Los médicos militares tenían que atender también asuntos más triviales. Las picaduras de pulga sufridas en granjas y pajares podían infectarse. Muchos accidentes innecesarios eran fruto de una mezcla de agotamiento y Calvados a palo seco, que los soldados llamaban «aguardiente de manzana» o a veces «rayo blanco», debido a lo fuerte que era. El número de casos de diarrea se incrementó de manera alarmante, pero el estreñimiento era también un problema, especialmente entre las tripulaciones de los blindados. El contenido de las raciones K, excesivamente salado, resultaba odioso. Incluso la limonada en polvo con vitamina C era utilizada para limpiar y fregar los platos. Se popularizó un chiste que decía que los prisioneros de guerra alemanes se quejaban de que obligarles a comer las raciones K era una violación de la Convención de Ginebra.30 Todos soñaban con helados, perritos calientes y batidos. La única esperanza que tenían de gozar de esas comodidades se producía cuando estaban en la reserva y aparecía el carrito de rosquillas de la Cruz Roja americana conducido por jóvenes voluntarias. Su aparición añadía además la promesa de un poco de cháchara con una chica de casa. Pero en los momentos de descanso los soldados recurrían también a actividades más viriles. Los días de paga podían verse partidas de todo tipo de juegos, de dados o de seven cardstud [variante de póquer]. Y si no había dinero, los hombres se jugaban los cigarrillos, como solían hacer antes, cuando esperaban que llegara el Día D.

También costaba trabajo mantener la higiene personal en aquel verano tan húmedo, cuando había pocas oportunidades de lavarse. Evidentemente algunas mujeres francesas no podían evitar su curiosidad, para incomodidad de la modestia de los americanos. «Me cuesta un poquillo de trabajo acostumbrarme a las mujeres de aquí mirando cómo se bañan los hombres», anotó un oficial médico en su diario. «Había decenas de hombres desnudos como su madre los trajo al mundo lavándose y nadando en el estanque alrededor del molino, y dos mujeres sentadas por allí con el mayor aplomo, levantándose a veces y mirando la escena».31

Poner cualquier cosa a salvo de la lluvia aquel mes de julio requería buenas dosis de ingenio. Un sargento de la 1.a División de Infantería contaba que siempre tenía un par de calcetines secos y un poco de papel higiénico en la parte superior del forro de su casco.32 Los soldados debían además tener mucho cuidado con su equipo, pues los niños, fascinados con él, a menudo intentaban llevarse alguna cosa como souvenir. Los niños franceses atosigaban a los americanos pidiendo «cigarettes pour papa», pero una vez conseguidos, se fumaban los pitillos ellos mismos. Constantemente rondaban por los comedores de campaña en la retaguardia, a pesar de las órdenes repetidas una y otra vez de que debían ser echados de allí. Pero los soldados americanos siempre se mostraban indulgentes con ellos. «Los niños franceses solían andar a nuestro alrededor, con sus cubitos de lata, y se ponían en la cola del comedor, y siempre nos encargábamos de que nos dieran un poco más de comida para dársela».33

En Caumont, detrás de las líneas de la 1.a División, convencieron a un gendarme de que probara el chicle. Una de las principales tareas del buen hombre era vigilar a los soldados que iban registrando las bodegas en busca de vino o de Calvados. Tanto sus hombres como él habían tenido la idea de garabatear la palabra «Minas» en las paredes situadas junto a la entrada. Pero si bien estaba dispuesto a perdonar a los soldados que sentían una necesidad desesperada de alcohol, le chocó enormemente comprobar, al encontrar a su primer soldado aliado muerto, que alguien le había robado las botas. «Sé que carecemos de todo, pero aún así», escribiría más tarde. El pillaje al que se lanzaban sus conciudadanos le llevaba a mirarlos como si no los conociera. «Nos llevamos una gran sorpresa cuando lo encontramos en todas las clases de la sociedad. La guerra ha despertado los instintos primitivos de la gente y ha transformado a muchos individuos pacíficos en delincuentes».34

Mientras que el 7.° Ejército alemán temía que Périers se convirtiera en el centro inmediato de la próxima ofensiva americana, Bradley seguía decidido a tomar Saint-Lô desde la cresta de Martinville, al noreste de la ciudad.

