Aunque el ataque en el extremo oeste progresó con lentitud al principio, los alemanes sufrieron una guerra de desgaste bajo el incesante bombardeo de la artillería americana. Incluso el ataque sorpresa llevado a cabo por una parte de la división de la SS Das Reich el día 6 de julio contra la internada de los americanos en el bosque de Mont Castre fue aplastado rápidamente por la artillería. Como todas las prioridades iban dirigidas al frente de Caen, el LXXXIV Cuerpo de ejército alemán recibía pocos refuerzos y pocos pertrechos con los que reemplazar las pérdidas. Las bajas sufridas por la Wehrmacht en Normandía hasta el 25 de junio alcanzaban la cifra de 47 070 hombres, entre ellos seis generales. Pero la eficacia de los alemanes en la defensa provocó una amarga admiración entre sus adversarios. «A los alemanes no les han quedado muchas cosas», dijo un oficial, «pero ¡por todos los diablos!, saben utilizarlas bien».6

La presión constante que mantenían los americanos significó que Choltitz no tuviera ocasión alguna de replegar a sus unidades para que descansaran y se reorganizaran. Su única reserva era un simple grupo de combate integrado por algunos elementos de la división Das Reich y del 15.° Regimiento Paracaidista. Choltitz calculaba que su cuerpo perdía a razón de un batallón y medio al día a manos de la artillería y de los ataques aéreos de los americanos.7 Consideraba grotesca la orden del OKW en el sentido de que la retirada no debía llevarse a cabo de ninguna manera. De ese modo, con el consentimiento de Hausser, enviaba informes falsos a sus superiores para ocultar algunas pequeñas retiradas. El cuartel general del 7.° Ejército de Hausser advirtió a Rommel que la caída del flanco más occidental empezaba a ser una posibilidad muy clara debido al poderío de la artillería y de la aviación americana. Los constantes ataques contra los cruces de carreteras y los nudos ferroviarios hacían que a los alemanes les resultara muy difícil reabastecer de bombas de artillería a sus fuerzas situadas en la zona del Atlántico.

Los hombres de Choltitz, la mayoría de los cuales llevaban en acción más de un mes, estaban agotados. «Después de casi tres días sin dormir», escribía a su familia un Obergefreiter de la 91 Luftlande División (Infantería Aerotransportada), «hoy he podido dormir diez horas seguidas y ahora estoy en una granja en ruinas que, antes de tener la mala suerte de ser bombardeada, debió de ser muy grande. Realmente la escena es terrible. Las vacas y las aves de corral yacen a mi alrededor, muertas a consecuencia de las explosiones. Las personas fueron enterradas, al parecer, aquí al lado, y entre los escombros están sentados nuestros rusos que han encontrado algo de aguardiente y cantan como pueden Esgeht alles vorüber ("Todo pasará"). ¡Ay, ojalá hubiera pasado todo ya! ¡Ojalá la humanidad recobrara la razón! Yo desde luego no puedo aceptar toda esta confusión y esta guerra tan cruel. En el este me afectaba menos, pero en Francia es algo que no puedo comprender. Lo único bueno aquí es que hay suficiente comida y bebida… Sigue haciendo un tiempo de perros y es un verdadero fastidio. Pero no impide que la guerra siga su curso; lo único es que la maldita aviación no da tan fuerte. Además ahora tenemos artillería antiaérea, y por lo tanto a los americanos ya no les parece un deporte eso de andar volando por aquí, como ocurría al comienzo de la invasión. Realmente era terrible».8

Los alemanes esperaban que el principal ataque de los americanos se produjera por el oeste, pues era a todas luces el sector peor defendido. Pero Bradley consideraba su principal objetivo la ciudad de Saint-Lô. Pensaba que su captura era esencial «para ganar un terreno adecuado desde el cual lanzar la Operación Cobra».9 La Operación Cobra debía ser el ataque masivo hacia el sur con el fin de salir finalmente del bocage y de internarse en Bretaña. Pero primero tenían que arrinconar a los alemanes al sur de la carretera Bayeux-Saint-Lo y despejar el punto de partida de la operación a lo largo de la carretera que iba de Saint-Lô a Périers.

La mañana del 7 de julio había mucha niebla y el cielo estaba encapotado. Ese día dio comienzo la batalla de Saint-Lô con el ataque de la 30.a División de Infantería, cuyo objetivo era eliminar a los defensores alemanes al oeste del río Vire. Los americanos tuvieron que enfrentarse a los pantanos y a los setos vivos del bocage, además de abordar las escarpadas riberas del Vire. Frustrado por la lentitud de su avance, Bradley decidió enviar además a la 3.a División Aerotransportada en un intento de acelerar las cosas.10

La unidad entró en acción esa misma noche, cuando cuarenta y cinco vehículos cruzaron el Vire para atacar Saint-Gilles, al oeste de Saint-Lô. Pero al día siguiente se comprobó que la operación era demasiado ambiciosa. La 30.a División no había conseguido despejar la zona y las dos divisiones no tardaron en verse metidas en un buen lío, pues sus movimientos no habían sido coordinados de antemano. Los tres destacamentos especiales de la 3.a División Acorazada se vieron de pronto avanzando parcela a parcela en vez de extenderse en todos los sentidos como Bradley había previsto. Vivieron una sangrienta primera experiencia cuando doce tanques Sherman fueron puestos fuera de combate casi en el momento mismo en el que aparecieron por el hueco abierto en un seto.11 La munición de los tanques americanos, además de tener menos poder de penetración, producía mucho más humo que la alemana, lo que suponía una grave desventaja para ellos en la lucha entre los setos. Por otro lado, a menudo aparecían soldados alemanes aislados deseosos de rendirse. Un ingeniero de combate de la 3.a División Acorazada se retiró a orinar junto a un espeso matorral en el seto de un huerto. Para mayor sorpresa y alarma suya, apareció de pronto un alemán empapado de agua. El ingeniero cogió su fusil, que había dejado apoyado en el tronco de un árbol, pero el alemán no hacía más que sacar de su cartera fotografías de su mujer y de sus hijos, en un intento por convencerle de que no le disparara. No paraba de decir: «Meine Frau und meine Kinder!».12

Otros ataques alemanes desde el oeste vinieron a demostrar que una Kampfgruppe de la 2.a División Acorazada de la SS Das Reich había sido trasladada a ese sector. Los aviones de reconocimiento localizaron asimismo una gran fuerza blindada que se acercaba desde Le Bény-Bocage, a casi cincuenta kilómetros al sureste de Saint-Lô. Las interceptaciones de Ultra daban a entender que correspondía casi con toda seguridad a una parte de la Panzer-Lehr-Division traída desde el frente de Caen. Fueron enviados dos escuadrones de P-47 Thunderbolt a cortarle el paso.

