La emboscada más brillante tuvo lugar no lejos del puesto de mando de la 91.a Luftlande-Division alemana cerca de Picauville. Unos hombres del 508.° Regimiento de Infantería Paracaidista abrieron fuego contra el coche oficial que llevaba al comandante de la división enemiga, el teniente general Wilhelm Falley, de vuelta de un ejercicio de puesto de mando en Rennes. Falley salió despedido del vehículo malherido, y cuando intentó alcanzar a rastras su pistola, un teniente americano lo remató de un disparo.26

El plan era que los paracaidistas de la 82.a Aerotransportada cayeran a ambos lados del río Merderet para asegurar la localidad de Sainte-Mére-Église. De ese modo habrían cortado la carretera y la línea ferroviaria que conducían a Cherburgo. También debían conquistar varios puentes sobre el Merderet permitiendo que las fuerzas llegadas por mar avanzaran con rapidez por la península y aislaran la zona antes de emprender la marcha hacia el norte para tomar el puerto de Cherburgo. La 101.a, que saltaría más cerca de la playa Utah, sería la encargada de ocupar las carreteras elevadas que conducían a ella a través de los pantanos inundados de agua, así como los puentes y una esclusa del río Douve, entre el pueblo de Carentan y el mar.

Varios pelotones de la 82.a Aerotransportada cayeron en Sainte-Mére-Église, o sus inmediaciones, tal como había sido planeado. En el descenso, el paracaídas de un soldado se enredó en lo alto de la torre de la iglesia, donde el hombre quedó colgado sin escapatoria, por lo que se hizo el muerto mientras las campanas lo ensordecían con su repique. Las campanas se habían puesto a sonar en señal de alarma porque una casa que había en la plaza de la iglesia se estaba incendiando, y los habitantes del pueblo intentaban apagar las llamas formando una cadena humana por la que iban pasándose cubos de agua. La escena era de caos absoluto. Los soldados de la unidad antiaérea local a las órdenes de un oficial austríaco abrían fuego en todas direcciones mientras los paracaidistas seguían descendiendo. Muchos americanos fueron acribillados a balazos antes de llegar a tierra. Los que quedaban atrapados entre las ramas de los árboles tenían pocas esperanzas de salir con vida. Un paracaidista fue a parar directamente a la casa en llamas. Pero otros, que habían caído a las afueras del pueblo, formaron rápidamente grupos y empezaron a dirigirse con gran determinación hacia el centro, avanzando a toda prisa y protegiéndose en recodos y en esquinas. En apenas una hora habían logrado que los alemanes emprendieran la retirada. Así fue como Sainte-Mére-Église se convirtió en el primer pueblo francés en ser liberado.

Sainte-Mére-Église pasaría a ser el centro de atracción de muchos de los destacamentos que habían sido dispersados. Un integrante de la 82.a Aerotransportada quedó atónito al ver venir por la carretera a dos soldados de la 101.a, montando a pelo unos caballos que habían encontrado en un campo. Otro se plantó allí conduciendo una motocicleta semioruga robada a los alemanes. Según parece, sólo un número reducido de los paracaidistas que se habían perdido por los campos permaneció inactivo. Unos cuantos se acostaron en zanjas, envueltos en sus paracaídas, a la espera de que amaneciese para averiguar dónde se hallaban. La inmensa mayoría, sin embargo, no veía la hora de entrar en acción. Con los nervios todavía a flor de piel después del salto, su sangre hervía. Un soldado de la 82.a no pudo olvidar las órdenes recibidas: «Dirigios a la zona de lanzamientos a toda prisa. No hagáis prisioneros, porque os obligarán a aminorar la marcha».27

El combate fue despiadado en ambos bandos; de hecho, aquella noche fue testigo de los combates probablemente más atroces de toda la guerra en el frente occidental. Un soldado alemán, justificando la aniquilación de un pelotón americano que cayó junto a la compañía de artillería pesada de su batallón, diría más tarde: «No caían del cielo para darnos caramelos, ¿sabe? Venían a matarnos, a combatir».28 No cabe duda de que los soldados alemanes habían sido adoctrinados por sus superiores acerca de los «delincuentes» reclutados por las fuerzas aerotransportadas americanas, y que su miedo se transformó en violencia. Pero resulta difícil determinar la veracidad de las horribles historias sobre soldados alemanes mutilando a paracaidistas aliados atrapados entre las ramas de los árboles.

