quedaba de las dos divisiones fue trasladado a la zona de Vimoutiers. El Oberstgruppenführer Hausser hizo salir de la bolsa a la 2.a División Acorazada de la SS Das Reich. Quería que hubiera una fuerza preparada para contraatacar cuando los aliados intentaran sellar el hueco. Los oficiales del ejército, sin embargo, sospechaban que aquello no era más que un mero intento de salvar a la Waffen-SS. «En otras palabras, nosotros sí que valemos para quedarnos dentro de la bolsa», exclamó el general Meindl del II Cuerpo Paracaidista cuando se enteró de la noticia. «Los de la SS saben cuidarse».10

Otras Panzergruppen fueron trasladadas a uno y otro lado del cuello de la bolsa para ayudar a que ésta no se cerrara, pero con la concentración cada vez mayor de cazabombarderos aliados en la zona, los vehículos debían permanecer ocultos en los huertos y bosques durante las horas del día. Cerca de Trun, un habitante del lugar se puso a observar a un pequeño grupo de tanques ocultos bajos los árboles frutales. Un soldado se asomó por una torreta con un violín y comenzó a tocar unos valses vieneses. Parecía como si presintieran que aquella era la calma que precede a la tormenta.11

Mientras los restos del 7.° Ejército alemán se retiraban al otro lado del Orne, el VIII y el XXX Cuerpo de los británicos avanzaban rápidamente hacia el oeste, liberando un pueblo tras otro. «Hemos sido recibidos calurosamente por todo el camino», escribió un oficial británico, «aunque hay bastante gente que aún parece desconcertada y aturdida. Los muy jóvenes no saben muy bien lo que está pasando. Vi a un niño saludando con orgullo al estilo nazi, como si ésta fuera la manera correcta de dar la bienvenida, y a otros que miraban a su madre como preguntando si debían saludar».12

En Putanges, en el alto Orne, donde muchos alemanes habían quedado incomunicados, las escenas eran de caos: «Mientras hablaba con el general de brigada», escribió el comandante Neave en su diario, «un semioruga alemán, conducido por un teutón y cargado hasta los topes de teutones, pasó ante nosotros. Dos franceses vestidos de civil, probablemente maquis, iban sentados en la parte trasera con unas ametralladoras Sten, y otro francés en moto encabezaba la comitiva.

Los teutones parecían muy tristes, y los franceses estaban partiéndose de la risa».13

Mientras tanto, el 1.er Ejército de los Estados Unidos, a las órdenes de Hodges, avanzaba desde el suroeste, y el XII Cuerpo Británico lo hacía desde el noroeste. El 17 de agosto la 1.a División Acorazada polaca recibió la orden de avanzar hacia Chambois. Pero como los polacos iban unos ocho kilómetros por delante de la 4.a División Acorazada canadiense, sabían que iban al encuentro de duros combates hasta que llegaran refuerzos. Inmediatamente se reorganizaron. El general Maczek envió al 24.° de Lanceros y al 10.° de Dragones a Chambois, mientras que el resto de la división tomó posiciones alrededor de Mont Ormel.14 Este era una de las colinas que dominan la elevada escarpa boscosa situada junto al río Dives que sella el extremo nororiental de la llanura de Falaise.

Aquel día, los de la 90.a División americana en Bourg-Saint-Léonard, al sur de Chambois, recibieron una desagradable sorpresa cuando la Das Reich y los restos de la 17.a División Acorazada de la SS atacaron de repente, obligándolos a retirarse a toda velocidad. El mismo día, por la noche, el general Gerow ordenó que regresaran para reconquistar aquel territorio elevado tan vital.

El mariscal Model convocó una reunión a las 09:00 del 18 de agosto en Fontaine l’Abbé. Eberbach, a pesar de que se puso de camino a las 03:00, llegó dos horas tarde porque había muchas carreteras cortadas. El Oberstgruppenführer Hausser del 7.° Ejército no podía llegar hasta allí, de modo que fue representado por Gersdorff, su jefe del Estado Mayor. Model ordenó que se efectuara una retirada a la línea del Sena. Las divisiones acorazadas debían mantener abierto el cuello de botella. Pero a mitad de la reunión llegó la noticia de que los canadienses habían logrado tomar Trun.15 Eberbach se marchó inmediatamente para preparar una contraofensiva por parte del II Cuerpo Acorazado, que en aquellos momentos estaba fuera de la bolsa, pero la escasez de combustible iba a retrasar su puesta en marcha.

En la carretera de Vimoutiers el automóvil oficial de Eberbach fue acribillado a tiros por los cazas aliados, y el general tuvo que refugiarse en una zanja. La RAF y la 9.a Fuerza Aérea Táctica de Quesada [9th (Tactical) USAAF] hicieron muchísimas salidas aquel día y el siguiente. Las condiciones meteorológicas eran fantásticas para volar, y con los restos de dos divisiones enemigas en una zona de apenas treinta y dos kilómetros por ocho, no había escasez de objetivos. Los impactos de los cohetes de los Typhoon en los vehículos alemanes se reflejaban en las enormes columnas de humo untuoso que provocaban. «No paraban de aparecer enormes hongos de humo negro», escribió el general Meindl, «señal de que a los aviones enemigos les iba bien la cacería». Se sentía desconcertado por lo que denominaba «el flagelo de una fabulosa superioridad aérea».16 Además, estaba enfadadísimo con los conductores de los vehículos, cuyos desesperados intentos por escapar sólo producían más nubes de polvo que atraían la atención de los pilotos de los cazabombarderos. «Hacía que uno se tirara de los pelos y se preguntara si los conductores habían perdido completamente la cabeza y querían a toda costa ponerse a tiro de los aviones enemigos hasta conseguir que los volaran por los aires». Apenas podían abrir fuego antiaéreo para disuadir a los pilotos aliados. Quedaban pocos vehículos de artillería antiaérea autopropulsados, y las unidades del ejército alemán, a diferencia de sus paracaidistas, no creían en la eficacia de armas pequeñas para luchar contra los aviones.