A los mandos alemanes les preocupaba el sector de la cresta de Martinville porque la 3.a División Paracaidista de Schimpf iba a quedar en terreno bajo. Una interceptación de Ultra permitió a Bradley enterarse de que el II Cuerpo Paracaidista de Meindl había perdido seis mil hombres. A Rommel no le quedó la menor duda de la gravedad de la situación cuando visitó al general Meindl en el cuartel general del II Cuerpo Paracaidista la noche del 14 de julio. (Aquel día había hecho un tiempo malísimo, y Rommel había podido viajar sin miedo a la intervención de los cazas de los aliados). Meindl le advirtió que la exigencia de Hitler de mantener la actual línea de frente a toda costa podía resultar desastrosa. Menos de una semana después, Meindl se lamentaría ante el general Karl Student, comandante en jefe de las tropas paracaidistas, de que ninguna de las dos peticiones de refuerzos que había hecho había recibido respuesta. Los que llegaban, a menudo no eran aptos para el combate y enseguida pasaban a engrosar el número de bajas, como por otra parte habían podido comprobar americanos y británicos. Algunos de esos paracaidistas de reemplazo habían sido pilotos bien entrenados que no habían podido completar sus cursos de vuelo en Alemania debido a la tremenda escasez de combustible.

Rommel era perfectamente consciente de los peligros. Había sido advertido de que la «costura» que unía al 7.° Ejército y a la Panzer-gruppe West (que correspondía al límite entre británicos y americanos) podía romperse. De hecho, a lo largo de toda la línea se necesitaban desesperadamente tropas de reserva, sobre todo cuando una formación completa, como la 353.a División de Infantería, había quedado reducida a menos de setecientos hombres después de once días de lucha. Y eso había sido en un período durante el cual la fuerza aérea norteamericana se había visto obligada a permanecer en tierra como consecuencia del mal tiempo.

A los americanos también les preocupaban las graves pérdidas sufridas, así como la lentitud de su avance. En la margen derecha del Vire, la 35.a División había intentado abrirse paso a la fuerza, mientras que en el lado más alejado del río la 30.a División había intentado también romper las líneas con escaso éxito. El temprano revés sufrido por la 9.a División, que se vio obligada a reducir la marcha, había hecho que la 30.a quedara con el flanco derecho desguarnecido. Esta misma unidad comprobó además que se enfrentaba a algunos grupos de la 2.a División Acorazada de la SS Das Reich.

La situación no empezó a mejorar hasta el 15 de julio, el día del «golpe definitivo» de Corlett. El XIX Cuerpo fue al menos capaz de aprovechar el apoyo aéreo de los P-47 Thunderbolt, que ametrallaron y bombardearon las posiciones alemanas. Por desgracia, un par de Thunderbolt identificaron erróneamente un destacamento del Comando de Combate B y destruyeron un tanque americano y un semioruga. Pero utilizando aquella mañana una treta muy bien preparada, la 35.a División logró romper las líneas alemanas y forzar la retirada del enemigo. La presión a lo largo de todo el frente del XIX Cuerpo, con un potente fuego de contrabatería de su artillería, había obligado a los alemanes a utilizar casi toda su munición. El comandante de la 30a División calificó aquel día de auténtico «aporreo[40]».

Todos los ojos de la estructura de mando norteamericana estaban fijos en la 20.a División, responsable del sector que constituía la llave de Saint-Lô. Su llamativo comandante, el general Gerhardt, estaba decidido a aprovechar plenamente la ocasión. Gerhardt no atraía desde luego el respeto de todos. Bradley Holbrook, corresponsal de guerra del Baltimore Sun agregado a la 29.a División, había observado los deseos de notoriedad de Gerhardt a medida que progresaba la batalla de Saint-Lô. «Recuerdo que una mañana subí al sitio en el que estaba él», contaría más tarde. «Las bajas eran cada vez mayores y a mí me parecía una cosa totalmente inútil. Le pregunté por qué estábamos teniendo tantas bajas cuando podíamos simplemente rodear aquel lugar y seguir adelante. Él se dio media vuelta, me miró y dijo: "Porque es un nombre que todo el mundo va a recordar". Y yo pensé: "¡Ah, mierda! ¿Pero qué clase de guerra estamos haciendo?"».35

Al igual que Patton, también Gerhardt era muy exigente en lo tocante a la corrección del atuendo en el campo de batalla. No podía hacer mucho respecto al desaliño general de sus hombres, pues las posibilidades de afeitarse llegaban sólo cuando un batallón estaba en la reserva. Más justificada, en cambio, estaba su exasperación por el hecho de que la mayoría de los soldados se ataran la correa de su casco de acero por detrás de la cabeza, y no por debajo de la barbilla. Esta costumbre se debía al absurdo temor a que una explosión cercana le arrancara a uno la cabeza si el casco estaba bien atado. Gerhardt llevaba siempre su casco correctamente sujeto con la hebilla, y rara vez lo cambiaba por otro tocado, al parecer porque deseaba ocultar a la vista su calvicie.