El 9 de julio continuó cayendo una lluvia intermitente, que dificultó los vuelos de reconocimiento y los ataques de los cazabombarderos. Los pobres soldados de infantería estaban además empapados de agua y cubiertos de barro cuando reanudaron el ataque a las 07:00. La llegada de la Panzer-Lehr-Division reveló, sin embargo, de manera clara que los alemanes estaban planeando un contraataque. Los informes recibidos esa mañana vinieron a confirmar que «muchos tanques» avanzaban desde el oeste de Saint-Lô. Las bazookas y los cañones antitanque fueron trasladados rápidamente a la posición de las tropas de primera línea y la artillería se preparó para el ataque, pero los americanos no lograron detener su avance.

A continuación se organizó un auténtico caos cuando los primeros tanques Sherman del Comando de Combate B llegaron a Pont Hébert y se equivocaron en la lectura de los mapas. En vez de girar hacia el sur, torcieron otra vez hacia el norte por la carretera principal que conducía a Saint-Jean-de-Daye. Este error los llevó de nuevo a la dirección por la que avanzaba la 30.a División, que había sido avisada de que contara con el ataque de tanques enemigos. En realidad fueron el 823.° Batallón de Tanques Destructores y algunas baterías antiaéreas autopropulsadas los que avistaron la columna perdida y le cortaron el paso de inmediato. Los dos primeros Sherman fueron puestos rápidamente fuera de combate y se desencadenó un feroz tiroteo que sembró el pánico entre las tropas aún novatas de la 30.a División cuando empezaron a correr rumores que hablaban de un importante avance de los blindados alemanes. Se tardó algún tiempo en arreglar aquel «terrible lío»,13 pero los tanques de la 3.a División Acorazada giraron por fin hacia el sur y vinieron nuevas tropas para estabilizar las líneas a uno y otro lado de la carretera de Pont Hébert.

La jornada tampoco fue muy bien por el flanco derecho. El 120.° Regimiento de Infantería y el 743.° Batallón de Tanques cayeron en una emboscada muy bien preparada por unos carros blindados Panther y los granaderos acorazados de la división Das Reich. Los granaderos de la Waffen-SS entablaron un combate cuerpo a cuerpo con los tanques americanos; algunos se aprestaron incluso a subir a bordo de los acorazados, mientras que los comandantes de éstos intentaron rechazarlos con las ametralladoras pesadas montadas en lo alto de las torretas. Un batallón del 120.° de Infantería se vio casi rodeado y a punto estuvo de salir despavorido «debido al elemento de pánico que empezó a apoderarse de los soldados relativamente bisoños».14 Las tropas de reserva y los soldados sin cometido específico asignado cedieron al miedo, que «precipitó una retirada frenética hacia el norte en toda clase de vehículos, blindados y de otro tipo».

Sólo la enérgica actuación de los oficiales y suboficiales impidió que las compañías de primera línea salieran huyendo. Los americanos habían perdido en total trece tanques Sherman. Su infantería también había sufrido ese día el doble de pérdidas que los alemanes. Sólo el prodigioso apoyo de su artillería, que lanzó casi nueve mil obuses desde el amanecer, evitó un desastre absoluto.

El 10 de julio, el VII Cuerpo, encerrado entre los pantanos y el río Taute, realizó un esfuerzo más por avanzar hacia el suroeste cruzando la carretera de Carentan-Périers. Se consiguieron algunos éxitos aislados, pero a los americanos seguía resultándoles imposible salir de aquel cuello de botella. A la 83.a División le había costado cuatro días de duros combates avanzar menos de dos kilómetros. Un oficial de la 4.a División describía la situación como «una triste semana de auténtica desesperación para la infantería», al tener que luchar en los pantanos de isla en isla «en aquel país abominable», a veces con el agua hasta los tobillos, otras caminando por al agua con los fusiles por encima de la cabeza. Los hombres estaban agotados. «En cuanto cualquiera de nosotros consigue sentarse, se queda dormido o cae en una especie de letargo».15 La profesionalidad militar de los alemanes contribuyó también a que los americanos no pudieran calcular las bajas sufridas por el enemigo. Los alemanes recogían a sus muertos por la noche y se llevaban consigo los cadáveres cuando se retiraban.

El general Barton, comandante de la 4.a División, escribió: «Los alemanes aguantan ahí simplemente por las agallas que tienen sus soldados. Los superamos en número en una proporción de 10 a 1 en infantería, de 50 a 1 en artillería y en una cantidad absolutamente infinita en aviación». Barton quería que los comandantes de sus unidades convencieran a sus hombres de «que tenemos que pelear por nuestro país con tanto denuedo como los alemanes pelean por el suyo[36]». 16 Un informe sobre interrogatorios efectuados a prisioneros de guerra afirmaba que los alemanes «no tienen la menor consideración por las cualidades de combate del americano medio».17 Los Rangers y las tropas aerotransportadas eran respetadas. Los alemanes estaban profundamente bien adoctrinados por la propaganda. Un prisionero de diecinueve años perteneciente a las Juventudes Hitlerianas y destinado a la 17.a División de Granaderos Acorazados de la SS estaba convencido de que los americanos estaban en una situación desesperada, de que las fuerzas alemanas habían recuperado Cherburgo, y de que Alemania iba a acabar con los aliados occidentales y luego iba derrotar al Ejército Rojo.