Los pilotos aliados parecían no tener ningún sentimiento de culpa. «Hacíamos silbar los cohetes», escribió el piloto australiano de un Typhoon, «luego, cada uno por su cuenta, disparábamos nuestro cañón contra la multitud de soldados. Abríamos fuego, y entonces, poco a poco, comenzábamos a apuntar hacia la multitud para luego remontar el vuelo, virar y volver a atacar, y así una y otra vez hasta que nos quedábamos sin munición. Después de cada pasada, que abría un camino sembrado de hombres triturados, enseguida volvía a formarse un río de soldados que intentaban escapar en tropel».17 El general Von Lüttwitz de la 2.a División Acorazada pudo contemplar aquel día la escena con horror: «En la carretera podían verse esparcidos por todas partes montones de vehículos, de caballos muertos y de soldados muertos, y su número iba en aumento cada hora».18 El soldado de artillería Eberhard Beck de la 277.a División de Infantería vio a un compañero sentado inmóvil en una roca. Lo cogió del hombro para sacarlo de aquel sitio peligroso, pero el hombre cayó de lado. Ya estaba muerto.19

Sólo el 18 de agosto, la 9.a Fuerza Aérea de los Estados Unidos calculó que sus aviones habían destrozado 400 vehículos, mientras que la RAF afirmó que el número de vehículos destruidos por su parte era de 1159, además de haber causado daños de distinto tipo a otros 1700; a estos totales añadió 124 tanques destruidos y otros cien dañados.20 Pero estas cifras eran tan elevadas, que rayaban lo absurdo. Una vez más, el mariscal del Aire Coningham se pondría hecho una furia tras recibir más tarde el informe de Investigación de Operaciones. Sus equipos habían encontrado únicamente 33 vehículos blindados destruidos por un ataque aéreo. El informe llegaba a la conclusión de que la naturaleza aleatoria de los ataques aéreos aliados no había conseguido alcanzar un grado decisivo de destrucción[71]. 21 Por otro lado, los ataques aéreos de los aliados habían vuelto a sembrar el pánico entre las tripulaciones alemanas, llevándolas a abandonar sus vehículos, y la escasez de combustible había contribuido sin duda a elevar el número de vehículos blindados abandonados.

Con tantos escuadrones americanos y de la RAF atacando objetivos terrestres a discreción, se produjeron un sinfín de casos de «fuego amigo». El grito irónico de «¡Cubrios, muchachos, que quizá son de los nuestros!» se convirtió en algo perentorio.22 El cuartel general del XII Grupo de Ejército de Bradley reconocería que «algunos vehículos blindados británicos han sido atacados por equivocación», pero señalaba que las dotaciones de los tanques británicos llevaban tanto equipamiento fuera del vehículo que las estrellas blancas que los identificaban quedaban a menudo «tapadas por todo tipo de objetos».23

Debido a la aleatoriedad de los ataques aéreos, la 4.a División Acorazada canadiense se abstuvo de ocupar Trun hasta la tarde del 18 de agosto. La división también se vio obstaculizada por el letargo y la incompetencia de su comandante en jefe, el general George Kitching, así como por la idea de Simonds de que su brigada blindada estaba a punto de ponerse en marcha para encabezar el avance hacia el Sena. A última hora de la tarde del 18 de agosto, un destacamento de la división llegó a Saint-Lambert-sur-Dives, a mitad de camino entre Trun y Chambois, pero no pudo tomar el pueblo hasta que llegaron refuerzos.

El grupo de combate polaco que avanzaba hacia Chambois había cometido un grave error de lectura cuando estudió los mapas, y acabó a unos diez kilómetros al norte de su objetivo. Además, andaba escaso de munición y se estaba quedando sin combustible. La unidad de reconocimiento del 10.° Mounted Rifles había llegado a las puertas de Chambois, pero no tenía la capacidad para tomar la ciudad. Mientras tanto, con el apoyo de una parte de la 2ème DB de Leclerc, avanzaba desde el sur la 90.a División americana, que ya se encontraba a apenas dos kilómetros de Chambois. Montgomery y los comandantes americanos parecían creer que la batalla podría ganarse con la ayuda de la aviación y la artillería. Pero el muro que formaban canadienses, polacos y americanos era demasiado endeble para resistir a las oleadas de soldados alemanes que intentaban escapar de la bolsa, así como para hacer frente a un posible contraataque por la espalda por parte de restos de las formaciones acorazadas de la SS.

