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El ataque de las fuerzas
aerotransportadas
Durante la hora anterior a la medianoche del 5 de junio, el rugido de los motores de centenares de aparatos aéreos que cruzaban el cielo en constante flujo pudo oírse por las aldeas y pueblos próximos a los aeródromos del sur y el centro de Inglaterra. Hombres en pijama y mujeres en camisón salían a sus jardines para mirar a lo alto y contemplar el desfile de aviones de aquella armada aérea aparentemente interminable, cuyas siluetas se perfilaban en las nubes que iban desplazándose velozmente en el cielo. «¡Ahí van!», pensaban instintivamente.1 El espectáculo evocaba profundas emociones, incluso dolorosos recuerdos de la evacuación de Dunkerque cuatro veranos antes. Algunos volvieron a entrar en sus casas para arrodillarse ante la cama y rezar por los que partían.
Tres divisiones aerotransportadas sobrevolaron Inglaterra a bordo de un total de más de mil doscientos aviones. La 6.a División Aerotransportada británica se dirigió hacia el este del río Orne para proteger el flanco izquierdo de las tropas de Montgomery. La 101.a y la 82.a División Aerotransportada de los Estados Unidos serían lanzadas en la península de Cotentin para ocupar puntos estratégicos, especialmente las carreteras que recorrían las zonas anegadas próximas a la playa Utah.
El primer grupo en despegar fue la Compañía D del 2.° Batallón de Infantería Ligera Oxfordshire y Buckinghamshire. Partió antes incluso de que lo hicieran los destacamentos de exploradores enviados a la cabeza del grueso de las fuerzas para marcar las zonas de lanzamiento. Esa compañía, a las órdenes del comandante John Howard, voló a bordo de seis aviones Horsa remolcados por bombarderos Halifax. Sus oficiales y soldados llevaban la cara pintada de negro y cascos de paracaidista redondos provistos de red de camuflaje. Iban armados con una combinación de fusiles, metralletas Sten y varias ametralladoras ligeras Bren. Los Halifax los llevaron por el este de la ruta seguida por la flota de invasión con el objetivo de alcanzar la localidad balnearia de Cabourg, donde había un hueco en las baterías antiaéreas alemanas. Los planeadores se encontraban aproximadamente a mil quinientos metros de altitud cuando fueron soltados los cables que los unían a los bombarderos remolcadores. Howard dijo a sus hombres que dejaran de cantar, lo que habían estado haciendo a pleno pulmón durante casi todo el viaje a través del canal. A partir de ese momento no se oyó más ruido que el producido por el silbido del viento. Los pilotos efectuaron una maniobra de ladeo, dirigiendo sus ligeros aparatos hacia el oeste. Tras perder bruscamente altitud, descendiendo a unos trescientos metros, se enderezaron para la aproximación.
Sus objetivos eran dos puentes vecinos: uno sobre el río Orne y otro sobre el canal de Caen. Tenían que capturarlos antes de que los alemanes que los vigilaban pudieran dinamitarlos. Howard, que se había colocado frente a la puerta del primer planeador, pudo ver abajo el reflejo producido por las dos corrientes de agua que corrían paralelas. Cuando su Horsa descendía, los hombres se cogieron unos a otros, preparándose para el impacto que iba a producir el contacto con el suelo. Los dos pilotos realizaron la operación de aterrizaje con una perfección sorprendente. Tras dar unas sacudidas y unos botes, el planeador se deslizó por los campos y fue a empotrarse contra una alambrada. Los dos pilotos quedaron inconscientes por el impacto, pero habían conseguido tomar tierra a unos quince metros del reducto que había junto al puente.
Algunos planeadores Horsa, que estaban fabricados con madera contrachapada —apodados despectivamente por muchos hearses, esto es, «coches fúnebres»—, se rompieron en su impacto con el suelo, de modo que los soldados salieron tanto por las brechas que se abrieron, como por las puertas de los aparatos. Apenas habían transcurrido unos minutos cuando los primeros hombres que acompañaban a Howard arrojaron granadas por las hendeduras del reducto situado en la margen izquierda del canal de Caen. El resto del pelotón no esperó. Al mando del teniente Den Brotheridge, estos hombres fueron los primeros en atacar al otro lado del puente. Howard se había encargado de que sus hombres estuvieran en un óptimo estado físico, realizando carreras campo a través. Pero cuando el pelotón de Brotheridge llegó al otro lado del canal, los guardias alemanes ya se habían reagrupado, y abrieron fuego. Brotheridge cayó mortalmente herido por el impacto de una bala en el cuello, y falleció poco después.