Para fomentar el odio, los oficiales del Estado Mayor de Guía Nacionalsocialista, equivalentes a los comisarios políticos soviéticos, hacían hincapié en la destrucción de las ciudades de Alemania y en el asesinato de mujeres y niños por los «ataques terroristas» de la aviación. Su argumento fundamental era que los aliados pretendían barrer del mapa a la «raza germánica». La derrota supondría la aniquilación de su patria. Las octavillas de propaganda de esta organización dirigidas a las tropas aliadas planteaban las siguientes preguntas: «¿Qué venís a hacer a Europa? ¿Defender a América?… ¿Morir por Stalin… e Israel?».18 Todo ello formaba parte del argumento fundamental de los nazis según el cual el «Amerikanismus» hermanaba al «plutócrata judío» de los Estados Unidos con el «bolchevique judío» de la Unión Soviética.

Incluso los soldados alemanes que querían rendirse temían hacerlo. La propaganda nazi los había convencido de que no iban a estar seguros en una Inglaterra bombardeada por las nuevas armas secretas. «Caer prisionero es también una cuestión espinosa», escribía un Obergefreiter. «Muchos estaban dispuestos a dejarse capturar, pero temían la V1 y la V3».19 Tres días después escribía a su familia, preocupado todavía por los peligros que comportaría la rendición si Alemania realmente ganaba la guerra. «Hoy he estado hablando con un veterano del frente oriental, quien me ha contado que aunque en el este la situación era dura, nunca lo fue tanto como aquí». Si un soldado alemán «se pasa al enemigo… su familia no recibe apoyo alguno y cuando venzamos la guerra, el soldado será entregado y ya verá lo que le pasa».20

Como en cualquier otro ejército, la actuación en combate de las tropas americanas de los distintos batallones fue muy variada. Durante las batallas del bocage, algunos reclutas empezaron a vencer su terror a los Panzer alemanes. El soldado Hicks, del 22.° de Infantería, integrado en la 4.a División, logró destruir tres tanques Panther en tres días con su bazooka. Aunque murió dos días después, la confianza en las bazookas como arma antitanque siguió aumentando. El coronel Teague, del 22.° de Infantería, oyó contar una anécdota a uno de sus hombres encargados de manejar la bazooka. «Mi coronel, aquel tío era un gran hijo de puta. Parecía que toda la carretera estaba llena de tanques. Seguía avanzando y parecía que fuera a destruir el mundo entero. Disparé tres veces y el hijo de puta no paraba». El hombre hizo una pausa, y Teague le preguntó qué había hecho entonces. «Me fui corriendo por detrás y disparé. Entonces se detuvo».21 Algunos oficiales jóvenes estaban tan animados con la idea de hacer cacerías de Panzer que hubo que ordenarles que dejaran de hacerlo.

En cinco días de combates en los pantanos y en el bocage, sin embargo, el 22.° de Infantería sufrió 729 bajas, entre ellas el oficial al mando de un batallón y cinco jefes de compañías de fusileros. «A la Compañía G le quedaban sólo cinco suboficiales que llevaran con la unidad más de dos semanas. Cuatro de ellos, según el sargento primero, habían sufrido episodios de fatiga de combate y no se habría tolerado que continuaran como suboficiales si hubiera habido otros a quienes echar mano. Debido a la falta de suboficiales eficaces, el oficial al mando de la compañía y el sargento primero tenían que recorrer el campo y sacar a los hombres de sus trincheras a puntapiés cuando arreciaba el fuego, sólo para que volvieran a esconderse de nuevo en ellas en cuanto se habían ido».22

Al este del Taute, la 9.a y la 30.a División, integradas en el XIX Cuerpo de Ejército, aguardaban con nerviosismo la llegada de la Panzer-Lehr-Division. El hecho de que no se efectuaran labores de reconocimiento aéreo el día 10 de julio debido a la mala visibilidad había permitido a la Panzer-Lehr-Division avanzar sin que nadie se lo impidiera y llegar esa misma noche a sus zonas de reunión. El plan de los alemanes era forzar a las dos divisiones americanas a cruzar de nuevo el canal del Vire y luego atacar directamente Carentan. La Panzer-Lehr-Division había empezado siendo la mejor equipada y mejor entrenada de todas las formaciones alemanas en Normandía, pero había perdido más de dos terceras partes de sus efectivos combatiendo contra los británicos en el frente de Caen[37].

Los hombres de Bayerlein estaban también cansados, pues nunca los habían sacado de la línea de combate para que se tomaran un descanso. Cuando Bayerlein protestó en este sentido ante el cuartel general del 7.° Ejército, le dijeron que no se preocupara, pues los americanos eran soldados muy flojos. Bayerlein advirtió a Choltitz que la Panzer-Lehr-Division «no estaba en condiciones de llevar a cabo un contraataque».23 Parece que Choltitz replicó que era un mentiroso, «como todos los comandantes de fuerzas acorazadas», y que debía atacar de todas maneras.

Bayerlein no exageraba en lo tocante al estado en que se encontraba su división cuando salió del sector británico. Geyr von Schweppenburg escribía: «Debido a su estado de agotamiento, el I Cuerpo Acorazado de la SS consideraba que la división se encontraba en una situación crítica».24 Bayerlein no tuvo más opción que dividir los tanques, los granaderos acorazados y la artillería de que disponía en tres grupos de combate. El más fuerte debía atacar desde Pont-Hébert, el segundo por la carretera de Coutances a Le Dézert, y el tercero desde el bosque de Hommet hacia Le Mesnil-Véneron.

Durante la noche del 10 de julio, la infantería americana que ocupaba las posiciones adelantadas informó que se sentía ruido de tanques, y a primera hora del 11 de julio, algunas unidades de la Panzer-Lehr-Division empezaron a atacar en las colinas boscosas situadas al sur de Le Dézert y contra un batallón del 120.° de Infantería en la Colina 90, cerca de Le Rocher. Aunque algunos tanques Mark IV lograron penetrar en las posiciones americanas, los equipos de bazookas se ocuparon de ellos con bastante diligencia en unas cuantas acciones aisladas.

El ataque alemán desde Pont-Hébert a lo largo de la margen izquierda del Vire fue también rechazado con bazookas y con la ayuda de tanques destructores. Una fuerza especial de la 3.a División Acorazada vino en su ayuda, pero seis de sus vehículos fueron alcanzados por los cañones de asalto alemanes que disparaban desde la margen derecha del río. En el otro flanco, la 9.a División trajo a su vez refuerzos y tanques destructores. A las 09:00 del 11 de julio, los cazabombarderos americanos fueron desviados de otra misión para que atacaran los vehículos blindados de la Panzer-Lehr-Division que avanzaban hacia el noreste por la carretera de Le Dézert.