El 19 de agosto el 10.° Regimiento de Dragones polaco acudió como refuerzo de su unidad de reconocimiento a las afueras de Trun y se reunió con la 90.a División Acorazada americana. Americanos y polacos se estrecharon la mano. «Eran excelentes en el combate y tenían mucha sangre fría», contaría más tarde un teniente americano.24 Chambois, a la que no tardarían en llamar «Shambles» [«el teatro de la matanza»], era pasto de las llamas a causa de los bombardeos y estaba llena de alemanes muertos y vehículos incendiados. Desde luego parece que los informes sobre las proporciones de la destrucción aumentaron la sensación de complacencia entre los comandantes aliados. Incluso el enérgico Simonds, al frente del II Cuerpo canadiense, se pasó la mañana siguiente «poniendo en orden la correspondencia oficial» en vez de impulsar el avance de sus divisiones.25

La situación reinante dentro de la bolsa era, según fuentes alemanas, imposible de imaginar si no se había visto. «Las calles estaban bloqueadas por hasta dos y tres vehículos parados uno junto a otro, acribillados a balazos y destruidos por el fuego», escribió un oficial alemán de la 21.a División Acorazada. «Había ambulancias carbonizadas llenas de heridos. Las municiones estallaban, los tanques ardían en llamas y los caballos yacían en el suelo agonizantes, moviendo nerviosamente las patas. Ese mismo caos se extendía por los campos de toda la zona. Los proyectiles perforadores de blindaje y de otras armas de artillería silbaban en todas direcciones entre aquel tropel de hombres que se movían por todas partes».26

El soldado de artillería Eberhard Beck, de la 277.a División de Infantería alemana, vio a algunos Landser adolescentes que avanzaban a trompicones: «En su rostro podía leerse toda la tragedia de aquella terrible experiencia que eran incapaces de soportar». Muchos hombres cayeron desmoronados tras largas noches sin poder dormir. Algunos empezaron a esconderse en los bosques, pues preferían ser capturados a tener que soportar semejante infierno. Beck no pudo más que compadecerse de los caballos, de los que tanto se esperaba: «Las cabezas, los lomos y los flancos de los caballos estaban cubiertos de sudor y blancos de espuma. Íbamos de un lado para otro como una manada de reses en el matadero».27

Durante el día, hombres y vehículos permanecían ocultos en bosques y huertas para evitar los ataques de la aviación aliada. Por la noche, soldados alemanes exhaustos y hambrientos deambulaban de un lado a otro, maldiciendo a sus jefes, que habían desaparecido en la oscuridad. Muchos utilizaban los carretones de dos ruedas de los franceses para transportar su equipo o armas pesadas. Comenzaban a encontrarse con soldados de los servicios de retaguardia, como, por ejemplo, destacamentos de la sección de calzado y sastrería, que intentaban también escapar, pero sin saber hacia dónde. Bengalas y luces «de árbol de Navidad», que descendían lentamente en paracaídas, iluminaban el horizonte y revelaban las siluetas de edificios en ruinas y árboles. El rugir constante de cañones pesados era ensordecedor, mientras que las carreteras seguían siendo el objetivo del fuego devastador de los batallones de artillería de americanos y franceses.

El 19 de agosto, los generales Meindl y Gersdorff pidieron insistentemente al Oberstgruppenführer Hausser que autorizara aquella misma noche la retirada hacia el este, al otro lado del tramo del Dives que discurría por Trun, Saint-Lambert y Chambois. La orden fue transmitiéndose por radio y boca a boca. Hausser mandó también que el II Cuerpo Acorazado de la SS atacara por detrás a los polacos y los canadienses para poder abrir una brecha.

A las 22:00 horas lo que quedaba de la 277.a División de Infantería alemana recibió la orden de «Fertigmachen zum Abmarsch» («prepárense para la retirada»).28 Hausser y los miembros de su Estado Mayor que seguían ilesos se unieron a los restos de la 3.a División Paracaidista para avanzar juntos a pie. El teniente general Schimpf, comandante en jefe de esa división, había sufrido importantes lesiones y fue colocado en la parte posterior de un tanque con otros heridos. Los grupos en retirada iban encabezados por los últimos tanques Tiger y Panther disponibles, que podían apartar a un lado del camino a los vehículos que bloquearan la ruta. Landser corrientes y generales se montaban sin distinción en los semiorugas y otros vehículos blindados, preparados para apearse de un salto si hacía falta atacar. Un oficial afirmó que había visto cómo dos generales cuyas divisiones habían sido diezmadas se pusieron un casco de hierro y empuñaron una metralleta.

Poco después de la medianoche se inició un ataque contra Saint-Lambert. Los Argyll y Sutherland Highlanders de Canadá tuvieron que retirarse del pueblo. Debido a la falta de explosivos, no habían volado el puente. Ríos de soldados alemanes seguían cruzándolo cuando ya había amanecido.

El general Meindl había conseguido reunir a dos grupos de sus paracaidistas durante la noche. Los condujo al río Dives, y se metieron en sus aguas con el mayor sigilo posible. La otra orilla era un zarzal empinado. En el lado opuesto, cuando llegaron a la carretera que unía Trun y Chambois, pudieron ver las siluetas de tanques aliados y oír la charla de sus tripulaciones. Cada vez que se disparaba una bengala, se tiraban al suelo. Avanzando a rastras, consiguieron sortear los tres tanques que habían visto, pero un cuarto los localizó y abrió fuego con su ametralladora. Afortunadamente para ellos, apuntó demasiado alto.