Llegó otro pelotón a las órdenes del teniente Sandy Smith, que se había fracturado gravemente un brazo durante el aterrizaje. Tras un feroz, pero afortunadamente breve, intercambio de disparos, el puente del canal de Caen estaba en manos de los aliados. Howard empezó a preocuparse al no tener noticia alguna del pelotón que debía tomar el puente del río Orne, situado unos pocos cientos de metros más allá, pero por fin llegó un mensaje que confirmaba que había sido conquistado sin que sus defensores dispararan un solo tiro. El oficial al mando de ese grupo, el teniente Dennis Fox, se divirtió un poco cuando dio la bienvenida al siguiente pelotón, que llegó jadeando porque había tomado tierra a casi un kilómetro de distancia del objetivo previsto. Cuando le preguntaron cómo habían ido las cosas, contestó: «Bueno, por ahora el ejercicio va bastante bien, pero no he conseguido encontrar ni a un maldito arbitro».2
Howard ordenó inmediatamente que se posicionaran para una defensa completa, y envió al pelotón de Fox en patrullas de combate a reconocer la vecina población de Bénouville. La curiosa expresión en clave elegida para confirmar que los dos puentes habían sido conquistados — Ham and Jam, esto es, «Jamón y Mermelada»3 —fue transmitida por radio. Howard no podía creer que una operación tan peligrosa como aquella hubiera salido completamente según el plan previsto, pero más tarde, a la 01:30, los pelotones que defendían los puentes comenzaron a oír el inconfundible ruido de vehículos blindados al otro lado de Bénouville.
Cuando todo esto tenía lugar, los paracaidistas ya estaban tomando tierra por toda la región. Desesperados, los oficiales alemanes de los puestos de mando de la costa normanda llamaban por sus teléfonos de campaña a los cuarteles generales de los distintos regimientos. En algunos casos no lograban ponerse en contacto porque la Resistencia había cortado las líneas telefónicas, y se veían obligados a recurrir a sus aparatos de radio. Para provocar mayor desconcierto, la RAF había puesto en marcha la Operación Titanic, con una fuerza de cuarenta aviones Hudson, Halifax y Stirling. Estos aparatos lanzaron falsos paracaidistas, tiras de aluminio (las llamadas window) para confundir a los radares y equipos de los SAS (Servicios Aéreos Especiales) para simular aterrizajes y lanzamientos aerotransportados lejos de la zona de invasión. Esos equipos de los SAS tenían por objetivo provocar el caos detrás de las líneas enemigas y dar credibilidad a los falsos paracaidistas. Se lanzaron unos doscientos de estos falsos paracaidistas al sur de Carentan, en el sector meridional de la península de Cotentin, cincuenta más al este del río Dives y otros cincuenta al suroeste de Caen. Eran poco más que unos burdos espantapájaros, con un mecanismo que los hacía explotar e incendiarse al contacto con el suelo. Los alemanes los llamaron «Explosivpuppen». Poco después de la una y media de la madrugada los teletipos empezaron a repiquetear en los distintos cuarteles generales de los alemanes, pero los informes relativos a esos «muñecos explosivos» hicieron que la mayoría de los mandos pensara que todos los ataques formaban sólo parte de una operación de diversión a gran escala, probablemente para ocultar el verdadero desembarco en el paso de Calais. El general de división Max Pemsel, jefe del Estado Mayor del 7.° Ejército, fue el único en darse cuenta a tiempo de que se trataba de la gran invasión, pero el teniente general Speidel, que se encontraba en La Roche-Guyon, se negó a creerlo.
El teniente general Reichert, al mando de la 711.a División de Infantería en la región situada al este del estuario del Orne, se había quedado hablando en el comedor de oficiales hasta altas horas de la noche. Cuando iba a acostarse, él y sus compañeros oyeron el ruido de motores aéreos. «Los aviones volaban tan bajo que nos pareció que iban a rozar el tejado», escribiría más tarde. Reichert y sus colegas salieron para ver qué ocurría. «Había luna llena. El cielo anunciaba tormenta con sus negros nubarrones bajos, pero en los claros que se abrían entre ellos pudimos distinguir varios aviones que volaban bajo, dando vueltas alrededor del puesto de mando de nuestra división». Reichert volvió a entrar para coger su pistola, y entonces oyó un grito, «¡Paracaidistas!». Los paracaidistas iban cayendo por los cuatro costados del cuartel general de su división. Las piezas de artillería de 20 mm de sistema cuádruple situadas en el principal punto de defensa comenzaron a abrir fuego.
Mientras el oficial de operaciones daba la alarma, Reichert llamó al cuartel general del LXXXI Cuerpo en Rouen. Para entonces la artillería había dejado de disparar, dejando una incómoda sensación de calma en el ambiente. Reichert, que había mostrado su escepticismo ante la idea de una invasión, sentía ahora que ésta había empezado realmente, aun cuando aquel ataque no fuera más que una treta. Dos paracaidistas británicos que habían sido capturados fueron llevados a su presencia, pero se negaron a contestar las preguntas que les formularon. La exactitud de los mapas que les fueron descubiertos impresionó al alto oficial alemán. En ellos se indicaba el emplazamiento de prácticamente todas las baterías de artillería. Reichert llegó a la conclusión de que la Resistencia francesa había estado mucho más ocupada de lo que los alemanes habían imaginado.4 No todos los prisioneros tuvieron tanta suerte como esos dos británicos. En otro lugar, un sargento primero de la división de Reichert ejecutó a ocho paracaidistas británicos que habían sido capturados, tal vez obedeciendo el célebre Kommandobefehl de Hitler que exigía que se eliminara a los integrantes de cualquier comando especial capturados en incursiones de asalto.5
En el sur de Evreux, el Brigadeführer Fritz Witt, al mando de la 12.a División Acorazada de la SS Hitlerjugend, estaba tomando una última copa con los oficiales del Estado Mayor junto a la chimenea cuando llegaron los primeros informes sobre los falsos paracaidistas. Todos ellos hicieron caso omiso a la noticia, considerándola una nueva falsa alarma como las que ya se habían producido en aquella primavera. Pero poco después de que se retiraran a descansar a sus dormitorios, fueron despertados con más avisos que insistían en la noticia. Witt telefoneó al cuartel general del I Cuerpo Acorazado de la SS, donde le dijeron que no tenían ninguna noticia al respecto. Por decisión propia, ordenó el estado de alerta de la Hitlerjugend con la contraseña Blücher. Sin embargo, para mayor frustración suya, la mayoría de sus hombres se pasarían largas horas aguardando en los vehículos blindados hasta que el cuartel general del Führer accedió por fin a permitirles entrar en acción. Witt, no obstante, autorizó el avance del 25.° Regimiento de Granaderos Acorazados de la SS hacia Caen y ordenó que un grupo formado por miembros de su batallón de reconocimiento se adelantara en sus vehículos blindados de seis ruedas y en sus motos BMW con sidecar.