Independientemente de lo cierto de esas historias, la verdad es que los paracaidistas americanos intentaron vengarse. Al parecer, hubo casos de soldados que dispararon a hombres que habían sido hechos prisioneros por otros compañeros. Se cuenta que un sargento judío y un cabo se llevaron de un corral a dos alemanes —un oficial y un suboficial— que habían sido capturados. Los allí presentes oyeron los disparos de un arma automática, y cuando el sargento regresó, «nadie dijo nada».29 También se cuenta que había otro paracaidista judío al que «nadie se atrevía a confiar un prisionero y perderlo de vista».30 Un soldado de la 101.a recordaría que, tras cruzarse con los cadáveres de dos paracaidistas «con sus partes mutiladas metidas en la boca», el capitán que iba con ellos dio la siguiente orden: «¡Que nadie se atreva a hacer ni un solo prisionero! ¡A esos bastardos se les pega un tiro!».31

Según parece, algunos hombres disfrutaron con aquellas matanzas. Un paracaidista recordaba haberse cruzado al día siguiente con un miembro de su compañía y quedar atónito al comprobar que llevaba puestos unos guantes rojos en vez de los amarillos correspondientes. «Le pregunté que dónde había encontrado aquellos guantes rojos, y tras rebuscar en uno de los bolsillos de su pantalón de salto, sacó una sarta de orejas. Había estado cazando orejas toda la noche, y las había cosido a un viejo cordón de zapatos».32 Se produjeron unos pocos casos de pillaje verdaderamente brutales. El comandante del pelotón de policía militar de la 101.a Aerotransportada encontró el cadáver de un oficial alemán y observó que alguien le había cortado uno de los dedos para robar su alianza matrimonial.33 Un sargento del 508.° Regimiento de Infantería Paracaidista quedó horrorizado cuando se enteró de que algunos hombres de su pelotón habían matado a unos alemanes y luego habían utilizado «sus cuerpos para practicar con la bayoneta».34

En algunas ocasiones se evitó la matanza de prisioneros. A eso de las dos y media de la madrugada, un grupo de paracaidistas de la 101.a, entre los que había un teniente y un capellán, se encontraba en un corral conversando con unos lugareños franceses. Quedaron todos boquiabiertos cuando, de repente, aparecieron unos doce hombres de la 82.a, conduciendo un grupo de jovencísimos ordenanzas alemanes.

Los mandaron echarse al suelo. Los muchachos, aterrorizados, imploraban que no los mataran. El sargento que pretendía ejecutarlos dijo que algunos compañeros suyos que quedaron atrapados en los árboles habían sido convertidos en «candelas romanas» por un soldado alemán y su lanzallamas.

El sargento quitó el seguro de su ametralladora Thompson. Desesperados, los jóvenes alemanes se agarraron a las piernas del teniente y del capellán, que junto con la familia francesa gritaban al sargento que se detuviera, que no disparara. Al final el sargento se dejó persuadir. Los muchachos alemanes fueron encerrados en el sótano de la casa. Pero el sargento no cejaría en su afán de venganza. «¡Vamos a buscar a algún alemán al que cargarnos!», gritó a sus hombres antes de marchar de allí. Los soldados de la 101.a quedaron turbados por la escena que habían presenciado. «Esos tíos se habían vuelto locos», comentaría un viejo suboficial más tarde.35

A medida que los grupos dispersos fueron uniéndose a lo largo de la noche, los oficiales pudieron comenzar a ejercer su control y concentrarse en los objetivos previstos. Los soldados que no lograban encontrar a su unidad se unían a cualquier batallón, aunque éste fuera de otra división. El general Maxwell Taylor, comandante de la 101.a Aerotransportada, había reunido un grupo de treinta hombres, incluidos cuatro coroneles y varios oficiales. Esta situación lo impulsó a parodiar a Churchill, con el siguiente comentario: «No ha habido nunca en los anales de la guerra un grupo tan reducido de hombres a las órdenes de tantos oficiales».36 También se vio a un puñado de soldados tirando de un carro de ametralladora en el que yacía el comandante del 502.° Regimiento de Infantería Paracaidista, el coronel Van Horn Mosely Jr., que se había fracturado una pierna al saltar.