Más tarde, pasaron por delante de un grupo de caballos de tiro muertos, que habían sido acribillados a tiros por los cazabombarderos aliados mientras arrastraban un vehículo averiado de la Wehrmacht. Tras varios días de agosto sumamente calurosos, los cuerpos hinchados de aquellos animales producían un hedor espantoso. Al poco rato comenzaron a oír disparos a sus espaldas, pues había otros grupos que trataban de cruzar el cordón. Cuando esto ocurría, ya podían vislumbrar el primer resplandor que precede al amanecer. Otro grupo de paracaidistas que también había conseguido burlar al enemigo se les unió. De repente, oyeron cómo se acercaban unos tanques por el noreste. Meindl tuvo por un momento la esperanza de que fueran del II Cuerpo Acorazado alemán que avanzaba «desde fuera», desde Vimoutiers, para romper la bolsa. Pero el perfil de las torretas y los cascos era inconfundible. Se trataba de tanques Cromwell británicos. Tres de ellos se detuvieron cerca de la zanja seca en la que los paracaidistas alemanes permanecían ocultos entre los cañaverales. Sus tripulantes se pusieron a hablar. Tras un momento de incertidumbre, los alemanes se dieron cuenta de que hablaban polaco. «¡Así que era a polacos a quienes teníamos que dar las gracias!», comentaría con cierta amargura Meindl. Se vieron obligados a permanecer allí durante una hora y media, «sin atrevernos a mover ni un solo dedo» por si meneaban alguna caña. Ya eran las 07:30 del 20 de agosto.

Tuvieron otra amarga decepción cuando oyeron el ruido de los disparos de la artillería enemiga proveniente de la zona a la que se dirigían, la estribación de Coudehard, las escarpadas alturas que se extendían de norte a sur. La neblina se dispersó, el sol brillaba con fuerza, y en el «ambiente de invernadero» de su zanja sudaban abundantemente enfundados en sus uniformes empapados y hechos jirones.29

Para desesperación de los alemanes que todavía no habían conseguido cruzar el Dives y la carretera Trun-Chambois, el 20 de agosto amaneció con un cielo tan «despejado y sereno» como el de los días anteriores.30 En cuanto se disipó la niebla matutina, la artillería americana comenzó a abrir fuego, y los cazabombarderos aparecieron por el horizonte, volando a la altura de los árboles y haciendo un ruido estremecedor con sus motores.

El 20 de agosto, al amanecer, Gersdorff, que había sido herido en una pierna, llegó a la localidad de Saint-Lambert en medio de un convoy formado por todo tipo de vehículos. Pero los que no lograron cruzar el cordón protegidos por la niebla de las primeras horas del día enseguida comprobaron cómo el fuego de la artillería americana y los vehículos que habían quedado inutilizados les cortaban el paso. Grupos de trabajo improvisados intentaban despejar un camino por el que pasar, aunque estuvieran sometidos al fuego intenso de la artillería americana y de los canadienses que se habían retirado.

Muchos más, incluidos los últimos quince tanques de la 2.a División Acorazada, trataron de cruzar el Dives por un puentecito situado entre Saint-Lambert y Chambois que también se vio sometido a fuego intenso. «Personas, caballos y vehículos habían caído del puente a las profundidades del Dives, formando un montón espantoso», escribió el general Von Lüttwitz. «Sin dar tregua, columnas y columnas de fuego y humo se elevaban hacia el cielo desde los tanques en llamas; las municiones explotaban, en el suelo yacían un sinfín de caballos, muchos de ellos gravemente heridos».31 Lüttwitz, que había sido herido en el cuello y en la espalda, encabezaba con los miembros de su Estado Mayor los grupos que marchaban a pie hacia el noreste.

Al final, dos carros blindados de la 2.a División Acorazada alemana dejarían fuera de combate a los destructores de tanques americanos que cubrían la carretera que iba de Trun a Chambois, y conseguirían pasar. «Fue la señal para que todos aprovecharan la brecha abierta… y comenzaron a salir de todo tipo de escondites muchos vehículos de reconocimiento, tanques, cañones de asalto, etc.».32

La versión americana de las acciones llevadas a cabo aquel día, que fueron contempladas desde las colinas del sur de Chambois, ofrece una imagen algo distinta. «Desde el amanecer hasta el anochecer fue como un sueño para cualquier artillero», informó la 90.a División de Artillería, «y cubríamos toda la carretera, disparando a los objetivos en cuanto aparecían». «Los alemanes, en su desesperación, intentaron poner en marcha una treta para cruzar aquella tierra de nadie», decía otro informe de la artillería americana. «En una zona que quedaba fuera de nuestra vista concentraron sus vehículos en un frente de unas seis unidades por cinco o seis de fondo, y a una señal hacían salir esta formación de transporte y la ponían al descubierto, basándose en la velocidad para ponerse a salvo cruzando la zona de fuego. El truco no funcionó. La artillería estaba preparada para abrir, en cuanto la avisaran, un fuego concentrado contra la carretera que los alemanes pretendían utilizar. Cuando el observador de artillería vio el resultado de su aviso, se puso literalmente a dar brincos de alegría. Una y otra vez los teutones intentaron hacer pasar sus vehículos por aquel infierno de fuego, y una y otra vez la artillería lanzó una lluvia de proyectiles contra ellos… Abría fuego una batería. Abría fuego una concentración de batallones. Y cuando el objetivo parecía particularmente interesante, lanzábamos contra él la artillería de toda la división o incluso de todo el cuerpo de ejército. Cuando comenzó a anochecer, la carretera era intransitable y los campos a uno y otro lado estaban llenos de la chatarra que otrora fuera parte del equipamiento de los alemanes. Fueron poquísimos los teutones que consiguieron escapar por aquella ruta».33