Unos cuantos kilómetros más al oeste, otros grupos de tanques destructores lograron tender una emboscada a los Panther que venían en su dirección. Aunque a menudo se necesitaban varios disparos para dejar completamente fuera de combate a un Panther, los tripulantes de los tanques destructores lucharon haciendo gala de un control de sí mismos realmente impresionante. En total, destruyeron doce Panther y un Mark IV. La ofensiva de la Panzer-Lehr-Division se paró por completo cuando la Kampfgruppe central fue avistada al sur de Le Dézert y luego bombardeada por la artillería de la 9.a División y atacada por los Thunderbolts P-47 y los Lightnings P-51. La Panzer-Lehr-Division había quedado terriblemente maltrecha, con la pérdida de veinte tanques y cañones de asalto y casi 700 hombres.25

Bayerlein echó la culpa del desastre al agotamiento de sus hombres y a lo poco apropiada que resultaba la lucha de los Panther Mark IV entre los setos vivos, que reducían su principal ventaja, esto es, la capacidad de disparar a larga distancia. Como tenía un cañón muy largo, resultaba también difícil girar la torreta. Más acertado quizá sería decir que las tropas americanas que participaron en el combate mostraron gran valor y una enorme determinación. No se vio casi ni rastro del pánico que se había producido dos días antes.26 Al mismo tiempo, el ataque de la debilitada Panzer-Lehr-Division no puede compararse en absoluto con la fuerza de las divisiones acorazadas de la SS que opusieron resistencia a los británicos.

Este breve esbozo de los acontecimientos no puede reflejar en modo alguno la realidad de los combates en el bocage. Los alemanes los describían como un «schmutziger Buschkrieg», una «guerra sucia entre los arbustos», pero reconocían que la mayor ventaja la tenían ellos en cuanto defensores.27 El miedo suscitado por la lucha en el bocage provocó un odio como no había existido nunca antes de la invasión. «Los únicos soldados alemanes buenos son los muertos», escribía un soldado de la 1.a División de Infantería en una carta a su familia allá en Minnesota. «De hecho no he odiado nunca tanto a nadie. Y no es como consecuencia del discurso de ningún jefazo. Creo que estoy perdiendo un poquito la chaveta, ¿pero quién no la pierde? Probablemente es lo mejor que nos puede pasar».28 No obstante, la brutalidad de los combates tenía ciertos límites no declarados verbalmente. Ninguno de los dos bandos recurrió a las balas expansivas o dumdum, conscientes de que, si lo hubieran hecho, el adversario les habría pagado con la misma moneda.

Los americanos no estaban preparados para la espesura del bocage, para la altura de los árboles de los setos y los duros y elevados terraplenes en los que crecían. Durante los entrenamientos habían supuesto que los setos eran como los del sur de Inglaterra. El general Collins, del VII Cuerpo, dijo a Bradley que la experiencia del bocage era tan mala como cualquiera de las que hubiera podido pasar en Guadalcanal. Y el propio Bradley comentó que era «el país más asqueroso que he visto». Ni siquiera el ejército británico había hecho caso de las advertencias del mariscal Brooke. Éste había experimentado personalmente lo que eran aquellos campos durante la retirada de 1940 y había previsto las dificultades que podían representar para el atacante.

Especialmente los soldados recién llegados se sentían desorientados y sobrecogidos por la imposibilidad de avistar al enemigo cuando avanzaba por los pequeños campos cercados. Habían olvidado las enseñanzas básicas de todo entrenamiento de infantería. Su instinto, cuando se veían acosados por la artillería o el fuego de mortero de los alemanes, era tirarse al suelo o recular en busca de algún refugio, en vez de seguir adelante y cargar, actitud que en realidad resultaba menos peligrosa. El disparo de un solo fusilero alemán desde lo alto de un árbol daba lugar con demasiada frecuencia a que los hombres de toda una unidad se echaran cuerpo a tierra, donde ofrecían un blanco mucho más fácil. Los alemanes eran aficionados a provocar esa situación deliberadamente, para disparar a continuación una densa cortina de fuego de mortero contra los soldados cuando estaban indefensos en el suelo. «Seguid andando si queréis seguir con vida», era el eslogan adoptado por el cuartel general de Bradley como instrucción para todo el mundo.29 Se advirtió a los oficiales y suboficiales que no debían echarse cuerpo a tierra, pues el resto de la unidad habría seguido su ejemplo. Una actitud agresiva daba lugar a que se produjeran menos bajas, pues los alemanes se quedaban perplejos al ver que el enemigo seguía avanzando hacia ellos. Y se hizo hincapié en la importancia del «fuego en marcha». Con ello quería decirse que había que disparar constantemente contra cualquier presunto escondite mientras se avanzaba, y no esperar a tener un objetivo identificado.

Se aconsejaba a los soldados que, si eran heridos por un francotirador, permanecieran en silencio. Sin duda el tirador no malgastaría otro cartucho en un cadáver, pero seguramente volvería a disparar si el herido intentaba recular a rastras. Los francotiradores alemanes escondidos en los árboles a menudo se ataban al tronco para no caer en caso de resultar heridos. Ninguno de los bandos daba cuartel a los francotiradores. Otro escondite favorito en campo abierto eran los almiares. Esta práctica, sin embargo, se desechó enseguida cuando los soldados americanos y británicos aprendieron a disparar balas trazadoras con las que prendían fuego a la paja, para luego abatir al tirador oculto cuando intentaba escapar.

La puntería de los alemanes no solía ser muy buena, sobre todo debido a la falta de entrenamiento de los soldados cuando habían estado destinados en el Muro Atlántico. Pero el temor que inspiraban a los americanos era desproporcionado en comparación con el número de bajas infligidas. El fuego de mortero producía tres veces más heridos y más muertos que los disparos de fusiles o las ráfagas de ametralladora.30 La mayoría de las unidades alemanas disponían de muy pocos tiradores de precisión provistos de mira telescópica, pero ello no impedía que los aterrorizados soldados de infantería americanos estuvieran convencidos de que cualquier fusilero escondido era un «francotirador». «No debería exagerarse la amenaza de los francotiradores», insistía en una circular el cuartel general del I Grupo de Ejército norteamericano.31 A los francotiradores había que responder con otros francotiradores, no mediante «fuego indiscriminado». Un miedo similar hacía que cualquier tanque alemán se convirtiera en un Tiger y que cualquier cañón campaña se transformara en un cañón de 88 mm.