De las operaciones llevadas a cabo aquella noche por las fuerzas aerotransportadas británicas, la capitaneada por Howard en los dos puentes fue prácticamente la única que salió según el plan previsto. El general de brigada James Hill, al mando de la 3.a Brigada Paracaidista, había hecho la siguiente advertencia a sus oficiales antes de partir: «Caballeros, a pesar de su excelente adiestramiento y de sus órdenes, no se intimiden ante el caos. Es indudable que el caos imperará».
El general de división Richard Gale, al mando de la 6.a División Aerotransportada, había preparado un plan muy sólido. Para asegurar el flanco izquierdo de los desembarcos, su división necesitaba ocupar y defender la zona situada entre los ríos Orne y Dives, unos ocho kilómetros más al este. Si destruía cinco puentes de ese sector oriental, podría utilizar el Dives y la llanura pantanosa que lo rodeaba, inundada por los propios alemanes, a modo de barrera frente a los posibles contraataques de las fuerzas blindadas enemigas. Entonces podría concentrar el grueso de sus hombres en la zona sur para detener un eventual contraataque de la 21.a División Acorazada. Para ello era imprescindible contar con baterías antitanque, que llegarían al cabo de dos horas con los primeros planeadores.
Otro objetivo importante de la 6.a División Aerotransportada eran las baterías de artillería de Merville, en el estuario del Orne, en el lado opuesto a Ouistreham. Los vuelos de reconocimiento de la RAF habían seguido el desarrollo de los preparativos para la instalación de esas baterías de artillería costeras. Sus cañones de gran calibre podían causar estragos en la flota y en las lanchas de desembarco, y también en la playa Sword, el sector más oriental de los desembarcos. Las sólidas construcciones de cemento en las que se ocultaban las hacían prácticamente invulnerables a las bombas. El 9.° Batallón del Regimiento Paracaidista del teniente coronel Terence Otway recibió, pues, la orden de conquistar la zona y destruir los cañones. Las alambradas defensivas, los campos de minas y los nidos de ametralladoras que rodeaban los reductos hacían de esa misión una empresa sumamente complicada. Justo antes de que el batallón saltara debía iniciarse una lluvia de bombas lanzadas por los Lancaster, con el fin de mitigar el efecto de las defensas alemanas, y a continuación un grupo de asalto transportado en cuatro planeadores Horsa debía aterrizar dentro de la zona protegida por la alambrada y en lo alto de la batería enemiga.
En Inglaterra los hombres de Otway habían practicado repetidas veces el ataque sobre reproducciones de esas posiciones, pero estaba escrito que en la acción iba a reinar el caos, como ya había pronosticado su general de brigada. En el curso del lanzamiento el batallón quedó disperso por toda la zona. Ello se debió en parte a las acciones evasivas que realizaron los aviones que los transportaban cuando los alemanes abrieron fuego con su artillería antiaérea, pero también a que, al tomar tierra, se habían estropeado los localizadores Eureka utilizados por el grupo de exploradores para guiar al grueso de las fuerzas. Muchos paracaidistas cayeron en la llanura de aluvión del río Dives. Uno de los hombres de Otway cayó en una ciénaga y murió ahogado en el lodo a pesar de los esfuerzos que se hicieron por salvarlo. Los soldados aerotransportados habían sido equipados con reclamos de caza para patos que debían utilizar para localizarse unos a otros en la oscuridad, pero el batallón estaba tan desperdigado que los silbatos no podían oírse. Menos de ciento sesenta hombres de un total de seiscientos serían los únicos que conseguirían llegar al punto de encuentro.