Pero en realidad habían logrado cruzar durante las primeras horas de la mañana muchos más alemanes de los que pensaban. Otros lo harían a lo largo del día, sobre todo en el sector canadiense, que no había sido reforzado adecuadamente, a pesar de las constantes peticiones de ayuda por parte de los que se encontraban en las inmediaciones de Saint-Lambert. Se suponía que la 4.a División Acorazada se estaba preparando para avanzar hacia el Sena, pero aún no había sido relevada por la 3.a División de Infantería canadiense. Este gravísimo error en el modo de dirigir la batalla fue fruto de la indecisión de Montgomery, que no sabía si era mejor llevar a cabo una gran operación de envolvimiento en el Sena o sellar el hueco abierto en el río Dives.

La principal fuerza polaca se encontraba en aquellos momentos en la estribación del Mont Ormel, al noroeste de Chambois. Tenía escasez de combustible y municiones, y hubo que abastecerla lanzando provisiones en paracaídas. No debe sorprendernos que los polacos vieran la batalla como una competición entre su águila blanca y el águila negra nazi. El orgullo y la historia trágica de Polonia estaban permanentemente en su pensamiento. El emblema de la 1.a División Acorazada era el del casco y las alas del águila de los húsares que habían llevado en los hombros los caballeros polacos que salvaron Viena de caer en manos turcas trescientos años atrás. Su comandante, el general Maczek, declararía con gran orgullo: «El soldado polaco lucha por la libertad de otras naciones, pero sólo muere por Polonia».34 Como se habían enterado de que sus compatriotas se habían sublevado en Varsovia cuando el Ejército Rojo se acercaba a la capital, estaban todavía más determinados a matar a todos los alemanes que pudieran.

A Maczek, que en septiembre de 1939 había estado al frente de la 10.a Brigada de Caballería durante la defensa de Lwow ante el ataque de la 2.a División Acorazada alemana, le parecía un regalo de la Providencia que «la suerte haya dado a la 10.a Brigada de Caballería la posibilidad muy merecida de vengarse atacando a la misma división» en aquella batalla.35 Ese día el 10.° Regimiento de Infantería Montada capturó cerca de Chambois también al teniente general Otto Elfeldt, comandante en jefe del LXXXIV Cuerpo, con veintinueve oficiales del Estado Mayor.36 Pero, como ya habían indicado los mensajes interceptados por Ultra, la verdadera amenaza para las principales posiciones polacas en los alrededores de Mont Ormel iba a llegar por la retaguardia, así como por los grupos de combate improvisados que se habían organizado en primera línea.

Los polacos, obligados a librar una encarnizada batalla, solicitaron también la ayuda de la 4.a División Acorazada canadiense. La negativa terca e injustificada de Kitching a prestarles apoyo hizo que Simonds lo relevara del mando de esta unidad al día siguiente.37

A las 04:00 horas los restos del Regimiento Der Führer de la 2.a División Acorazada de la SS, que habían estado defendiendo la línea marcada por el río Touques, recibieron la orden de dirigirse con sus semiorugas hacia el sur, a Chambois, para abrir la bolsa. A las 10:00 avistaron diez tanques aliados. Sus cañones apuntaban hacia la bolsa. El capitán Werner, al frente del 3.er Batallón, había acabado de pasar por delante de un carro de combate Panther averiado que pertenecía a otra división acorazada de la SS. Volvió rápidamente al lugar. El soldado que había en el tanque dijo que el vehículo funcionaba, pero añadió que su comandante, un Untersturmführer, se encontraba en una casa vecina. El Untersturmführer no quería moverse de allí, pero Werner desenfundó su pistola y lo obligó a regresar al tanque.

Werner se montó en la parte posterior, detrás de la torreta, sobre la cubierta del motor, y fue guiando al vehículo conducido por el Untersturmführer hasta el lugar en el que había visto los tanques aliados.

Cuando estuvieron cerca, se apeó para buscar la mejor posición desde la que abrir fuego. En aquellos momentos el Untersturmführer ya demostraba una mayor disposición y entusiasmo. Según Werner, cogieron al enemigo totalmente por sorpresa, destruyeron cinco de sus tanques y produjeron graves daños en varios más[72]. 38

Algunos efectivos de la 9.a División Acorazada de la SS Hohenstaufen también contraatacaron desde la zona de Vimoutiers, como Eberbach había planeado. Pero su avance no comenzó hasta las 10:00, debido a la falta de combustible. Un joven oficial del Estado Mayor, en su misión de reconocimiento de la carretera en una motocicleta con sidecar, se dio de bruces con un gran destacamento de soldados polacos. Su piloto fue herido mortalmente, y los polacos, cuando vieron su uniforme de la SS, querían ejecutarlo. Salvó la vida gracias a la intervención de un oficial de enlace canadiense, según parece, un ruso blanco que había escapado a Canadá en 1919.39

Mientras tanto, Meindl y sus paracaidistas había podido avanzar hacia las colinas de Coudehard y Mont Ormel después de que el destacamento de tanques polacos decidiera cambiar de lugar e ir en busca de una nueva posición.40 De pronto, Meindl divisó a otro grupo de paracaidistas que avanzaban campo a través en orden de ataque. Silbó. El joven comandante de la formación reconoció ese silbido, y Meindl oyó cómo exclamaba en voz baja: «¡Oh, es el jefe!».41 Meindl lo puso inmediatamente al corriente de la situación y le dijo que se llevara a todos los paracaidistas. La única manera de cruzar la barrera que formaban los destacamentos de tanques enemigos era atacando al norte por los flancos. A su vez, el joven oficial informó de que el Oberstgruppenführer Hausser no estaba muy lejos de allí.

