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Epsom

Poco antes de la caída de Cherburgo, Hitler llevó a cabo su última visita a Francia. Estaba de un humor de perros. Sus órdenes de empujar a los aliados de vuelta al mar no habían sido cumplidas, y consideraba que sus comandantes en jefe del oeste de Europa eran unos derrotistas. En el cuartel general del OKW se quejó abiertamente de que «el mariscal Rommel tal vez sea en la victoria un gran líder ejemplar, pero en cuanto surge la más mínima dificultad se convierte en todo un pesimista».1

Rommel, por su parte, no ocultaba su desafección por la manera que tenía Hitler de interferir en su forma de conducir la batalla. Incluso los altos oficiales del OKW incurrían en graves distracciones debido a la obsesión de Hitler por el más pequeño particular. El Führer insistía una y otra vez en que todos los emplazamientos militares debían ser señalados en mapas de escala 1:25.000. Un día observó en un informe que el número de baterías antiaéreas en las Islas Anglonormandas se había visto reducido aparentemente en dos. Exigió que se castigara al oficial responsable de la reducción de las defensas, pero, de hecho, alguien había hecho mal las cuentas la primera vez. Hitler, sin haber visitado en su vida la zona de Caen, machacaba a los miembros del Estado Mayor del OKW con sus ideas sobre la posición que debían ocupar dos unidades de morteros de múltiples cañones: la 7.a y la 8.a Brigada Nebelwerfer. Insistía en que ellas serían decisivas en el sector ocupado por los británicos si se desplegaban en un lugar específico al este del río Orne.2

A pesar de sus desacuerdos iniciales en torno a la táctica a seguir, tanto Rommel como Geyr von Schweppenburg querían que las tropas se replegaran para posicionarse detrás de la línea marcada por el río Orne. Geyr se daba cuenta de que carecía totalmente de sentido lanzar un contraataque masivo con tanques en una zona al alcance de la artillería naval aliada. Proponía seguir la «táctica del tigre en la selva», con ataques repentinos de carros blindados.3 Esto ocurría precisamente cuando la Hitlerjugend comenzaba a replantearse su estrategia después de recibir una paliza de los canadienses. Pero la exigencia de Rommel de que se tuviera «libertad de acción», lo que significaba poder decidir un repliegue de las tropas sin tener que comunicarlo al cuartel general del Führer, y su propuesta de retirarse detrás de la línea marcada por el Orne entraban en contradicción directa con la orden de Hitler de defender cada palmo de tierra.

Hitler, determinado a resolver el problema con Rommel y Rundstedt, los invitó a reunirse con él. El 16 de junio voló desde Berchtesgaden hasta Metz en su Cóndor Focke-Wulf privado. Acompañado por el general Jodl y varios miembros de su personal militar, continuó su viaje escoltado por un convoy hasta llegar a Margival, cerca de Soissons. El complejo del bunker de Margival había sido preparado en 1940 para que le sirviera de cuartel general durante la invasión de Gran Bretaña. Había sido montado en un profundo desmonte ferroviario, próximo a un túnel, en el que podía ocultarse el tren especial del Führer.

A la mañana siguiente Rundstedt y Rommel se presentaron como les había sido ordenado. «[Hitler] parecía enfermo y agotado», observaría Speidel, jefe del Estado Mayor de Rommel. «Jugaba nerviosamente con sus anteojos y los lápices de colores que tenía en la mano.

Estaba sentado en su silla, inclinado hacia delante, mientras los mariscales permanecían en pie. Su antiguo poder de sugestión parecía haberse esfumado. Tras unos fríos saludos de rigor, empezó a hablar en voz muy alta para expresar sin ambigüedades su descontento por el éxito de los desembarcos aliados, criticó la actuación de los comandantes locales y ordenó que la fortaleza de Cherburgo siguiera en manos de los alemanes a cualquier precio».4

Rundstedt, tras hacer unas cuantas observaciones a modo introductorio, pidió a Rommel que presentara su informe. Rommel habló de la «imposibilidad de luchar contra una superioridad tremenda del enemigo en las tres dimensiones». Habló de los fallos en las operaciones de reconocimiento naval y aéreo, pero hizo hincapié en que sus divisiones desplegadas en la costa no habían sido cogidas desprevenidas y que «la actuación de los oficiales y soldados en esta guerra desigual había sido sobrehumana». Pronosticó la caída de Cherburgo y arremetió contra la política de Hitler de haber querido conservar a cualquier precio unas dieciséis fortalezas distribuidas a lo largo de las costas del canal y de Bretaña. En consecuencia, unos doscientos mil hombres y un material precioso se perdían en la defensa de unas fortificaciones, que, en la mayoría de los casos, los aliados se limitarían a esquivar en su avance. Los aliados estaban desembarcando entre dos y tres divisiones a la semana, añadió, y aunque fueran lentos y metódicos, los tres brazos de la Wehrmacht simplemente no podrían resistir su abrumadora superioridad. Rommel quería replegarse unos diez o quince kilómetros al este y al sur del río Orne. Esto le permitiría avanzar las divisiones blindadas y reorganizarlas para lanzar una gran contraofensiva. También quería preparar para la defensa la línea que marcaba el río Sena. Rundstedt apoyó sus propuestas. Quería replegarse detrás del Loira y el Sena, abandonando todo el noroeste de Francia.5