Varios soldados y oficiales que se habían roto el tobillo al tomar tierra se limitaron a atárselo con una correa y siguieron adelante cojeando y apretando los dientes. A los que les resultaba totalmente imposible caminar, se les encomendó la tarea de vigilar a los prisioneros. Es incuestionable que prácticamente todos los hombres demostraron un gran coraje. Con la excepción de un comandante de batallón del 508.° Regimiento de Infantería Paracaidista, que se pasó la noche escondido en una zanja, apenas hubo casos de crisis nerviosas.

Según parece, hubo muchos más episodios de pavor ante el combate en el bando alemán. Un soldado llamado Rainer Hartmetz tuvo que volver al puesto de mando de su compañía para coger más munición. Allí se encontró con dos hombres profundamente conmocionados. «No podían ni hablar. Temblaban. Intentaron echar una calada, pero no lograron llevarse el cigarrillo hasta la boca». Y el comandante de la compañía, un capitán que, por lo visto, había demostrado un gran coraje en el frente oriental, estaba tendido en una pequeña trinchera completamente borracho. Cada vez que aparecía alguien con un mensaje de las posiciones avanzadas, levantaba su pistola y murmuraba: «Ejecutaré a todo aquel que vuelva corriendo».37

Una fuerza combinada de aproximadamente setenta y cinco paracaidistas lanzó un ataque contra la localidad de Sainte-Marie-du-Mont. El oficial que asumió el mando desconocía el número de alemanes que podía haber en ella, pero el entrenamiento que habían recibido aquellos hombres surtió efecto. Con ametralladoras colocadas en los flancos para cubrirlos, los pelotones fueron avanzando por etapas. Un grupo armado con una bazuca corrió por la calle principal y disparó una granada antitanque contra la puerta de la iglesia. Una docena de soldados alemanes, con su jefe ondeando una bandera blanca improvisada, apareció entre el humo y la nube de polvo con los brazos alzados. En menos de una hora el pueblo quedó despejado. Casi todos los defensores habían salido huyendo por la carretera hacia Carentan.

Otros grupos se encargaron de asegurar las carreteras elevadas de las zonas anegadas que se extendían detrás de la playa Utah. Un puñado de paracaidistas se encontró con quince alemanes que transportaban municiones en tres carros tirados por caballos. Los obligaron a rendirse, y luego los hicieron marchar delante carretera abajo. Un soldado que hablaba alemán les dijo que si se producía un ataque, no se movieran. Al poco rato, una ametralladora alemana abrió fuego contra el grupo. Los paracaidistas se refugiaron en las cunetas de la carretera. Uno de los alemanes salió corriendo, pero fue abatido de un disparo inmediatamente. «Lo cargamos en el carro», contaría uno de los paracaidistas. «Murió poco después. A partir de entonces no tuvimos más problemas con los prisioneros, que permanecían en pie en la carretera en cualquier circunstancia».38 Ni que decir tiene que esta práctica constituía una infracción flagrante de la Convención de Ginebra.

Al igual que ocurría con las fuerzas aerotransportadas británicas, una de las misiones de los paracaidistas consistía en despejar y asegurar la zona donde estaba previsto que tomaran tierra los planeadores Waco encargados del transporte de refuerzos y equipamiento pesado. Pero el aterrizaje de esos aviones en las inmediaciones de Sainte-Mére-Église no iba a desarrollarse con tanta facilidad. «Tras caminar un rato», cuenta un paracaidista asignado a la misión, «llegamos al aeródromo y vimos a unos cuantos alemanes que lo estaban vigilando. Después de un breve intercambio de disparos, ya nos habíamos deshecho de ellos. El supuesto aeródromo no era más que una gran explanada rodeada de árboles y unas cuantas granjas.