Tras avanzar por una ruta indirecta, Meindl encontró al comandante en jefe del 7.° Ejército refugiado en un cráter abierto por una bomba junto con varios hombres del Regimiento de la SS Der Führer. Reunieron otros grupos de soldados de infantería y dos tanques Panther que aparecieron por allí. Meindl, orgulloso de sus paracaidistas hasta la obsesión, criticaría duramente a parte del personal del ejército que se había unido a ellos. Muchos habían abandonado sus armas. Había visto «miedo en sus ojos y cobardía en sus corazones» en su desesperación por escapar de la bolsa, en vez de unirse a la batalla para abrir una brecha. «Ahí pudo verse a los soldados de la zona de comunicaciones de Francia, que en los últimos tres años no habían tenido contacto alguno con la guerra. Era una escena lamentable. Pánico y debacle. Y en medio de ellos mis paracaidistas, con desdén en la mirada, cumpliendo con su deber de una manera ejemplar». Sus hombres, y un puñado de soldados de la SS y de infantería, estaban preparados para inmolarse por los demás, mientras que aquellos «mequetrefes», como los llamaba, no mostraron más que su «estúpido egoísmo y su burda cobardía». «Por primera vez comprendí que la guerra era la peor manera posible de crear el mejor prototipo de ser humano… que en ella la mejor sangre se perdía y la más ruin permanecía».

La improvisada ofensiva siguió adelante, y, «como por un milagro», tomaron las estribaciones de Coudehard a las 16:30 horas, cuando los tanques de la Waffen-SS comenzaron a atacar desde la otra dirección, rompiendo así el cordón y abriendo una brecha de unos tres kilómetros. El bajo número de prisioneros que hicieron confirmó que se habían enfrentado a la 1.a División Acorazada polaca.

Mientras tanto, el general Hausser, que estaba malherido, fue retirado en la parte trasera de uno de los poquísimos tanques que quedaban. La principal preocupación que tuvo Meindl aquella tarde fue evacuar al resto de los heridos en una columna de ambulancias claramente señaladas. «No se disparó ni un tiro contra ellas», escribió Meindl, «y reconozco, con mi más profundo agradecimiento, la caballerosa actitud del enemigo». Cuando la columna desapareció en el horizonte, esperó más de media hora antes de volver a entrar en acción, «para que el enemigo no pudiera tener la más mínima sospecha de que nos habíamos aprovechado de la situación de manera sucia».

Detrás de sus líneas había corrido la voz de que se había abierto una brecha en Coudehard, y aquella noche una masa de soldados rezagados se puso en movimiento para aprovechar la oportunidad. Meindl, sin embargo, se sintió profundamente disgustado cuando escuchó decir a un alto oficial que se les unió que muchos hombres, incluidos oficiales, habían considerado la huida una misión imposible. El 21 de agosto, cuando comenzaba a amanecer, Meindl se fue dando cuenta de que no iban a ser capaces de mantener abierta la brecha un día más. Comenzó a despertar a sus hombres. No era un trabajo fácil. Tras organizar a los efectivos encargados de cubrir la retirada, partió a pie hacia el este, en dirección al Sena. Empezó a llover con fuerza. Aquello al menos ayudaría a ocultar la ruta seguida por la larga columna serpenteante de hombres exhaustos.

Aunque por fin una parte de la 3.a División de Infantería canadiense había llegado para reforzar el cerco entre Trun y Saint-Lambert, pequeños grupos de alemanes habían conseguido cruzar al otro lado a lo largo de todo el día. Algunos de ellos se unieron a los equipos de combate de la SS que se esforzaban por mantener abierta la brecha, pero el avión de observación americano que sobrevolaba la zona seguía dirigiendo el fuego de la artillería contra las tropas en retirada. En el extremo sur de la brecha, un grupo de combate de la 2ème DB de Leclerc había tomado posiciones en una colina, desde donde pudo comprobar que estaba prácticamente codo con codo con las principales fuerzas polacas. Y más al suroeste, el destacamento de fuerzas de tarea conjunta de Langlade, integrado en la 90.a División americana, luchaba contra «los alemanes que intentaban de una manera más o menos desorganizada abrir un paso entre Chambois y el bosque de Gouffern».42

Aquel día también fue muy significativo para los ciudadanos de Caen. Desde la línea del río Touques fue lanzada contra la ciudad la última bomba de la guerra: era «el sexagésimo sexto, y último, día del martirio de Caen».43