El objetivo inmediato de su división era la localidad de Martinville, en lo alto de la colina principal. Se trataba de un puñado de casas rústicas normandas de piedra, con patios cercados a uno y otro lado de la carretera sin asfaltar que recorría la cresta de oeste a este. Los setos eran tan espesos y tan altos como en cualquier otro lugar de la comarca, y los huertos de manzanos densamente poblados proporcionaban a los vehículos y a los escondites de los cañones una cobertura perfecta frente a las labores de observación desde el aire. Los paracaidistas alemanes se habían protegido astutamente en profundos refugios subterráneos y en bunkeres tapados con troncos y tierra, capaces de sobrevivir a cualquier cosa excepto a un golpe directo con una bomba o un obús de gran calibre. Se habían reforzado con ingenieros de combate y con otras compañías de su propia división, así como con lo que quedaba de la 30.a Brigada Móvil, provista de ametralladoras y morteros, y algunos restos de la 352.a División de Infantería y cañones de asalto bien camuflados, colocados para disparar desde lo alto de los setos.

El ataque americano contó con el apoyo de trece batallones de artillería, así como de varios P-47 Thunderbolt, que lanzaron bombas de quinientas libras sobre las baterías de cañones de 88 mm. Pero en casi todos los ejes de avance, el fuego alemán produjo numerosas bajas. A las 19:30, el general Gerhardt ordenó que se llevara a cabo una última embestida antes del anochecer, en los siguientes términos:

—¡Calen sus bayonetas! ¡Chicos del Veintinueve! ¡Adelante!36

El 116.° de Infantería arremetió casi de frente a lo largo de la cresta de la colina desde el este con tres batallones. Tras varias horas sufriendo graves pérdidas, Gerhardt interrumpió la acción a regañadientes dando órdenes de que se cavaran trincheras y se defendiera el terreno ganado. Pero la instrucción tardó bastante en llegar al comandante Bingham, que estaba al mando del 2.° Batallón. Cuando lo hizo y Bingham se precipitó al encuentro de su primera compañía, ésta ya había llegado a su objetivo de La Capelle, en la carretera de Bayeux. Bingham nunca pensó en retroceder. Inmediatamente ordenó a su batallón que cavara trincheras para montar una defensa en redondo. Martinville, en lo alto de la colina, había sido despejada, pero los paracaidistas alemanes, siguiendo la práctica habitual en ellos, se infiltraron de nuevo por detrás de la fuerza de Bingham, de modo que ésta quedó aislada.

Gerhardt quedó sorprendido al enterarse de que el 2.° Batallón había logrado pasar. No quería que se retirara, pero la unidad se encontraba en una posición muy arriesgada, con la cresta de la colina todavía parcialmente en manos de los alemanes. Ordenó al 115.° de Infantería, situado a la derecha, avanzar al amanecer del día siguiente, 16 de julio, bajando tan rápidamente como pudiera por la carretera de Isigny a Saint-Lô. Si lograban pasar, los alemanes de la cresta probablemente se verían obligados a retirarse. Pero el 115.° se encontró con un fuego tan pesado de morteros, ametralladoras y cañones de asalto que no tuvo más remedio que esconderse.

Los hombres de Bingham, acorralados en la carretera de Bayeux, lograron repeler un contraataque, pero estaban quedándose sin municiones y sin víveres. El agua no representaba problema alguno, pues había por allí dos pozos, pero el batallón tenía 35 heridos y sólo tres sanitarios inexpertos para atenderlos. Un avión de observación de artillería les lanzó algo de plasma, pero murieron varios hombres que habrían sobrevivido si hubieran podido ser evacuados. El batallón de Bingham, en cualquier caso, fue enormemente afortunado. La mala comunicación existente entre los alemanes hizo que su posición no fuera identificada con claridad por la artillería enemiga, que durante todo el día, para deleite de los observadores americanos, había apuntado sus bombas contra sus propias tropas casi tanto como contra el adversario.