Al igual que los ingleses en el frente de Caen, los americanos descubrieron que los alemanes eran muy buenos en todo lo concerniente a las técnicas de camuflaje y ocultación. Cortaban ramas frescas para ocultar los cañones y los vehículos blindados a la vista de los aviones y de las fuerzas de tierra. Sus soldados estaban acostumbrados a disimular las elocuentes huellas de los vehículos blindados, e incluso intentaban levantar de nuevo la hierba o el grano que habían aplastado a su paso. Además la infantería alemana no se limitaba a cavar pequeñas trincheras. Se enterraban «como si fueran topos», cubriéndose la cabeza contra las andanadas de la artillería y abriendo túneles bajo los setos. La pequeña abertura en el terreno que dejaban les proporcionaba el hueco ideal desde el que cortar el avance de una unidad americana con el disparo rápido de un MG 42[38]. 32

En el frente oriental los alemanes habían aprendido de los bombardeos soviéticos a minimizar sus pérdidas en defensa. Aplicaron con mucha eficacia esas lecciones en Normandía. Su primera línea no era más que una pequeña pantalla de posiciones de ametralladoras. Varios cientos de metros más atrás estaba preparada una línea de posiciones bastante más sólidas. Luego una tercera línea todavía más atrasada contaba con una fuerza dispuesta a contraatacar rápidamente.33

Los alemanes sabían muy bien que el mejor momento para pillar desprevenidas a las tropas británicas y americanas era justo después de que éstas hubieran tomado una posición. Habitualmente se infligían en ese momento más bajas que durante el ataque original. Los soldados aliados eran muy lentos a la hora de abrir nuevas trincheras y a menudo se limitaban a utilizar los hoyos y las zanjas cavadas por los alemanes. En muchos casos esas posiciones estaban provistas de trampas explosivas, pero además siempre podían estar localizadas de antemano como objetivo por los batallones de apoyo de la artillería alemana, dispuestos a abrir fuego en cuanto sus hombres emprendían la retirada. Una y otra vez, las tropas aliadas fueron pilladas desprevenidas. Agotados por el ataque y ufanos por el éxito obtenido, los soldados no encontraban demasiado atractiva la idea de ponerse a cavar frenéticamente nuevas trincheras. A la infantería británica y a la americana les costó mucho tiempo y muchas muertes innecesarias aprender a seguir la máxima del ejército alemán según la cual «el sudor ahorra mucha sangre».

Combatiendo contra el Ejército Rojo los veteranos del frente oriental habían aprendido casi todas las triquiñuelas imaginables. Si había socavones producidos por el estallido de una bomba en los accesos a sus posiciones, colocaban en el fondo minas antipersona. El instinto del atacante lo habría llevado a arrojarse en el hoyo para buscar protección ante el fuego de ametralladoras o de mortero. Si abandonaban una posición, no sólo preparaban trampas explosivas en sus refugios subterráneos, sino que dejaban también una caja de granadas, varias de las cuales habían sido manipuladas para reducir el tiempo de demora a cero. También eran expertos en esconder en las cunetas minas de fragmentación, llamadas por los americanos Bouncing Betty o «minas castradoras» porque, al activarse, se elevaban hasta la altura de la entrepierna antes de estallar. Y tendían cables bien tirantes a la altura del cuello en los caminos usados por los jeeps con el fin de decapitar a los conductores distraídos que pasaban por allí. Los americanos enseguida se acostumbraron a soldar una barra en forma de «L» invertida en la parte delantera de los vehículos descubiertos con el propósito de enganchar y cortar los cables.

Otra treta que utilizaban los alemanes cuando los americanos lanzaban una ofensiva por la noche consistía en disparar con una ametralladora balas trazadoras por encima de las cabezas de sus atacantes. De ese modo conseguían que los soldados enemigos siguieran avanzando erguidos, y ellos podían luego abrir fuego a menor altura con munición normal. En todos los ataques, las tropas británicas y americanas se mostraron incapaces de adaptar su avance a la cortina de fuego de su artillería. Los soldados recién llegados se rezagaban dando por supuesto que el enemigo habría sido aniquilado por la explosión de bombas u obuses, cuando de hecho lo que probablemente ocurría era que quedaba temporalmente aturdido o desorientado. Los alemanes se recuperaban enseguida, de modo que era preciso aprovechar la ocasión con rapidez.

Los tanques que apoyaban los ataques eran utilizados para sofocar la espesa cortina de fuego de ametralladora proveniente de cualquier posible posición provista de esta arma, especialmente en los extremos más alejados de cada parcela. Pero también causaban bastantes bajas en su propia infantería, especialmente cuando la ametralladora de proa disparaba desde un nivel más bajo. Las unidades de infantería a menudo solían gritar pidiendo el apoyo de los tanques, pero a veces, cuando sus carros blindados aparecían sin que nadie los hubiera llamado, se indignaban. La presencia de tanques casi siempre atraía el fuego de la artillería o de los morteros alemanes.

El Sherman era una bestia muy ruidosa. Los alemanes decían que siempre sabían cuándo iba a producirse un ataque americano por el sonido de los motores de los tanques. Los tripulantes de los carros blindados británicos y americanos podían correr muchos peligros. El cañón antiaéreo de 88 mm utilizado contra un objetivo terrestre tenía una precisión aterradora, incluso a más de un kilómetro de distancia. Los alemanes los camuflaban en cualquier colina bien atrás, de modo que pudieran disparar contra los setos situados a sus pies. En el terreno cerrado del bocage, los grupos cazatanques alemanes con el lanzagranadas Panzerfaust al hombro se escondían y aguardaban el paso de las columnas de carros blindados americanos, y luego disparaban contra ellos por detrás, esto es, contra la parte por la que eran más vulnerables. En el frente de Saint-Lô, el teniente Richard Schimpf, de la 3.a División Paracaidista, comentó cómo sus hombres empezaron rápidamente a coger confianza y a perder el Panzerschreck, es decir, el miedo a los tanques, tras inutilizar a los Sherman en los combates de proximidad.34 Otros se acercaban arrastrándose a los blindados y arrojaban contra ellos bombas adhesivas, semejantes a las granadas Gammon usadas con ese mismo fin por los paracaidistas americanos. Algunos se encaramaban incluso a los tanques, si lograban acercarse a ellos sin ser vistos, e intentaban lanzar granadas por la escotilla. No es de extrañar que a las compañías de Sherman no les gustara moverse por el bocage sin tener el flanco guardado por la infantería.