Dos grupos del 9.° Batallón no lograron reunirse con Otway por haber sido lanzados en Saint-Pair, diez kilómetros más al sur.6 No podían creer que reinara tanto silencio en la noche. Su oficial se dirigió a una casa cercana y despertó a sus habitantes para averiguar dónde se encontraban. Horrorizado por la noticia, ordenó a sus hombres que se dividieran formando pequeños grupos y que intentaran dar marcha atrás para reunirse con el batallón, pero muchos de ellos serían capturados por el camino. En total, al finalizar la batalla de Normandía, seguiría desconociéndose el paradero de ciento noventa y dos hombres del batallón de Otway.7
El coronel Otway no podía esperar más. Debía acabar la misión y enviar la contraseña que indicaba el éxito de la operación antes de las 06:00, hora a la que los cañones de seis pulgadas del crucero ligero Arethusa de la Marina británica iban a abrir fuego. Para empeorar las cosas, buena parte de su equipamiento se había perdido en los lanzamientos. Los hombres de Otway se habían quedado sin detectores de minas y sólo contaban con unos pocos torpedos Bangalore para abrir brechas en las alambradas de espino. A pesar de lo difícil de la situación, Otway decidió seguir adelante con sólo una cuarta parte de sus hombres. Su asistente, un antiguo boxeador profesional, le tendió una petaca diciendo: «¿Tomamos nuestra copa de brandy ahora, señor?».8
La siguiente mala noticia sería que los Lancaster, que debían mitigar el efecto de las baterías de la defensa alemana, no habían podido dar en el blanco. Otway tuvo que abandonar por completo el plan establecido, principalmente porque los planeadores Horsa, que debían aterrizar sobre las baterías enemigas, no llegaron nunca a su objetivo. Un joven oficial y un sargento tuvieron que arrastrarse a través del campo de minas para abrir camino, y entonces empezó el ataque. De los ciento sesenta hombres de Otway, setenta y cinco cayeron en cuestión de minutos, pero a pesar de todo consiguieron apoderarse de los reductos. Para mayor frustración, sólo encontraron en ellos cañones de 75 mm, y no las piezas de 150 mm que supuestamente constituían la artillería pesada de la costa. Con la ayuda del explosivo de plástico que llevaba cada hombre, volaron las recámaras de los cañones y se retiraron como pudieron con sus heridos para no estar al alcance del Arethusa cuando éstos se dispusieran a abrir fuego.
Los otros siete batallones paracaidistas de la División de Gale también debían ser lanzados entre los ríos Orne y Dives. Una vez asegurados por la compañía de Howard los puentes que había entre Bénouville y Ranville, el siguiente objetivo era destruir los puentes del río Dives con el fin de proteger el flanco este. Esa fue la misión del 3.er Escuadrón Paracaidista de Ingenieros Reales ayudado por los batallones lanzados en ese flanco. Una vez volados los puentes, el 8.° Batallón tomó posiciones en el sureste de la zona, en el bosque de Bavent y sus inmediaciones.
En casi todos los lanzamientos de los batallones paracaidistas de aquella noche se perdieron muchísimos equipos. Las ametralladoras Bren y los lanzagranadas PIAT sufrieron daños al tomar tierra. En muchos casos, la bolsa que llevaban atada al tobillo los paracaidistas durante el salto era tan pesada debido al exceso de munición que o bien se rompían las correas que la sujetaban o bien la propia bolsa se hundía en el fango de aquel terreno pantanoso. Algunos soldados perecieron ahogados en los fosos de las zonas inundadas junto al río Dives. El general de brigada James Hill, comandante de la 3.a Brigada Paracaidista, cayó cerca de Cabourg en una zona pantanosa. El agua sólo cubría hasta la cintura, pero eso no impidió que ocurriera un pequeño desastre. Todas las bolsitas de té que llevaba en las perneras de sus pantalones se estropearon. Al poco, sufrió un percance, pero esta vez mucho más grave, cuando unas bombas británicas estallaron cerca de él. A pesar de que se tiró hacia un lado, cayendo sobre otro oficial, Hill resultó herido en la nalga izquierda. Luego, horrorizado, pudo ver una pierna arrancada en medio del camino, pero no era suya. Pertenecía al teniente Peters, el hombre sobre el que había caído. Peters estaba muerto.9
La brigada de Hill fue la que salió peor parada a consecuencia de la inexactitud de los lanzamientos. Las nubes bajas habían dificultado la navegación, y los pilotos habían intentado evitar el fuego de las baterías antiaéreas. Algunos también habían confundido el río Dives, con sus aguas desbordadas, con el río Orne, y lanzaron a sus hombres en el lado equivocado. El 1.er Batallón Paracaidista canadiense, que debía saltar en la misma zona que el 9.° Batallón de Otway, también quedo desperdigado por las mismas razones. Muchos de sus hombres cayeron en la zona anegada junto al Dives, e incluso dos aviones lanzaron a los paracaidistas en la margen izquierda del Orne. Sólo un pequeño grupo llegó a Varaville, donde había que destruir el puente. Parte de una compañía ayudó al 9.° Batallón a escapar del fuego de la artillería de Merville, mientras que otros destacamentos, guiados en medio de la noche por una joven francesa que encontraron por casualidad, capturaron y retuvieron el puente de Robehomme hasta que pudieron llegar los zapadores para destruirlo.
Uno de los oficiales canadienses indicó poco antes de la partida que todos sus hombres atravesaban un «estado de gran susceptibilidad». Es probable que a ello contribuyera su sacerdote católico. Horrorizado al enterarse de que los paracaidistas habían recibido preservativos, en el sermón pronunciado antes de la partida, les advirtió a voces que no podían ir al encuentro de la muerte llevando en los bolsillos «un medio ideado para cometer pecado mortal».10 Según parece, al final del servicio, el suelo quedó literalmente cubierto de paquetitos. Pero en cuanto entraron en acción, particularmente durante el feroz combate por la conquista de la localidad de Varaville, los paracaidistas canadienses demostraron que no les faltaba valor. También tenían depositada una gran confianza en su comandante, el general de brigada Hill, y mostraban un respeto poco común entre los soldados de esa nacionalidad por un alto oficial británico.