En lo alto de las colinas, a medio kilómetro al este de Martinville, el 1.° Batallón sufrió feroces contraataques de los paracaidistas alemanes armados con lanzallamas y respaldados por tres tanques. Los soldados de infantería americanos salieron de sus trincheras para asegurarse de que abatían a los equipos de lanzallamas, cargados con un peso enorme, antes de que llegaran a una distancia que les permitiera utilizar sus armas. Una compañía del 1.er Batallón, situada a la derecha, había perdido a todos sus oficiales el día anterior. Se hallaba ahora al mando del soldado Harold E. Peterson, pues los supervivientes lo habían elegido como su comandante. Un joven teniente fue enviado a ponerse al frente de la compañía, pero como era novato, tomó la acertada decisión de hacer todo lo que Peterson le decía.

Los alemanes atacaron de nuevo desde Martinville. Esta vez llevaban un tanque de apoyo, que voló el seto en el que se ocultaban los hombres de Peterson. El equipo encargado de la bazooka fue puesto fuera de combate, y los que recogieron el arma fueron tiroteados también. Los supervivientes tuvieron que salir corriendo, llevando tras de sí a rastras a los heridos «como si de un trineo se tratara». Pero se reunieron otra vez bajo el liderazgo de Peterson y otro soldado, un americano nativo de pura cepa «llamado simplemente "Jefe"». Peterson acechó al tanque con un lanzagranadas, que apenas tenía efectividad a la hora de atravesar el blindaje. Logró lanzar seis granadas contra el exterior, y sólo el ruido que produjeron los proyectiles debió de convencer a la dotación del tanque de que más valía dar media vuelta y regresar a Martinville. Lo que quedaba de la compañía de Peterson volvió a ocupar sus posiciones.

Aquella noche, Peterson ordenó que un soldado de los dos que ocupaban cada trinchera permaneciera despierto mientras el otro dormía. A la mañana siguiente, a primera hora, salió arrastrándose de su hoyo para comprobar cómo estaban las otras. En algunas de aquellas cuyos dos ocupantes se habían quedado dormidos, descubrió que les habían cortado el cuello. El grupo de paracaidistas enemigos que habían llevado a cabo la incursión, integrado por unos quince hombres, seguía por allí y Peterson los atacó con granadas. Se vio forzado a retroceder, pero luego consiguió situar dos ametralladoras ligeras y una bazooka que le permitieron mantener a raya a los paracaidistas alemanes. De hecho con ellas logró reducir al enemigo a pedazos, en algunos casos literalmente. Murieron todos los alemanes. Durante todo este tiempo, el cuartel general del batallón estuvo sin saber que era Peterson el que estaba al mando.

Durante la noche del 15 de julio, el general Gerhardt ordenó a su segundo, el general de brigada Norman Cota, que reuniera «en tres horas» un destacamento especial con el fin de completar la ocupación de Saint-Lô.37 Quizá fuera una orden un poco prematura, teniendo en cuenta la feroz batalla que estaba librándose en la cresta y la escasez de munición de artillería que tenía la división. También esa noche llegaron 269 reemplazos, que fueron enviados de inmediato a reforzar al 1.er Batallón del 116.° de Infantería en lo alto de las colinas. El suyo fue un bautismo de fuego brutal, en contra de las recomendaciones del psiquiatra de la división, pero Gerhardt no quería perder la iniciativa.

El 3.er Batallón, al mando del comandante Thomas D. Howie, se encontraba también muy mermado de fuerzas, pero recibió sólo un puñado de oficiales nuevos. El batallón de Howie debía atacar por el oeste antes del amanecer a lo largo de la ladera sur de la colina, con el fin de reunirse abajo con los hombres de Bingham y luego avanzar juntos hacia Saint-Lô. Para aprovechar el factor sorpresa, ordenó a sus hombres recurrir a la bayoneta. Sólo dos hombres por escuadrón recibieron autorización para disparar en caso de emergencia.