Hitler, encolerizado y negándose a afrontar los hechos, pronunció «un largo discurso de autosugestión». Pronosticó que las V-1, que habían sido utilizadas en grandes cantidades el día anterior por primera vez, tendrían «un efecto decisivo en el resultado de la guerra contra Inglaterra». A continuación interrumpió la discusión para dictar un comunicado sobre las armas de represalia, sus bombas voladoras, dirigido al delegado del jefe de Prensa del Reich. Los dos mariscales tuvieron que permanecer allí de pie mientras escuchaban un enloquecido monólogo hitleriano. El Führer se negaba a que el objetivo de sus bombas voladoras fueran las cabezas de playa o los puertos del sur de Gran Bretaña. Insistía en que todas debían estar dirigidas hacia Londres para obligar a los ingleses a hincarse de rodillas. Cuando Rommel se quejó de la falta de apoyo efectivo por parte de la Luftwaffe, Hitler reconoció su decepción por la conducta de los altos mandos de sus fuerzas aéreas, pero a continuación afirmó que «enjambres» de aviones caza pondrían fin muy pronto a la superioridad de los aliados en el cielo.

Rommel, cuyo enfado iba en aumento, exigió que unos representantes del OKW visitaran personalmente el frente y comprobaran la situación por ellos mismos. «Usted nos insta a tener confianza», dijo a Hitler, «¡pero a nosotros no nos creen!». Al parecer, el Führer empalideció cuando oyó estas palabras, pero no contestó. En aquel preciso momento, como si viniera a respaldar los argumentos de Rommel acerca de la superioridad aliada, la alarma de que iba a producirse un bombardeo los obligó a bajar al refugio antiaéreo.

Una vez allí, Rommel describió un nuevo panorama general, con Alemania aislada, el frente occidental a punto de ser destruido y la Wehrmacht enfrentada a la derrota en Italia y en el este de Europa. Instó al Führer a poner fin a la guerra lo antes posible. Hitler se puso hecho una furia. Su ayudante de la Luftwaffe haría más tarde la siguiente observación: «Aquello era lo último que Hitler quería oír de los labios de un mariscal de campo».6 Replicó que los aliados nunca iban a negociar. En este sentido el Führer tenía toda la razón, y Rommel y los conspiradores de julio, una visión equivocadamente optimista. Pero Hitler siguió insistiendo en que la destrucción de Alemania ya había sido acordada. De modo que «todo dependerá de una "resistencia fanática"». Mientras se despedía de Rommel, dijo: «No se preocupe por la dirección de la guerra. Concéntrese en el frente de la invasión».7

Rundstedt y Rommel abandonaron Margival después de que el general Schmundt, principal ayudante de Hitler, les informara de que antes de dos días el Führer visitaría La Roche-Guyon para hablar en persona con los comandantes sobre el terreno. Pero cuando regresaban a sus respectivos cuarteles generales recibieron la noticia de que un misil V-1, que se había desviado de su trayectoria, había explotado sobre el bunker al poco de su partida. Hitler volvió rápidamente a Berchtesgaden aquella misma noche. Nunca más volvería a salir del Reich.