La 5.a Brigada Paracaidista saltó justo al este de los dos puentes capturados. Fue mientras sus batallones intentaban solventar sus problemas, cuando los hombres del comandante Howard oyeron el ruido de unos vehículos oruga que avanzaban desde Bénouville. La única arma antitanque de la que disponían era un lanzagranadas PIAT con dos cargas. El sargento Thornton se adelantó a toda prisa empuñando esa pesada máquina. Sabedor de que era inútil si no se utilizaba a corta distancia, tomó posición para abrir fuego junto a la carretera.
Afortunadamente el vehículo oruga que llegaba resultó ser un semioruga y no un tanque. Thornton hizo blanco en él con la primera carga, y el vehículo que lo seguía emprendió la retirada a toda prisa. Con la ayuda de sus hombres capturó a varios supervivientes del vehículo semioruga, entre ellos al responsable militar alemán de la zona, el comandante Schmidt, que venía desde Ranville para averiguar si los puentes habían sido realmente capturados.
Poco después, la pequeña fuerza defensiva de Howard fue reemplazada por el 7.° Batallón a las órdenes del teniente coronel Pine-Coffin, cuyo nombre [Ataúd de Pino] ya era lo suficientemente expresivo para permitirle aparecer en alguna novela de Evelyn Waugh. Esos refuerzos consiguieron agrandar considerablemente la extensión de la cabeza de puente al ocupar un sector mayor del territorio que rodeaba la margen izquierda del canal, incluido casi todo el término municipal de Bénouville. Por su parte, el 12.° Batallón tomó posiciones defensivas a lo largo de la serie de colinas bajas que discurre junto al Orne. El 13.° Batallón avanzó hacia Ranville dispuesto a emprender un contraataque, mientras que una de sus compañías empezó a despejar la zona de aterrizaje para los planeadores.
Minutos después de las tres de la madrugada, el general de división inglés Windy Gale y su cuartel general aterrizaron cerca del puente de Ranville. De elevada estatura y complexión robusta, el imperturbable Gale, con su bigote típicamente militar, era una persona cuya presencia resultaba muy grata a los que habían llegado con la primera oleada, pues confirmaba que la invasión iba desarrollándose según lo previsto. Gale, por su parte, reconoció con cierto regocijo que era el primer general británico en pisar suelo francés desde 1940.
Otros planeadores se encargaron del transporte de jeeps y de las armas antitanque destinadas a reforzar las defensas. Chester Wilmot, reportero de la BBC, llegó con ellos. «El aterrizaje se desarrolló como si se tratara de un ejercicio de maniobras y supuso un espectáculo maravilloso», informaría este periodista, tal vez con demasiado optimismo, considerando el estado al que quedaron reducidos la mayoría de los planeadores al tomar tierra.11 Pero más tarde surgió otra amenaza inesperada para las fuerzas de ocupación del puente de Bénouville: unas lanchas cañoneras alemanas, armadas con baterías antiaéreas de 20 mm, bajaban por el canal desde Caen. Una vez más una carga de lanzagranadas PIAT bastó para hacer blanco en el objetivo, y el resto de las lanchas huyeron hacia mar abierto, sin saber que iban directamente a las fauces de la Marina Real británica.
Las fuerzas recién llegadas no perdieron mucho tiempo cavando trincheras. Unas cargas explosivas plantadas en el suelo aceleraron vertiginosamente el proceso. Cada vez que se abría una trinchera, daba la impresión de que la posición era objeto de fuego de mortero. Pero lo cierto es que comenzaron a caer verdaderas bombas de mortero cuando los granaderos acorazados de la 21 Panzer-Division emprendieron una serie de contraataques.
El puente más importante, el que estaba situado justo pasado el pueblecito de Troarn, en la carretera principal que unía Caen con Pont l’Évêque, todavía no había sido volado debido a la dispersión de los paracaidistas durante los lanzamientos. El comandante Roseveare, el oficial al mando, reunió una pequeña fuerza, acumuló suficientes explosivos y requisó el jeep y el remolque de un asistente médico militar, pese a sus protestas. Tras abrirse camino enfrentándose a dos controles de carretera alemanes, Roseveare tuvo que conducir su vehículo, cargado hasta los topes, por la calle principal de Troarn, mientras que los paracaidistas que lo acompañaban abrían fuego contra los alemanes que disparaban desde las casas de uno y otro lado de la calle. Llegaron al puente perdiendo sólo al hombre encargado de la ametralladora Bren situada en la parte posterior del vehículo. Colocaron las cargas, y en menos de cinco minutos el puente se venía abajo, hundiéndose en las aguas del Dives. Tras abandonar el jeep, Roseveare consiguió conducir a sus hombres a pie a través de los pantanos y cruzar de nuevo el Dives para reunirse con el grueso de las fuerzas a última hora de la tarde. Al menos el flanco izquierdo quedaba asegurado. Ahora la amenaza estaba en el sur.