El batallón de Howie «hizo su aparición» el 16 de julio, cuando sólo había un pequeño resplandor que anunciaba el amanecer, avanzando rápidamente en columna por compañías. Tuvieron la suerte de que los envolviera una niebla matutina, pero reaccionando probablemente ante el ruido que hacían, las ametralladoras alemanas abrieron fuego en su dirección. Tal como se les había ordenado, los soldados de Howie no respondieron a los disparos. La disciplina y la rapidez de la marcha los llevaron a alcanzar su objetivo cerca del batallón de Bingham hacia las 06:00. Howie se lo comunicó por radio al comandante de su regimiento. Le dijeron que su misión consistía en penetrar de inmediato hasta las afueras de Saint-Lô, poco más de un kilómetro hacia el oeste. «Lo haremos», respondió. Sus hombres repartieron rápidamente sus raciones de comida con los del hambriento 2.° Batallón, aunque no andaban sobrados de munición. Pero justo cuando el comandante Howie dio la orden de avanzar hacia Saint-Lô, una bomba de mortero alemana explotó entre los integrantes de su cuartel general. Howie murió al instante. El capitán H. Puntenney, el oficial ejecutivo, asumió el mando e intentó continuar al ataque. Pero la artillería y las baterías de mortero alemanas habían localizado finalmente su posición y empezaron a bombardear también aquel tramo de la carretera Bayeux-Saint-Lo.

El 3.er Batallón cavó inmediatamente trincheras para protegerse del bombardeo y se preparó para resistir al contraataque. Por fin se produjo uno a última hora de la tarde, pero lo repelieron. Los tanques alemanes se oían en la distancia, de modo que se solicitó un ataque de la aviación antes de que cayera la noche. La 506.a Escuadrilla de Cazabombarderos realizó una salida de emergencia y se lanzó contra la concentración de carros blindados. Su actuación resultó muy desmoralizadora para los alemanes, pero además supuso una gran inyección de moral para los americanos. Algunos hombres de Puntenney descubrieron un depósito alemán de municiones en las proximidades. Supuso un gran alivio, pues a la unidad le quedaba sólo una carga de bazooka. Cogieron algunas tellerminen y las colocaron a lo largo del camino de Bayeux y en la ruta secundaria que cruzaba la carretera por La Madeleine. Fue una noche angustiosa. Puntenney tenía la sensación de que resistían por chiripa. Pero a la mañana siguiente, 17 de julio, recibieron una sorpresa milagrosa. De repente apareció un médico austríaco dispuesto a rendirse. Logró salvar las vidas de varios heridos utilizando el plasma lanzado por los aviones el día anterior.

En la cresta, encima de donde estaban ellos, el 1.er Batallón proseguía el ataque contra Martinville, utilizando una pequeña fuerza provista de un cañón antitanque y un tanque destructor para tomar posiciones en el lado este del pueblecito. Los otros dos regimientos de la 29.a División, el 175.° más arriba por la carretera de Bayeux, y el 115.°, que seguía intentando bajar por la carretera de Isigny, no hicieron muchos progresos aquel día. Un batallón del 115.° logró desviarse para atacar la colina de Martinville por su lado norte, pero aquella tarde fue golpeado por los alemanes con una fortísima concentración de fuego de mortero, y muchos heridos murieron aquella misma noche sin recibir atención médica. La escasez de sanitarios en todo el frente era ya crítica, sobre todo debido a las numerosísimas bajas sufridas y a la falta de reemplazos bien entrenados.

El batallón del 115.° Regimiento, conmocionado por el número de bajas, había empezado a cavar trincheras esa misma noche al este de Martinville cuando llegó el oficial al mando de su unidad. De manera increíble, recibió la orden de seguir avanzando sin demora. «Esta orden causó una consternación enorme en el batallón», comentó el comandante del regimiento. Pero una vez acallados los rumores de protesta, los soldados se vieron avanzando a lo largo de la ladera oeste de la colina en dirección a Saint-Lô sin encontrar demasiada resistencia. Parecía que los alemanes se hubieran esfumado en la noche[41].

Los dos batallones, el de Bingham y el de Puntenney, aislados al pie de la colina cerca de la Madeleine, podían ahora recibir pertrechos desde el norte a través de una línea de salvación a través del barranco. Pero esta ruta de aprovisionamiento seguía siendo una tarea azarosa en medio del fuego mortal de los cañones de 88 mm situados al sur de la carretera de Bayeux. La compañía del soldado Peterson fue reforzada con 85 reemplazos y un nuevo oficial al mando, el capitán Rabbitt. Entre los reemplazos había recién llegados y veteranos, para que los primeros no fueran víctimas del pánico tan fácilmente. Esta compañía se encargaría de la ruta de aprovisionamiento a través del barranco, con pequeños grupos en cada parcela armados con ametralladoras. Para su sorpresa, de repente avistaron una columna de soldados alemanes que bajaban la colina. Las ametralladoras abrieron fuego y los abatieron a todos.