El 21 de agosto la división acorazada de los polacos, que había quedado aislada en Mont Ormel, recibió por fin los refuerzos y provisiones de las tropas canadienses[73]. La brecha pudo sellarse. El general Eberbach, al darse cuenta de que prácticamente nadie más conseguiría escapar, ordenó a los hombres que quedaban del II Cuerpo Acorazado de la SS que se replegaran hacia el Sena. El Obertstgruppenführer, malherido, fue trasladado al puesto de mando provisional del 7.° Ejército en Le Sap, donde comunicó al general Von Funck que lo sustituyera. (El general Eberbach asumiría el mando dos días después). Los oficiales del Estado Mayor comenzaron a reunir a las tropas y a reorganizarlas. Para su sorpresa, comprobaron que, en muchos casos, habían conseguido escapar más de dos mil hombres por división, pero este número sigue pareciendo exagerado.44

Las tropas alemanas que quedaron atrás apenas ofrecerían resistencia. Había llegado la hora de hacer prisioneros. «Los yankees dicen que hacían miles al día», escribió en su diario el comandante Julius Neave. «Los del 6.° de Infantería Ligera Durham acaban de informar de que se encuentran en una posición fantástica y pueden ver cómo cientos [de alemanes] caminan hacia ellos».45 Para muchas unidades hacer salir al enemigo de sus escondites en el bosque era como un deporte. Pero también se produjeron verdaderas tragedias. En Ecouché los alemanes habían colocado centenares de minas y bombas trampa. «Un niño de unos diez años salió de la iglesia para ir a nuestro encuentro», informó un joven oficial americano del 38.° Escuadrón de Reconocimiento de Caballería, «y voló por los aires al pisar una de esas minas antipersona».46 Los zapadores británicos, que acababan de llegar, empezaron a barrer el pueblo para intentar que no ocurrieran más desgracias como aquélla. Tuvieron que desactivar o hacer estallar 240 minas.

Al principio resultaba bastante difícil adentrarse en la zona de la bolsa porque las carreteras estaban bloqueadas por los vehículos que habían sido pasto de las llamas. Los tanques y otros carros equipados para la recuperación de vehículos tuvieron que trabajar las veinticuatro horas para despejar los caminos. Las escenas que podían contemplarse eran inimaginables. «Las carreteras estaban atestadas de restos chamuscados y de cadáveres hinchados de hombres y animales», escribió el comandante de una escuadrilla de aviones Typhoon, que quiso comprobar el resultado del trabajo llevado a cabo. Es evidente que quedó conmocionado. «En los tanques destrozados y en los troncos de los árboles había pedazos de uniforme pegados, y de los setos ennegrecidos colgaban restos humanos en posturas grotescas. Los cadáveres yacían en lagos de sangre seca, mirando al vacío como si los ojos estuvieran dirigidos desde el interior de su órbita. Dos cuerpos humanos vestidos de gris, ambos sin extremidades inferiores, aparecieron apoyados contra un terraplén enfangado como si estuvieran rezando». Entre los esqueletos de los árboles chamuscados estaba esparcido el detritus de la guerra y la burocracia militar, de objetos como máquinas de escribir o sacas de correo que habían volado por los aires. «Cogí la fotografía de un sonriente recluta alemán acompañado de sus padres, dos campesinos solemnes que parecían clavar en mí una mirada acusadora». Era el triste recordatorio de que «cada uno de aquellos cuerpos vestidos de gris era el hijo de una madre».47

El escritor Kingsley Amis, testigo también de aquella escena, quedó impresionado por el enorme número de animales de tiro utilizado por los alemanes en su intento de escapar. «Los caballos llegaban a dar casi más pena; atados a las varas, estaban rígidos y con el labio superior levantado, dejando ver sus dientes, como si aún siguiera su sufrimiento».48

Los soldados americanos se sintieron atraídos por la posibilidad de hacerse con algún recuerdo que enviar a casa. Un grupo de la 6.a Brigada Especial de Ingenieros se encontró con todo un escuadrón de cosacos que yacían muertos junto a sus caballos. Como cuenta uno de sus miembros, «los cosacos del Don, los cosacos del Terek, llevaban todos ellos sus uniformes típicos de cosaco, con la excepción de un emblema alemán en el pecho, el águila y la cruz gamada. Tenían sus gorros de piel, y más tarde nos enteramos de que el jefe de su escuadrón se llamaba capitán Zagordny. Su esposa había caído junto a él. Ella lo acompañaba y cabalgaba a su lado. He sabido que los franceses tenían un miedo atroz de los rusos». El grupo de ingenieros se puso a reunir con avidez los largos sables rusos, «que aún lucían la hoz y el martillo». Algunos hombres cogieron incluso sillas de montar y otras armas, y lo colocaron todo en la parte posterior de sus camiones.49 Más tarde se les permitiría llevar su botín a casa, pero no los sables, pues estaban marcados con el símbolo soviético. Las autoridades militares americanas no querían molestar a su gran aliado, tan sensible a todo aquello que estuviera relacionado con el tema de los antiguos soldados del Ejército Rojo que combatían en el bando alemán.

Además del gran número de prisioneros, había también varios millares de alemanes heridos a los que atender. En el curso de las operaciones de limpieza, fue descubierto un hospital de campaña alemán con doscientos cincuenta heridos, oculto en las profundidades del bosque de Gouffern.50 La mayoría de los heridos abandonados en la bolsa no habían recibido ningún tipo de atención médica.