Los alemanes solían colocar un cañón de asalto o un tanque al final de un largo trayecto en línea recta para tender emboscadas a cualquier Sherman que intentara seguir ese camino. Esto obligaba a los tanques a internarse en los pequeños campos de cultivo. Incapaz de ver casi nada a través del periscopio, el comandante del tanque tenía que sacar la cabeza por la escotilla de la torreta para mirar, ofreciendo un blanco perfecto para cualquier fusilero o cualquier ametralladora clandestina.

Otro peligro era la presencia de un blindado alemán escondido en un sendero hundido entre los setos. La supervivencia dependía de la rapidez de las reacciones. Las torretas de los tanques alemanes giraban con mucha lentitud, de modo que siempre había la oportunidad de librarse del primer tiro. Si no tenían preparado un proyectil capaz de perforar el blindaje en la recámara, el disparo de una bomba de fósforo blanco podía cegar al tanque enemigo o incluso causar el pánico entre sus tripulantes obligándolos a abandonar el vehículo.

En los campos rodeados de setos era donde los tanques resultaban más vulnerables cuando entraban o salían de una parcela por cualquier hueco evidente. Se intentaron diversos métodos de evitar el peligro. La infantería que acompañaba a los carros blindados intentaba abrir brechas en los setos con torpedos Bangalore, pero este recurso rara vez resultaba eficaz, debido a la solidez del suelo y al tiempo que se tardaba en meter la carga bajo tierra. Los ingenieros utilizaban explosivos, pero se necesitaban cantidades enormes.

La solución perfecta la descubrió por fin el sargento Curtis G. Culin, del 102.° Escuadrón de Reconocimiento de Caballería, integrado en la 2.a División Acorazada. Un soldado propuso la idea de montar en la parte delantera del tanque unos dientes de acero que le permitieran perforar el seto. La mayoría de los presentes se echaron a reír, pero Culin desarrolló la idea soldando un par de vigas cortas de acero en la parte frontal del Sherman. El general Bradley vio una demostración. Inmediatamente dio la orden de que el acero de los obstáculos de playa alemanes fuera cortado en trozos con esa finalidad. Nació así el tanque «rinoceronte».35 Con un buen conductor, se tardaba menos de dos minutos y medio en abrir un agujero entre el terraplén y el seto.

Uno de los pasatiempos más importantes, pero también menos agradables que había en el bocage era patrullar de noche. Habitualmente había un sargento al frente de la patrulla, cuya finalidad era o intentar capturar algún prisionero para su interrogatorio, o simplemente establecer una presencia en primera línea en caso de que se produjera un ataque por sorpresa. Los paracaidistas alemanes del frente de Saint-Lô solían escabullirse por la noche para lanzar granadas. Se inventaron muchas anécdotas acerca de esta actividad. «Hablé con un número suficiente de hombres», escribe el historiador Forrest Pogue, «para dar crédito a la historia acerca de un alemán y una patrulla americana que, en virtud de un pacto de caballeros, pasaron varios días visitando sucesivamente a intervalos regulares una bodega situada en tierra de nadie». Oyó contar también a un jefe de patrulla que su grupo «comunicó que estuvieron tres días aislados por el enemigo mientras gozaban de los favores de dos rollizas jóvenes francesas en una granja».36 Pero aunque las anécdotas fueran ciertas, serían sólo excepciones. Eran muy pocos los hombres, especialmente si eran originarios de una ciudad, a los que les gustara abandonar la reconfortante compañía de su unidad. Los pelotones americanos solían patrullar también por la noche para que los «reemplazos» recién llegados probaran lo que era el frente. Pero para un sargento al mando de unos cuantos reclutas aterrorizados dispuestos a disparar contra cualquier cosa en la oscuridad, una patrulla nocturna era la peor tarea que le podía caer.

La burocracia militar americana trató todo el sistema de «reemplazos» con una falta de imaginación brutal. El propio término «reemplazo», que indicaba que el interesado iba heredar los zapatos de un muerto, no podría haber sido peor elegido. Se tardó varios meses en cambiar el término por la palabra «refuerzo». Pero el problema fundamental era que los recién llegados eran hombres mal entrenados y no estaban preparados en absoluto para lo que les aguardaba. «Nuestros jóvenes, especialmente los reemplazos que llegaron cuando lo hice yo», comunicaba un teniente de la 35.a División, «no eran verdaderos soldados. Eran demasiado jóvenes para matar y demasiado blandos para aguantar los rigores del combate».37

«Prácticamente todos los reemplazos», decía un informe de la 4.a División de Infantería, «han llegado directamente de los centros de instrucción de reemplazos». No habían recibido ningún entrenamiento de unidad ni de campaña y, a diferencia de los reclutas que se habían preparado para la invasión en Inglaterra, nunca se habían encontrado bajo fuego de artillería procedente de una posición superior. «Muchos de los que eran presentados como especialistas nunca habían recibido instrucción alguna en la especialidad que se les atribuía oficialmente. Muchos reemplazos de infantería no habían recibido adiestramiento alguno de infantería de combate… He encontrado a algunos hombres que habían sido entrenados para ordenanzas de correos, cocineros, asistentes de oficiales, conductores de camión, etc., durante períodos de entre seis meses y un año; luego habían sido trasladados a Europa, asignados a una unidad de combate, y los habían puesto a combatir a las veinticuatro horas… En definitiva esos hombres estaban preparados de manera totalmente inadecuada, desde el punto de vista tanto psicológico como militar, para el combate».38 La única ocasión de adiestrarlos que tenía la división era durante los períodos de descanso que tanto necesitaban: menos de seis días en dos semanas, pues habían desembarcado en Utah. Se trataba de una tarea imposible. Tras sufrir 7876 bajas desde el desembarco, la 4a División había recibido 6663 reemplazos[39]. La mayoría de los suicidios fueron cometidos por reemplazos. «Justo antes de ser enviados a Francia», señalaba una enfermera de la Cruz Roja americana, «a algunos jóvenes les retiraron los cinturones y las corbatas. Eran muy, muy jóvenes».39