Durante la noche del 17 de julio, los alemanes evacuaron la colina y en su retirada tuvieron que dar un gran rodeo. Rebasados por los flancos en la carretera de Bayeux y en la cresta de Martinville, se vieron obligados a replegarse al sector que tenía enfrente a la 35.a División, e incluso a abandonar una cantidad considerable de equipos y de armamento. El general Corlett dijo a Gerhardt la mañana del 18 de julio que tomara Saint-Lô, que las tropas americanas denominaban ahora «Stilo». El destacamento especial del general Cota, reforzado con elementos de reconocimiento, tanques Sherman, tanques destructores e ingenieros, estaba listo para ponerse en marcha. «Parece que estamos todos preparados», comunicó Gerhardt al cuartel general del cuerpo. A las 14:30, Cota envió el siguiente mensaje: «Listo para marchar». Su columna empezó a bajar por la carretera de Isigny a Saint-Lô, donde se reunió con ella un batallón del 115.° de Infantería. Tras los duros combates de las últimas semanas, la resistencia alemana parecía relativamente poca. Sufrieron el acoso de las posiciones de la artillería alemana situadas al sur de Saint-Lô, y algunos grupos de la 30.a Brigada Móvil opusieron cierta resistencia en algunos puntos de la ciudad.

El destacamento especial de Cota entró en «el esqueleto de una ciudad», aplastada por el primitivo bombardeo aliado del 6 de junio y por el fuego de artillería de la batalla más reciente. Podía verse el cielo a través de las ventanas de los pisos altos de los edificios sin tejado. Las calles estaban bloqueadas por vehículos destruidos y escombros, que impedían prácticamente la circulación. Se asignaron distintos grupos encargados de ocupar los puntos claves de la población y de luchar casa por casa contra los grupos de rezagados de la 30.a Brigada Móvil. A las 19:00 Gerhardt estaba en condiciones de afirmar que la plaza estaba asegurada. Los ingenieros y las apisonadoras blindadas se pusieron manos a la obra despejando las calles para permitir la libre circulación de vehículos y personas, pero el fuego de hostigamiento no cesó. Un observador avanzado de la artillería de la división planeaba utilizar una de las dos agujas gemelas de la pequeña catedral de Saint-Lô como punto de observación, pero antes de que tanto él como sus hombres ocuparan la posición, la artillería alemana había derribado las dos torres. El general Dutch Cota resultó herido por varios fragmentos de bomba, tras mostrar tan poco aprecio por su seguridad personal como en la playa Omaha. «Cota resultó herido por un fragmento de bomba en el brazo», escribió un teniente de la unidad de reconocimiento de caballería. «Recuerdo cómo la sangre le corría por la manga y goteaba de sus dedos. No era una herida grave, pero él siguió hablando como si tal cosa. No le molestaba lo más mínimo».38

La toma de Saint-Lô supuso cierta dosis de exceso de confianza. Cuando al día siguiente la unidad de reconocimiento de la 29.a División fue relevada por el 25.° Escuadrón de Caballería, los recién llegados cargaron de frente, a pesar de las advertencias de que había algunos cañones antitanque alemanes, y perdieron varios jeeps y carros blindados.39

El avance general llevado a cabo entre el 7 y el 20 de julio había costado a los americanos unas 40 000 bajas. Pero a juicio de Bradley, finalmente se había logrado asegurar el flanco izquierdo de la Operación Cobra y se había aplastado a las fuerzas alemanas hasta tal punto que la embestida que se planeaba tenía muchas más posibilidades de éxito. El general Gerhardt quiso marcar la victoria de la 29.a División con un acto simbólico. Ordenó que el cuerpo del comandante Howie, jefe de batallón muerto justo antes de que diera comienzo el asalto final de la localidad, fuera traído a la ciudad en ruinas. El cadáver de Howie, envuelto en una bandera norteamericana, llegó en un jeep. Fue colocado sobre un montón de escombros en la iglesia episcopal de Notre Dame. Howie fue llamado en adelante «Comandante Saint-Lô». Su muerte pasó a representar el sacrificio de todos aquellos a los que el general Montgomery, en su discurso de agradecimiento, llamó «los magníficos soldados americanos que tomaron Saint-Lô».40 Pero las autoridades militares alemanas, incluso después de la guerra, seguían pensando que el enorme esfuerzo realizado por los americanos para tomar la ciudad había sido innecesario. Saint-Lô habría podido ser flanqueada inmediatamente cuando el gran ataque americano, la Operación Cobra, se abriera hacia el oeste justo una semana más tarde.

El día D. La batalla de Normandía
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