Inmediatamente fuimos asignados a distintos escuadrones y formamos una barrera defensiva alrededor del campo. Ya sólo teníamos que esperar».39

A la hora acordada se encendieron las luces de señalización. «Podíamos oír el ruido de los aviones que venían a lo lejos, y luego se hizo el silencio. A continuación, se oyó una serie de silbidos. Además de esos sonidos, cada vez más intensos, se oía el crepitar de ramas y árboles partiéndose seguido de fuertes estruendos y gritos intermitentes». Los planeadores llegaban con toda rapidez, uno tras otro, desde distintas direcciones. En vez de hacerlo en el campo, muchos aparatos aterrizaron en los bosques circundantes, mientras que otros se estrellaron contra las casas vecinas y los muros de piedra. Los planeadores iban cargados de jeeps, baterías antitanque y otras armas cuyas dimensiones imposibilitaban su lanzamiento en paracaídas. Todo este equipamiento iba sujeto con correas sobre un suelo de resistentes láminas de madera. Los pilotos y los soldados que viajaban en los planeadores sólo iban protegidos por telas de lona y chapas de madera.

Con tantos planeadores aterrizando en todas direcciones, en apenas un momento reinó un caos absoluto en la explanada. Los cargamentos se soltaban y salían despedidos por el parabrisas del avión en cuanto éste tomaba tierra, y a menudo arrollaban a los pilotos. Había cuerpos humanos y cajas esparcidos por toda la superficie de la explanada. Algunos de los soldados que viajaban en los planeadores se hirieron al partirse los elementos de madera con los que estaban fabricados aquellos ligeros aparatos. «Inmediatamente nos dispusimos a ayudar a los heridos», cuenta uno de los paracaidistas encargados de preparar la zona de aterrizaje, «pero éramos conscientes de que primero debíamos decidir quién podía recibir ayuda y quién no. Se improvisó un centro de socorro, y comenzamos el terrible proceso de separar a los vivos de los muertos. Vi que por el fuselaje de lona de un planeador asomaba un cuerpo de cintura para abajo. Intenté tirar de él. No se movía. Cuando miré dentro de los restos del avión, pude ver que el torso de aquel hombre había sido aplastado por un jeep».40

Los planeadores británicos, que eran más grandes, se encargaron del transporte de las baterías del 320.° Batallón de Artillería de Campaña de Planeadores. Esos aparatos eran aún más peligrosos que los Waco.

En un aterrizaje brusco la estructura correspondiente a la rueda delantera podía romper el pavimento de madera del avión y causar graves daños. Muchos de los accidentes fueron provocados por la confusión reinante y el excesivo número de aparatos que llegaron al mismo tiempo. Varios planeadores fueron derribados por la artillería de las baterías alemanas que se encontraban en las inmediaciones. «Los planeadores en los que viajaban los soldados llegaron como una bandada de cuervos», anotó el cabo primero de la 91.a Luftlande-Division, «y fue entonces cuando empezó realmente la guerra».41 Entre los caídos se encontraba el general de brigada Pratt, segundo al mando de la 101.a División Aerotransportada. Murió por culpa de un jeep que salió despedido por la parte delantera del avión cuando éste chocó contra un árbol. Al cabo de unos veinte minutos ya habían aterrizado los suficientes soldados para ocuparse de todos los heridos. Los médicos trabajaban a un ritmo frenético: administraban morfina y pastillas de sulfamidas, e improvisaban vendas para los heridos con lo primero que encontraban a mano.

Varios planeadores se desviaron totalmente de la zona de aterrizaje. Al tomar tierra, uno chocó con una mina y saltó por los aires. Otros aterrizaron en las zonas inundadas, lo que al menos sirvió para mitigar el impacto. Los pilotos tuvieron que quitarse los pesados chalecos antibalas antes de abrirse paso a través de los paneles laterales de la cabina. El agua podía ser muy profunda en determinados lugares.