Los reemplazos se integraban en sus unidades habitualmente por la noche, sin tener la menor idea de dónde estaban. Los veteranos les daban de lado, en parte porque su llegada se producía justo después de que hubieran perdido a algún compañero y por consiguiente no estaban dispuestos a abrir su corazón a unos recién llegados. Además todos sabían que iban a ser los primeros en morir y los condenados a muerte eran vistos como una especie de apestados. Se trataba de una profecía destinada a cumplirse, pues a los reemplazos solían asignárseles las tareas más peligrosas. Una unidad no estaba dispuesta a desperdiciar a sus hombres más experimentados.

Muchos reemplazos quedaban conmocionados en cuanto entraban en combate. Los sanitarios se veían obligados a actuar de consejeros de los reemplazos encogidos de terror en el fondo de sus trincheras. Aquellos muchachos se hallaban convencidos de que estaban directamente bajo el fuego de la artillería debido a las intensas vibraciones del suelo como consecuencia de la caída de las bombas a cierta distancia del lugar en el que se encontraban. Los sanitarios tenían que tratar de convencerles de que sacaran la cabeza de su trinchera para comprobar que no corrían un peligro inmediato.

Cuando la compañía avanzaba, se situaba un sargento guía detrás de la unidad para detener a cualquier soldado que fuera presa del pánico. Los reemplazos eran también los que más probabilidad tenían de intentar escapar del frente autolesionándose. Habitualmente, se pegaban un tiro en el pie izquierdo o en la mano izquierda. Los más espabilados utilizaban un saco de arena o cualquier otro material para evitar las elocuentes quemaduras de cordita alrededor del orificio de entrada, pero el patrón de la herida en el pie izquierdo o en la mano izquierda era tan obvio, como observaría el general Patton, que había «una elevada probabilidad de que la herida se la hubiera infligido el propio lesionado».40 Los que recurrían a esta treta eran relegados en los hospitales a secciones especiales, como si la cobardía fuera una enfermedad contagiosa. En cuanto eran dados de alta, se enfrentaban a una condena de seis meses en una prisión militar.

Los verdaderos héroes del bocage fueron los sanitarios. Tenían que atender a los heridos a campo abierto e intentar evacuarlos de la zona. Su única defensa era un brazalete con una cruz roja que casi siempre era respetado por los francotiradores, aunque no siempre. Los sanitarios no esperaban contar con demasiada ayuda de los combatientes, a quienes se decía que debían seguir adelante aunque sus compañeros cayeran heridos. «Los fusileros deben dejar que los médicos se encarguen de los primeros auxilios», afirmaba una instrucción del cuartel general de Bradley, poniendo como ejemplo un incidente concreto. «Cuatro reemplazos de una compañía resultaron muertos y otros ocho resultaron heridos por intentar prestar los primeros auxilios a un compañero que había caído alcanzado por una bala».41

Un sanitario de la 30.a División de Infantería anotó sus experiencias. «Para tirarse al suelo con rapidez tenía uno que aprender a doblar las rodillas y a dejarse caer, en vez de hacer un movimiento deliberado para adoptar la posición de decúbito prono». Hablaba del «rayo de esperanza» que iluminaba los ojos de los heridos cuando aparecía ante ellos. Era fácil identificar a los que estaban a punto de morir por «el color gris verdoso de la muerte que empezaba a aparecer debajo de los ojos y de las uñas. A ésos sólo podíamos ofrecerles consuelo. Los que hacían más ruido eran los heridos leves, y les enseñábamos a vendarse ellos mismos usando las compresas y las sulfamidas [en polvo] que llevaban». Él atendía a los que estaban en estado de shock o sufrían hemorragias graves. Solía ser innecesario utilizar el torniquete, «pues la mayoría de las heridas eran pinchazos y rasguños que apenas sangraban o amputaciones o lesiones producidas por fragmentos incandescentes de obuses o morteros que cauterizaban directamente la herida».42

Su principal herramienta eran las tijeras de vendaje, utilizadas para cortar el uniforme, las sulfamidas en polvo, las compresas y la morfina. Pronto aprendió a no llevar una cantimplora extra con agua para los heridos, sino cigarrillos, pues eso era por lo general lo primero que pedían. Además pesaban menos. Las bombas que explotaban en los robles causaban la muerte a muchos hombres, así que en cuanto veía ramas por el suelo se ponía a buscar heridos y cadáveres por los alrededores. Había grupos de trabajo encargados de trasladar los cuerpos de los fallecidos al Registro de Sepulturas. Los cadáveres solían estar rígidos e hinchados, y a veces llenos de gusanos. En algunas ocasiones se les desprendía una de las extremidades al ser levantados del suelo. El hedor era insoportable, especialmente en el depósito central. «Allí olía todavía peor, pero la mayoría de los que trabajaban en ese lugar se encontraban aparentemente bajo una influencia del alcohol tan fuerte que daba la impresión de que no les importaba».

En una ocasión tuvo que rellenar etiquetas de «Muerto en combate» para todos los integrantes de un pelotón aniquilado por una sola ametralladora alemana. Y nunca olvidaría a un viejo sargento que murió con la sonrisa en los labios. El sanitario se preguntaba por qué. ¿Estaba sonriendo el sargento en el momento de la muerte, o pensó en algo gracioso mientras moría? Los hombres altos y corpulentos eran los más vulnerables, por fuertes que fueran. «Los soldados que realmente duraban más solían ser delgados, de menor estatura y muy rápidos de movimientos». Los hombres se llenaban de odio contra el enemigo cuando moría un compañero, señala siempre el mismo sanitario. «Y a menudo se trataba de un odio total; cuando ocurría algo así, mataban a cualquier alemán que encontraran». Comenta incluso que los soldados más sentimentales provenientes de comunidades rurales cubrían los ojos abiertos de las vacas muertas con trenzas de paja.