Las dos divisiones aerotransportadas estadounidenses, la 82.a y la 101.a, habían despegado prácticamente a la vez que los paracaidistas británicos. Los pilotos de sus escuadrones de transporte de tropas habían blasfemado y rezado mientras elevaban del suelo sus Skytrain C-47 «con evidente exceso de carga».12 Adoptando las clásicas formaciones en «V», los aviones de transporte de color verde oliva cruzaron veloces el canal de la Mancha. El oficial encargado del control del espacio aéreo, a bordo del crucero estadounidense Quincy, observaría que «a esa hora ya había salido la luna, y, aunque las nubes eran todavía muy espesas, iluminaba el cielo con un peculiar resplandor… Aparecieron los primeros Skytrains, dibujando la silueta de un grupo de murciélagos en vuelo con las alas desplegadas».13
Los aparatos aéreos no debieron de parecer muy similares a los murciélagos a los grupos de dieciséis o dieciocho hombres que volaban en ellos mientras soportaban el ruido ensordecedor y las vibraciones de los motores forzados. Varios de esos hombres llevaban los cascos preparados en el regazo, pero la mayoría vomitaba directamente en el suelo, lo que haría que estuviera sumamente resbaladizo cuando llegara el momento crucial. Los de religión católica pasaban las cuentas de sus rosarios susurrando las plegarias. Los pilotos ya habían advertido que los ánimos eran considerablemente distintos a los mostrados durante los ejercicios de lanzamiento practicados en Inglaterra. Uno de ellos observó que normalmente eran «unos tipos engreídos e ingobernables», pero que esta vez «estaban muy serios».14 La tripulación distaba también mucho de estar tranquila ante la misión. En la cabina, algunos pilotos llevaban anteojos y casco metálico por si el fuego antiaéreo rompía el parabrisas.
Los paracaidistas de las formaciones principales envidiaban a los exploradores que se habían adelantado con las balizas radar. Ya debían de encontrarse sobre el terreno, tras haber saltado poco después de la medianoche, antes de que los alemanes se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo. Muchos hombres fingían dormir, pero sólo unos pocos consiguieron descabezar un sueñecito. El general Maxwell Taylor, el corpulento comandante de la 101.a Aerotransportada, incluso se quitó el arnés y se tendió en el suelo con unos almohadones. Esperaba con ansia el momento de saltar. Iba a ser su quinto lanzamiento, lo que le permitiría obtener su insignia alada.
En cuanto los aviones llegaron a las Islas Anglonormandas, las baterías antiaéreas alemanas de Jersey y Guernsey abrieron fuego. Un paracaidista comentó que resultaba irónico recibir semejante bienvenida de «dos islas que debían su nombre a un par de hermosas vacas».15 Un submarino de la Marina Real británica que había salido a la superficie indicaba el punto en el que los aviones debían virar al oeste para dirigirse a la península de Cotentin y llegar a las zonas de lanzamiento. Una vez divisada la costa francesa, los pilotos comunicaron a los soldados que les quedaban menos de diez minutos para saltar. En el aparato en el que volaba el general Taylor tuvieron problemas para despertar a su comandante y volver a colocarle el arnés. Había insistido en ser el primero en saltar.
Cuando sobrevolaban la línea de la costa, los aviones entraron en un denso banco de niebla que no había sido pronosticado por los meteorólogos. Los paracaidistas que tuvieron la oportunidad de mirar afuera se alarmaron ante la espesura de la blanca bruma. Las luces azules situadas a los extremos de las alas resultaban invisibles. Los pilotos, incapaces de ver nada, temieron que se produjera una colisión. Los hombres que estaban en la parte exterior de la formación no querían mirar. La confusión aumentó cuando los aviones salieron de aquel banco de niebla y se encontraron con el fuego de las baterías antiaéreas que tenían los alemanes en la península. Instintivamente los pilotos aceleraron al máximo y llevaron a cabo una acción evasiva, aun cuando las órdenes que habían recibido lo prohibían estrictamente.16
Como volaban a una altitud de poco más de trescientos metros, los aviones estaban al alcance del fuego de las ametralladoras y baterías antiaéreas alemanas. Los paracaidistas fueron zarandeados de un lado a otro dentro del fuselaje cuando los pilotos se vieron obligados a zigzaguear y a serpentear. Los proyectiles que golpeaban el aparato sonaban «como grandes piedras de granizo contra un tejado de hojalata». Para los que entraban en acción por primera vez, aquello supuso la impactante demostración de que había gente realmente dispuesta a matarlos. Un paracaidista que fue herido por la metralla en las nalgas fue obligado a permanecer de pie para que un médico pudiera curarlo allí mismo. La orden del general Taylor de que ningún paracaidista podía quedarse a bordo fue cumplida a rajatabla. Aparte de doce hombres demasiado malheridos por el fuego antiaéreo como para saltar, hubo, según parece, dos excepciones: un paracaidista, que por equivocación accionó el dispositivo de apertura de su paracaídas de emergencia en el interior del avión, y un comandante, que sufrió un ataque al corazón.