Los soldados de infantería que iban en los planeadores eran muy vulnerables en ese momento si se encontraban al alcance de las posiciones alemanas. «Después de aterrizar», escribiría un piloto, «descubrimos de dónde procedían los disparos que estuvieron a punto de darme. Venían de un bunker en el que había unos doce soldados polacos reclutados a la fuerza y un alemán al mando. Cuando los soldados de infantería de varios planeadores, incluido el nuestro, dispararon con sus fusiles una ráfaga de balas contra el bunker, la resistencia cesó. Se hizo el silencio en el interior del bunker, y luego se oyó un único disparo. Inmediatamente se oyó una algarabía de risas y gritos, y los polacos salieron con los brazos en alto. No estaban dispuestos a luchar contra los americanos, por lo que decidieron simplemente eliminar al sargento teutón».42

También era impredecible la reacción que pudiera tener la población civil francesa. Si bien muchos individuos prepararon omelettes y crepés para los paracaidistas y les ofrecieron tragos de calvados, otros temían que aquella operación fuera sólo una incursión aislada y que los alemanes volvieran luego para tomar represalias. Pero esos recelos no impedirían que las esposas de los agricultores salieran corriendo a los campos para coger el mayor número posible de paracaídas con el fin de aprovechar su seda. Tampoco es de extrañar que los campesinos normandos, gentes más bien flemáticas que apenas habían salido de sus aldeas, se sintieran aturdidos por aquella extraordinaria intrusión. Un soldado de la 101.a contó que cuando se detuvieron para hablar con tres campesinos franceses, uno de ellos le dijo a su compañero, señalando el rostro tiznado de un paracaidista: «Ya puedes decir que has visto a un negro americano».43

A pesar de que se habían producido escaramuzas muy violentas, lo cierto es que el combate puro y duro estaba todavía por venir. Comenzaba a amanecer, y los paracaidistas eran conscientes de que los alemanes iban a lanzar grandes contraofensivas. Lo que más les preocupaba era que la invasión principal no se viera coronada por el éxito. Si la 4.a División de Infantería no conseguía asegurar la playa Utah y no lograba avanzar para unirse a ellos, quedarían abandonados irremediablemente a su suerte.

A las 01:15 horas, después de ver partir a la 101.a Aerotransportada de Greenham Common, el general Eisenhower ya estaba de vuelta en su caravana plateada. Durante un rato, sentado allí, había estado fumando en silencio. Su asistente, Harry Butcher, no sabía aún que el comandante supremo ya había redactado una declaración en la que asumía toda la responsabilidad de la Operación Overlord si ésta se revelaba un fracaso.

Unas horas más tarde, el jefe del Aire, mariscal Leigh-Mallory, el mismo hombre que había advertido de que la operación aerotransportada en Cotentin podía acabar en una catástrofe, telefoneó para dar un informe preliminar. Butcher fue inmediatamente a ver a Eisenhower. Incapaz de conciliar el sueño, y sin dejar de fumar, el comandante supremo estaba leyendo una novela del oeste echado en la cama. Únicamente habían sido destruidos veintiún aviones de los ochocientos cincuenta en los que viajaban las fuerzas aerotransportadas americanas. Las pérdidas británicas eran incluso inferiores, pues sólo se desconocía el paradero de ocho de los aproximadamente cuatrocientos aviones británicos que habían despegado. Leigh-Mallory se puso a escribir una disculpa que resultó rastrera y digna a la vez. «No puedo expresar mi alegría por comprobar que mis recelos eran infundados… Permítame que le felicite por la sabiduría de su decisión».44 Pero todos sabían perfectamente que la operación aerotransportada no había sido más que el primer paso. Todo dependía de los desembarcos de las fuerzas transportadas por mar y de la respuesta de los alemanes.

El día D. La batalla de Normandía
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