Los servicios sanitarios británicos y americanos enseguida se vieron desbordados. Sus médicos contaron con la diligente colaboración de los asistentes sanitarios alemanes. «Tras la caída de la bolsa de Falaise», escribió el teniente coronel Snyder, «llegaron setecientos cincuenta heridos alemanes. Algunos de ellos eran oficiales con lesiones leves, que se quejaban de que habían tenido que caminar. Uno de los asistentes alemanes los oyó por casualidad y, volviéndose a ellos, hizo la siguiente observación: "Cuando yo estaba en el ejército alemán, ustedes los oficiales nos decían que debíamos marchar todo el día sin rechistar"».51

Muchos Landser, sin embargo, presentaban un estado lamentable, como, por ejemplo, los veinticinco casos de gangrena gaseosa. Dos equipos quirúrgicos los operaron en tiendas separadas para evitar contagios. No hicieron nada más que amputar los miembros gangrenados. El hedor de la gangrena gaseosa era tan espantoso que tuvieron que organizarse varios equipos para que fueran turnándose. «La atención médica durante una retirada resulta siempre una labor difícil para cualquier ejército», comentaría el coronel Snyder.

A los médicos británicos del Hospital General 6 también les llegaron casos de gangrena gaseosa. Además, tuvieron que tratar una epidemia de enteritis y hacer frente a una amenaza de tifus, cuando descubrieron el gran número de prisioneros alemanes que estaban plagados de piojos. «Sus sábanas han sido apartadas de las del resto, y se lavan antes de utilizarlas con otros pacientes».52

El principal foco de infección estaba dentro de la propia bolsa. Los caballos muertos y los cadáveres de los alemanes estaban cubiertos de moscas, y había una gran plaga de mosquitos. Los americanos recurrieron a trabajadores franceses para combatir el problema. Uno de éstos recordaría cómo había tenido que taparse la nariz con un pañuelo debido al hedor reinante mientras echaba un vistazo a los cuerpos carbonizados y a las grotescas muecas dibujadas en los cráneos chamuscados. Arrastraban los cuerpos de hombres y animales para formar grandes piras funerarias, que luego rociaban de gasolina para prenderles fuego. «El aire se hacía irrespirable», escribió.53

El 21 de agosto Montgomery emitió el siguiente comunicado, dirigido al XXI Grupo de Ejército: «La victoria ha sido definitiva, total y decisiva. "El Señor poderoso en la batalla" nos ha dado la victoria».54 Muchos, sin embargo, no coincidían en que la victoria hubiera sido «definitiva, total y decisiva». El general Eberbach calculaba que probablemente unos veinte mil hombres, veinticinco carros de combate y cincuenta y cinco cañones autopropulsados habían escapado de la bolsa. «Se perdieron muchos más tanques debido a la escasez de gasolina que a la efectividad de todas las armas enemigas juntas», escribió más tarde55 Gersdorff pensaba que pudieron cruzar el Sena entre veinte mil y treinta mil hombres[74]. 56 En el bando aliado, los más críticos con Montgomery serían los propios británicos.

«Uno de los mayores errores de Montgomery fue el de Falaise», dijo el mariscal del Aire Tedder una vez terminada la guerra. «Allí exigió imperiosamente a las tropas americanas que detuvieran su avance y que no invadieran el sector británico. No cerró el hueco».57 Como era de prever, el mariscal del Aire Coningham, que detestaba a Montgomery, fue incluso más duro en sus comentarios: «Se supone que Monty ha hecho un gran trabajo en Falaise. [Pero] en realidad ayudó a los alemanes a escapar. Quiso en todo momento encargarse de todo, e impidió que los americanos avanzaran hacia el norte. Cerramos Falaise demasiado tarde».58 Coningham atribuía la actitud de Montgomery a la envidia que éste sentía de Patton, lo que no es enteramente cierto.

Según el jefe del Estado Mayor de Montgomery, el general Freddie de Guingand, Monty había sido «demasiado ordenado». Pensaba que a los americanos se les habría debido permitir unirse a los polacos en Trun. Monty consideraba a Bradley un soldado a sus órdenes. Según el general de brigada Williams, del XXI Grupo de Ejército, tenía que ser «el único gallo del corral». Cuando Montgomery le dijo a Bradley que detuviera el avance en Argentan, «Bradley se indignó. Y nosotros nos sentimos indignados por Bradley». Siempre según Williams, Montgomery «estaba fundamentalmente más interesado en llevar a cabo una operación de envolvimiento total que esta otra de envolvimiento interno. No estábamos ni en un sitio ni en otro. Y [Monty] perdió su oportunidad de cerrar el cordón en el Sena por crear una bolsa en Falaise. Tal vez por temor a que los americanos se llevaran toda la gloria, Monty cambió de opinión y quiso arreglar la situación haciendo una carambola, pero ya era demasiado tarde».59

Estas críticas ponen claramente de manifiesto la frustración que reinó entre los oficiales tanto británicos como americanos tras perder la oportunidad de destruir por completo a los ejércitos alemanes de Normandía. En determinados aspectos son injustas. Fue decisión de Bradley, y no de Montgomery, permitir a Patton que dividiera el cuerpo de ejército de Haislip en Argentan. Pero no cabe prácticamente duda de que el hecho de que Montgomery no enviara refuerzos a los canadienses en el momento crucial constituyó uno de los factores más decisivos que permitirían la huida de tantos y tantos soldados alemanes, especialmente los de las divisiones acorazadas de la SS. La única posibilidad de atrapar a las diezmadas fuerzas de Model durante los últimos diez días de agosto estaba en aquellos momentos en el río Sena.

El día D. La batalla de Normandía
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