Los primeros cohetes V-1, o, como no tardaría en llamarlos la población civil británica, «bombas volantes», llegaron a su destino la noche del 12 de junio. Cuatro de ellos alcanzaron la ciudad de Londres. «Lo que en este momento aturde principalmente al inglés del sur», escribió un periodista, «es una cierta percepción ilógica de repulsión, propia de una obra de Wells, de la idea de un robot acechando desde el cielo, en lugar de simplemente un joven nazi con el dedo sobre el botón que dispara la bomba… El sentimiento general dominante parece ser la contrariedad, aunque muchísimos ingleses reconozcan sin confesarlo abiertamente que no les desagrada tanto encontrarse en el mismo saco que los muchachos de Normandía, aunque sea de una manera relativamente menos grave como ésta».8 Pero la tensión comenzó a aumentar a medida que iba acelerándose el ritmo de los ataques. En Londres parecía que el «horripilante aullido de las sirenas» revivía los bombardeos alemanes de la primera mitad de la guerra.9 Miles de personas volvieron a pernoctar en la estaciones del metro. El gabinete de guerra mantuvo numerosas reuniones. El 16 de junio, Churchill y sus ministros hablaron sobre la conveniencia de interrumpir el fuego de las baterías antiaéreas por la noche para que la población pudiera descansar.10 Los cazas veloces resultaban más efectivos para minimizar la amenaza que suponían los divers, nombre en clave de las bombas voladoras. El arma más eficaz de todas las operaciones «anti-bomba voladora» fue la escuadrilla de aparatos Tempest estacionados en Dungeness. Estos aviones entraron en acción el 16 de junio y con sus cañones de 20 mm derribaron 632 bombas voladoras V-1, más de un tercio de las destruidas por los cazas aliados en los tres meses siguientes. Un piloto belga, Rene van Learde, derribó 42. «Estos artefactos», escribió el líder de la escuadrilla, el comandante R. Beaumont, «surcaban el cielo de noche haciendo un ruido que parecía el de una motocicleta asmática, despidiendo chorros de fuego por la cola».11 El Tempest podía alcanzar una velocidad superior a la de las bombas voladoras. En una ocasión, tras quedarse sin municiones, Beaumont siguió volando junto a una de esas bombas. Sirviéndose de la capa de aire que se creaba alrededor de su Tempest, situó la punta del ala de su avión bajo la de la V-1 y consiguió elevarla sin ni siquiera rozarla. Ello hizo girar la bomba voladora, que se estrelló contra el suelo, lejos de su objetivo. Pero en la inmensa mayoría de los casos los pilotos utilizaron sus cañones contra estas armas, aunque la explosión de una tonelada de amatol a apenas unos pocos cientos de metros provocara que sus aparatos aéreos sufrieran las consecuencias de una horrible onda expansiva.

En efecto, las V-1 eran sumamente volátiles, como había podido comprobar Hitler en Margival. El informe del director general de la Gendarmería de Vichy pone de manifiesto que muchas de ellas, hasta cinco al día, se estrellaban antes incluso de sobrevolar el canal.12 Una llegó a caer al noreste de Alencon, tras las líneas de la Panzergruppe West. No obstante, a pesar de su falta de precisión y del buen trabajo llevado a cabo por los escuadrones aliados «anti-bomba voladora», cayeron sobre Londres suficientes V-1 como para que fueran consideradas armas muy peligrosas. Una de ellas se estrelló en la capilla de la Guardia, próxima al palacio de Buckingham, durante los servicios dominicales, matando a ciento veintiuna personas. El 27 de junio, según el mariscal de campo Brooke, una reunión del gabinete de guerra terminó «con el patético lamento de Herbert Morrison [ministro de Interior] que, por lo visto, ¡es todo un gallina! Estaba completamente confundido con lo de las bombas voladoras y sus efectos en la población. ¡Después de cinco años en guerra no podemos pedir a los ciudadanos que pasen ese trago, etc.!». Brooke cuenta en su diario que Morrison pretendía cambiar toda la estrategia en Francia. «Nuestro único objetivo tenía que ser despejar la costa del norte de Francia. Fue una intervención lamentable. Nada indicaba que los londinenses no estuvieran dispuestos a soportarlo, y de haber habido indicios en este sentido, habría bastado decirles que por primera vez en la historia podían compartir el peligro que corren sus hijos en Francia y que lo que cae sobre Londres por lo menos no cae sobre ellos. A Dios gracias, Winston lo puso inmediatamente en su sitio».13

Como la mayor parte de los cohetes caían lejos de Londres, se encargó al Comité de la Doble Equis que encontrara una manera de hacer que los alemanes mantuvieran sus objetivos sin modificaciones. Valiéndose de uno de los agentes «engañados», apodado «Lector», se hizo llegar un mensaje vía Madrid a los supervisores de éste en Berlín, «Ludwig» y «Herald». «El efecto destructivo de la nueva arma alemana es devastador», decía el informe. «A pesar de la contrapropaganda que intenta relativizar, el bombardeo ha creado entre la población una sensación de pánico desconocida hasta la fecha… En círculos gubernamentales y militares se ha expresado la opinión de que, de seguirse utilizando con tanta intensidad estas armas y otras nuevas similares, tarde o temprano se tendrá que llegar a una paz de compromiso con Alemania… Al parecer, en los círculos más influyentes y encumbrados se percibe una tendencia a firmar una paz definitiva, y se cita el nombre de Rudolf Hess como posible intermediario».14 Tal vez esto llegara a empeorar las cosas por un exceso de celo de los británicos, pues una noticia semejante no iba más que a animar a los alemanes a seguir con sus bombardeos, pero se consideró justificado en aquellas circunstancias. En cualquier caso, la fe ciega de Hitler en la idea de que su nueva arma de represalia conseguiría apartar a Gran Bretaña de la guerra, sin duda vino a reforzar su determinación a no ceder ni un palmo de territorio normando. Esta obstinación obsesiva daría pie a otro enfrentamiento con Rommel y Rundstedt antes de que aquel mes llegara a su fin. Los dos mariscales de campo pronosticaron que la inflexibilidad del Führer acabaría por destruir al ejército alemán desplazado en Normandía y que Francia se perdería.