A bordo del Quincy, el equipo de vigilancia del espacio aéreo, desde su puesto en lo alto de la superestructura del crucero, observaba con gran consternación todo lo que estaba ocurriendo. «A menudo podía contemplarse una especie de bola amarilla brillando en medio de un campo en el que se distinguía el rastro rojo dejado por las balas trazadoras. Esa bola amarilla empezaría a caer lentamente, formando una estela. Al final, acabaría estrellándose contra el oscuro marco de la tierra, provocando un gran destello de luz que se reflejaba en las nubes bajas. A veces la bola amarilla estallaría mientras seguía en el aire, despidiendo llamaradas de gasolina ardiendo. Esa escena siempre iba acompañada de la misma reacción por nuestra parte, los observadores del espacio aéreo: dábamos un profundo suspiro y hacíamos un comentario en voz baja: "Pobres desgraciados"».17
La luz roja que había junto a la puerta permanecía encendida durante cuatro minutos una vez alcanzada la zona de lanzamiento. «¡Levantaos y enganchaos!», gritó el instructor. Algunos hombres, debido al peso de lo que cargaban, tuvieron que ser ayudados a ponerse en pie. Sujetaron la cuerda de enganche de su paracaídas al cable de anclaje que se extendía por la parte superior del fuselaje, y luego se dio la orden de que comprobaran el equipo y se numeraran. A continuación se oyó una nueva orden: «¡De pie junto a la puerta!». Pero como el avión seguía dando bandazos y sacudidas para evitar el impacto de los disparos, los hombres no podían evitar ser arrojados de un lado a otro o resbalar debido a los vómitos que cubrían el suelo. Los proyectiles de las baterías antiaéreas y las balas trazadoras los rodeaban formando «grandes arcos de fuego», el viento rugía con furia en el exterior, y los hombres miraban atentos, rezando para que se encendiera la luz verde que les permitiera escapar de lo que parecía un ataúd de metal. «¡Venga, vamos!», gritaban impacientes muchos de ellos, temerosos de que fueran lanzados a las aguas del mar al este de la península.
Los aviones habrían debido reducir su velocidad a 145-175 kilómetros por hora para los saltos, pero la mayoría no lo hizo. «Nuestro avión nunca redujo su velocidad», recordaría un paracaidista. «Aquel piloto seguía sin soltar el pie del acelerador».18 En cuanto se encendió la luz verde, los hombres se dirigieron torpemente hacia la salida para comenzar a saltar. Uno o dos se santiguaron con un gesto rápido cuando abandonaban el avión. Con todo aquel tiroteo, era fácil imaginarse que estaban a punto de saltar en medio de un fuego cruzado de ametralladoras, o que iban a caer en una posición ferozmente defendida. Cuando llegaba a la puerta, cada paracaidista llevaba consigo la bolsa de pernera que quedaría prendida de una larga correa en cuanto saltara. Con un peso de 40 kilos o más, muchas de esas bolsas se romperían durante el descenso y se perderían en la oscuridad. Si algún hombre se quedaba inmóvil en el último momento, lo más probable era que el sargento «empujador» lo echara fuera de una patada, pues apenas hay informes que confirmen que un soldado se negara a saltar. Como recordarían algunos, en su precipitación a lo desconocido gritaron «¡Bill Lee!», el homenaje de los paracaidistas al general Lee, padre de las Fuerzas Aerotransportadas de los Estados Unidos.
La mayoría de ellos sufrió un tirón mucho más violento de lo habitual cuando se abrió el paracaídas debido al exceso de velocidad del avión. Los que cayeron cerca de posiciones alemanas se convirtieron en blanco de la artillería enemiga. Las campanas de sus paracaídas fueron acribilladas a balazos. Un comandante de batallón, su segundo al mando y un comandante de compañía perdieron la vida en cuanto tomaron tierra porque cayeron en medio de un destacamento avanzado del 6.° Regimiento Paracaidista del comandante barón Von der Heydte. Otro oficial, que aterrizó sobre el puesto de mando enemigo, fue hecho prisionero. Un cabo primero de la 91.a Luftlande-Division escribiría lo siguiente a los suyos: «Las tropas paracaidistas americanas cayeron en medio de nuestras posiciones. ¡Qué noche!».19
Cuando el descenso se producía en medio del fuego enemigo, el instinto natural era de levantar las piernas y plegarlas casi en posición fetal, aunque en realidad ese gesto no suponía ninguna protección.
Un hombre estalló literalmente por los aires, tal vez porque una bala trazadora hiciera blanco en su granada Gammon. En algunos casos los pilotos habían estado volando a menos de ciento cincuenta metros de altitud, y los paracaídas apenas tuvieron tiempo de abrirse. Hubo muchas fracturas de piernas y tobillos, y unos cuantos hombres quedaron paralizados, con la espalda rota. Un paracaidista que consiguió aterrizar sin mayores problemas quedó horrorizado al ver que uno de los aviones lanzaba a su grupo de dieciocho hombres a tan poca altitud que ningún paracaídas pudo abrirse. Comparó el sonido sordo de los cuerpos al estrellarse contra el suelo con «el que hace una sandía cuando cae de un camión en marcha».20 Otro grupo que fue lanzado a poquísima altitud a lo largo de una pequeña serie de colinas fue encontrado más tarde formando una larga hilera de cadáveres con los arneses puestos.