Había una clara división entre los chicos provenientes de las zonas rurales y los chicos de ciudad que no habían estado nunca en el campo. Un soldado nacido en una granja cogió una vaca, la ató a un seto y empezó a ordeñarla echando la leche en su casco. Los chicos de ciudad que había en su unidad vinieron a verlo y se quedaron mirando boquiabiertos. También quedaron gratamente impresionados cuando lo vieron poner hierbas secas y ramas delante de su posición para que los alemanes no pudieran acercarse arrastrándose sigilosamente por la noche y lanzarles granadas.

Los servicios médicos del ejército norteamericano en Normandía a veces se sintieron casi abrumados por los casos de agotamiento de combate, también llamado shock o fatiga de combate. Al principio, nadie sabía realmente cómo tratar aquel problema generalizado. El neuropsiquiatra de la 29.a División de Infantería, el comandante David Weintrob, señala con cínico sarcasmo que fue enviado a trabajar con «un esfigmomanómetro, un juego de cinco diapasones, un martillo de percusión y un oftalmoscopio».43

El 18 de junio, todas sus tiendas de campaña estaban llenas de soldados que sufrían agotamiento de combate. La marea de pacientes se calmó durante un período de mayor tranquilidad comprendido entre el 21 de junio y el 11 de julio, con una media de sólo ocho casos al día. Pero desde la mañana del 11 de julio, cuando comenzó la ofensiva para tomar Saint-Lô, «llegaron las lluvias», como dice Weintrob. Se producían entre 35 y 89 ingresos al día. Weintrob tenía que escuchar a pacientes que hablaban de «visiones de cañones de 88 mm por la derecha; cañones de 88 mm por la izquierda; cañones de 88 mm por encima de la cabeza». Casi la mitad de las bajas por agotamiento de combate fueron reemplazos que se vinieron abajo al cabo de menos de cuarenta y ocho horas de estar en el frente.

Weintrob tenía tantos pacientes que tuvo que trasladar a la mayoría de ellos al Primer Centro de Agotamiento Nervioso del Ejército, que pronto se vio saturado y «se negaba en redondo a admitir a nadie, excepto a los casos muy agudos de psiconeurosis de combate». Esa enorme afluencia de pacientes —«la inmensa mayoría eran casos de agotamiento físico extremo con estados leves de ansiedad»— permitió a Weintrob convencer a su comandante, el general Gerhardt, de que le permitiera abrir un nuevo centro. El diminuto, pero belicoso Gerhardt, el inventor del grito de batalla de la división: «¡Chicos del Veintinueve! ¡Adelante!», se dejó persuadir por los argumentos de Weintrob, quien le aseguró que de ese modo podría hacer que volvieran a la línea de fuego muchos más hombres.

Weintrob tenía quince asistentes médicos que prestaban servicio en diez tiendas grandes y en otras ocho más pequeñas. Los pacientes llegaban procedentes de los centros de clasificación de bajas de primera línea. Se les daba un descanso de veinticuatro horas y una ligera sedación. Al segundo día, eran lavados y se les entregaban nuevos uniformes. Al tercer día tenía lugar un examen psiquiátrico. Los casos más agudos eran evacuados a la retaguardia. Weintrob dividía al resto en tres categorías: los que eran aptos para regresar de inmediato al servicio activo tras un breve descanso; los que estaban en condiciones de someterse a un nuevo programa de adiestramiento, y los que él clasificaba como no aptos para seguir prestando servicio de combate. Reconocía que había algunos hombres que no serían nunca capaces de librarse del shock de combate. Sencillamente serían siempre un peligro y un estorbo para sus compañeros.

Weintrob creó lo que primero se llamó el «Balneario Centro de Diversión», que básicamente era un «campamento de descanso total», con películas diarias y juegos de pelota. Pero aquello resultaba demasiado atractivo y pronto muchos hombres que sentían necesidad de descanso empezaron a fingir síntomas de fatiga de combate. Por consiguiente instauró un nuevo programa con adiestramiento en el uso de armas, prácticas de tiro y marchas de entrenamiento, cuya finalidad era restaurar la confianza militar. Se encargaban de llevarlo suboficiales que estaban recuperándose de alguna herida leve. Este programa le ayudaba también a valorar los casos dudosos. De 1822 casos (una octava parte del total de bajas de combate no fatales), 775 hombres fueron enviados de nuevo al servicio activo. Un poco más de la mitad, 396, seguían luchando después de tres meses y medio. Weintrob calculaba que «un hombre que ha sufrido un agotamiento psicológico en dos ocasiones está perdido como combatiente eficaz».

Evidentemente la vulnerabilidad de los reemplazos era el problema más urgente que había que abordar. Weintrob y el comandante G.B. Hankins, al frente del programa de adiestramiento, pidieron a Gerhardt que cambiara el sistema de reemplazos. En vez de enviarlos a una unidad de primera línea durante la noche el primer día que llegaban, debía dejarlos en la retaguardia y ponerlos en el programa de adiestramiento hasta que el regimiento al que estuvieran asignados volviera a la reserva. Esto les permitiría realizar entrenamientos con fuego de ametralladora y de artillería procedente de una posición superior y con explosiones efectuadas a su alrededor con el fin de simular el estallido de proyectiles. Además había que integrar mejor a los reemplazos. Debía entregárseles el parche azul y gris de la división para que se lo pusieran en el uniforme antes de llegar a sus unidades. En general, casi todas las innovaciones de Weintrob fueron puestas en práctica por el ejército estadounidense ese mismo otoño.

Los oficiales alemanes, por su parte, habrían sacudido la cabeza con extrañeza ante todo aquello. Sus acosadas divisiones de Normandía no pudieron permitirse nunca el lujo de tener unos días de adiestramiento detrás de las líneas. Los soldados recién llegados lo hacían a puntapiés. Y si se pegaban un tiro en la mano o en un pie, eran ejecutados sin dilación. El Obergefreiter de la 91.a Luftlande-Division escribía a su familia el 15 de julio que «Krammer, un chico dispuesto y valiente, hizo una tontería y se atravesó la mano con un tiro. Ahora van a fusilarlo». Su única esperanza era recibir «un buen Heimatschuss», una herida lo bastante grave como para ser devuelto a casa.44

El día D. La batalla de Normandía
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