Montgomery, mientras tanto, seguía haciendo ver que en su sector todo procedía según lo previsto. El 14 de junio, un día después del desastre de Villers-Bocage, escribió a Churchill el siguiente comunicado: «Los combates van bien en el punto de confluencia de los dos ejércitos en la zona Caumont-Villers-Bocage-Tilly».15 También le costaba reconocer las verdaderas consecuencias de la gran tormenta que se había desatado en el canal y que tanto les había afectado apenas una semana antes. Las condiciones meteorológicas no sólo habían interrumpido el desembarco de provisiones y pertrechos, sino que también habían retrasado la llegada del VIII Cuerpo, el ariete necesario para abrir una brecha en las líneas enemigas. Mientras tanto, los alemanes estaban reforzando el frente de resistencia contra los británicos con sus divisiones acorazadas más poderosas. Ultra dio el aviso de que el II Cuerpo Acorazado de la SS venía de camino procedente del frente oriental. Por el momento, únicamente podían llevarse a cabo pequeños ataques debido a la escasez de munición de la artillería. Aunque se cobraban un elevado precio en vidas humanas y eran bastante infructuosos por el poco terreno que se ganaba, estos asaltos encajaban con el nuevo plan de Monty de mantener ocupados a los alemanes mientras los americanos se lanzaban a la conquista de Cherburgo.

El 16 de junio, un batallón Yorkshire de Infantería Ligera del Rey, con el apoyo de un escuadrón incompleto de tanques, atacaron Cristot. «Formamos en un camino próximo a una granja en la que a ambos lados se levantaban unas lomas». Los hombres torcían la nariz por el hedor de las vacas en descomposición. Debían avanzar campo a través. «De pronto apareció, de no se sabe dónde, el capellán, y todos nos arrodillamos para rezar unas plegarias». Cuando comenzaron a avanzar, el fuego de la artillería de apoyo empezó a sobrevolar sus cabezas, pero entonces los alemanes pusieron en práctica la trampa de disparar con sus morteros contra los soldados que iban en cabeza para hacer creer que su artillería no tenía suficiente alcance. Los oficiales hicieron pasar la orden de que se detuvieran los bombardeos, poniendo en evidencia la treta alemana. Pero un soldado que se había tirado al suelo durante la «lluvia» de morteros contra el enemigo tuvo muchísima mala suerte. Un pedazo de metralla hizo detonar una de las granadas de fósforo que tenía en el bolsillo, y el muchacho «murió a los pocos minutos de una manera horrible».16

Tres días después, cuando comenzaba a desatarse la gran tormenta, la lluvia se hizo tan intensa que los combates fueron interrumpidos. Desconsolados, los de infantería permanecieron sentados en sus trincheras, mientras no paraba de gotear agua de los impermeables que llevaban puestos a modo de poncho. Las dotaciones de los tanques fueron más afortunadas. Para poder descansar y dormir, cavaron trincheras que luego cubrieron para protegerse del agua o dando marcha atrás con sus tanques.

El 22 de junio, el día del segundo aniversario de la invasión alemana en la Unión Soviética, se dio inicio a la primera fase de la Operación Bagration. Así pues, se produjo un ataque masivo del Ejército Rojo en Bielorrusia con el objetivo de rodear al Grupo de Ejército Centro de la Wehrmacht. Tras haber hecho creer a los alemanes, en un brillante ejercicio de maskirovka comparable a la Operación Fortitude, que probablemente se iba a lanzar una ofensiva en Ucrania, los ejércitos soviéticos consiguieron sorprender a las fuerzas enemigas. En menos de tres semanas eliminarían, o capturarían, a trescientos cincuenta mil alemanes. La Operación Bagration llevaría al Ejército Rojo a las puertas de Varsovia a principios de agosto.

El día D. La batalla de Normandía
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