Como los alemanes habían inundado amplias zonas de los alrededores del río Merderet y del interior de las playas, muchos paracaidistas cayeron en el agua. Algunos perecieron ahogados, hundidos por el peso de su propio paracaídas completamente mojado. Otros fueron rescatados por sus compañeros o, en varios casos, por algunas familias francesas, que no dudaron en prestar su ayuda acudiendo al lugar con sus barcas de remos. La mayoría de los que cayeron en zonas en las que el agua cubría hasta el pecho tuvieron que sumergirse para poder coger su cuchillo y liberarse del paracaídas. Maldijeron los arneses americanos y sintieron envidia de los británicos por su sistema de liberación rápida. Análogamente, los que cayeron sobre árboles de gran altura se las vieron y se las desearon para poder liberarse del paracaídas, perfectamente conscientes de que mientras tanto constituían un blanco perfecto. Varios fueron alcanzados por los disparos mientras intentaban desembarazarse de su equipo. Entre los supervivientes se contarían muchas historias acerca de las atrocidades cometidas, historias sobre soldados alemanes que habían acabado con la vida de sus compañeros colgados a golpe de bayoneta o incluso dirigiendo contra ellos sus lanzallamas. Otras hablaban de cuerpos obscenamente mutilados.
Los que caían en una de las pequeñas zonas de pasto protegidas por setos elevados sentían alivio si veían alguna vaca, pues la presencia de este animal indicaba la ausencia de minas. Pero no por ello dejaban de temer que llegara un alemán y les «clavara la bayoneta». Aterrizar en medio de la oscuridad detrás de las líneas enemigas, sin tener la menor idea de dónde estaba uno, no podía resultar más desconcertante y aterrador. Algunos oyeron movimientos y montaron a toda prisa su fusil, para descubrir al final que su llegada había atraído la curiosidad de alguna vaca. Los hombres se movían a gatas entre los setos, y cuando oían a alguien o algo, se quedaban inmóviles. El coronel Jump Johnson, cuya determinación a apuñalar a algún nazi lo había impulsado a traerse un verdadero arsenal de armas para el combate cuerpo a cuerpo, estuvo a punto de ser herido por uno de sus propios oficiales porque había extraviado su «maldita chicharra».21 Muchos hombres de la 82.a Aerotransportada despreciaron esas chicharras metálicas para niños que se vendían en tiendas de baratijas. Se accionaban cuando se oía la contraseña «Flash» («Relámpago»), a la que debía responderse con «Thunder» («Trueno»), dos palabras elegidas por considerarlas difíciles de pronunciar con corrección por un alemán.
La sensación de alivio que invadía a cualquier americano cuando daba con un compatriota suyo era inmensa. No tardarían en formarse pequeños grupos. Cuando encontraban a un paracaidista herido, le daban morfina y, para que los servicios médicos pudieran atenderlo más tarde, señalaban su posición clavando su fusil en el suelo por el extremo de la bayoneta y colocando su casco en la culata. Los más sedientos de sangre fueron «a la caza de teutones». Las balas trazadoras les permitían ubicar la posición de las ametralladoras alemanas, a las que hostigaban lanzando contra ellas sus granadas. La mayoría de los paracaidistas siguieron la orden de utilizar únicamente sus cuchillos y sus granadas en medio de la oscuridad. Pero uno que usó su fusil se dio cuenta luego de que de la boca del arma colgaba un preservativo hecho pedazos. «Lo coloqué allí antes de saltar para que no se mojara el cañón», contaría, «pero luego me olvidé de él».22
Los «cazateutones» también seguirían el sonido de voces alemanas. En algunos casos oían al enemigo acercarse por la carretera, marchando en formación. Tras dar a toda prisa el aviso en voz baja, le tiraban granadas desde el otro lado del seto. Algunos afirmaban que eran capaces de oler a los alemanes por el tufo de su tabaco; otros los reconocían por el crujido de su equipamiento de cuero.
Las tropas alemanas parecían ir corriendo en todas las direcciones a medida que llegaban más informes sobre desembarcos aliados en uno y otro extremo de la península. Dos de los pilotos se desorientaron tanto por culpa de la intensa niebla y las acciones evasivas que se habían visto obligados a llevar a cabo, que hicieron saltar a sus grupos cerca de Cherburgo, a unos treinta kilómetros de la zona de lanzamiento prevista. El capitán que iba con esos paracaidistas tuvo que ir hasta una granja para preguntar dónde se encontraban. La familia francesa que lo recibió intentó ayudarlo, dándole un sencillo mapa de la península de Cotentin arrancado de un listín telefónico.23 Otro oficial aerotransportado, sin embargo, comentaría que la imprevista dispersión de las unidades durante los caóticos lanzamientos resultó al final muy ventajosa en un sentido. «Los alemanes creían que estábamos por todas partes».24 Pero la confusión de los paracaidistas no era menor. Cuando un grupo, que se había perdido, se acercó a un pozo para rellenar las cantimploras, un agricultor anciano salió a su encuentro. Un soldado le preguntó en su mal francés: «Ou es Alamon?».25 Encogiendo los hombros, el viejo señaló con el dedo hacia el norte, luego hacia el sur, hacia el este y hacia el oeste.