XXI
E
staba, por lo menos, más cómodo en ese sillón de brazos arrimado a su escritorio. Tenía necesidad de escribir esa carta larga, una suerte de testamento político, a Rosas. Que alguien en el puerto recordara todo lo que su Santiago se había desangrado en estos treinta años de lucha por la independencia y la federación, alguien que cuando él ya no estuviera fuera capaz de mantener la unión y el orden. Se daría tiempo para escribirla muy meditadamente. Ante el primer amago serio de hidropesía se había hecho explicar detalladamente la evolución posterior del mal, lo había exigido imperiosamente a los doctores Barcena y Arias. No lo obsesionaba realmente el dolor, por espantosos que fuera, pues estaba acostumbrado a sufrirlo y producirlo, sino la inmovilidad, la imposibilidad de hablar, de mandar a su gente. Tampoco creía en los remedios, en esas panaceas que los médicos anunciaban para calmar la inquietud de sus enfermos. Antes de quedar paralizado prefería que lo chuzaran, como a Pancho. Las inmóviles y desesperadas figuras de los enchalecados, de los estaqueados, se vengarían en la suya. Sufriría hasta perder el sentido y quedaría días sin saber lo que le sucedería a él ni a su Santiago. Había pensado que Gondra podía sustituirlo, pero lo que le sobraba en inteligencia y astucia le faltaba en decisión. Mauro ni siquiera tenía esa inteligencia. Todo se iría hacia los Taboada, los hijos e su hermana Águeda, ellos tenían más carácter. Más que la inteligencia importaba el carácter. No tendría tiempo de ver crecido a su hijo, confiaba ciegamente en él, se abriría camino solo, sin que él pudiera ayudarlo. Quizá su apellido le sirviera de algo o tal vez fuese una carga. ¡Si le hubieran dado a Gregorio Palacio! Vaya a saber lo que harían de él los curas o los porteños. Todos los santiagueños de valor se le iban o se le morían.
El último parte de Fierro. Únzaga se había escapado. No entendía hacia dónde, alguien que no contaba con el apoyo de nadie que se atreviera, ni siquiera de su mujer. De ser hallado se le aplicarán las disposiciones de la ley, terminaba su comandante. Sería mejor para él que lo mataran los infieles o se lo comieran los jaguares o las alimañas. Había permanecido inconmovible ante las súplicas de los Carol, aún las de Cipriana. Ser de su familia o estar ligado a ella no era canonjía y sí una insobornable responsabilidad; tendrían que aprenderlo sus parientes y allegados, la letra con sangre entra. La ley era él, para él mismo.
Se miró las manos y los pies, había cedido la hinchazón. Ya podía escribir con soltura, aunque pareciera que algo se le repetía en el cerebro. Comenzó el borrador.
No pido para mis deudos «cuando que esto podría importar una particular vehemencia, quiero sí, para después de mis días, dirigir un encarecido encargo a favor de mis paisanos y conciudadanos». Miró por la ventana hacia las tejas de la casa de los Herrera, los altos limoneros y las dos palmas del primer patio. Algún día no estaría él y los árboles continuarían. «Dígnese tomar en consideración que si los naturales de este país fueron prontos en oír el primer grito de libertad que resonó entre nosotros, y con virtud heroica ofrecerse en justo holocausto a los derechos recientemente reclamados, no han sido menos en conducirse por el camino del orden, oponiendo su lealtad y constancia al furor impío de los desnaturalizados en los fatales, azarosas épocas que señala la historia. Méritos son estos, que valorados por los principios que Ud. profesa, sabrá debidamente acogerlos para dispensar el favor que con el más tierno voto de mi corazón impetro».
Y si Adeodato Gondra había propuesto a Paz como protector de la provincia, ¿por qué no haría él lo mismo con quien podía protegerla mejor?
«Esas fueron las consideraciones que al presentarme el deplorable cuadro de un porvenir tan funesto, me dictan igualmente la calmante idea de consignar esta distinguida porción de la República, al cuidado y protección de la primera autoridad de ella».
Guardó el borrador, tendría tiempo de agregar y corregir. Aún no había llegado el momento en que él desaparecería de la ventana. Aún no había regresado Ventura. Aún no se había ido Agustina Palacio, estaba enferma, en cama; pero se iría. Allí estaba el pasaporte de Agustina Palacio viuda de Libarona y sus hijas Elisa y Lucinda; también el de su madre y hermanas y el de su hermano Santiago que la acompañaría hasta San Miguel de Tucumán. Esperaba que viniera a pedirlos y los firmaría al instante. Sabría cuándo su galera abandonaría la ciudad, cuándo pasaría bajo la hermosa higuera de Vinará, y cuándo llegaría a la última posta de la provincia. Hasta ese momento ella estaría bajo su poder omnímodo, un poder que se contenía ante el de ella. Mártir del amor conyugal, comenzaban a llamarla. Una vez más, Dolo tenía razón. En un país de héroes machos hacían falta más heroínas. ¿Cómo habría quedado después de dos años de sacrificios? No daría un paso para verla.
—Llegó el sargento Carreño, señor gobernador.
Tuvo ganas de decirle a su sobrino Manuel Taboada que, de nuevo, lo tuteara, pero no debía hacerlo.
—Haga pasar al alférez Carreño —dijo, en voz alta como para que lo oyera el sargento que estaba en la puerta.
—A sus órdenes, mi general.
Entró mirándolo como si cautamente avanzara por un estero. Abrió una carpeta militar.
—Aquí tengo su fija de servicios. Muy distinguidos, hasta en la guitarra. He agregado su ascenso a alférez —dijo, tendiéndole la mano.
—Muy honrado, mi general. Hasta en la guitarra hago lo que puedo.
—En mi escolta necesito alguien como usted.
—Espero mercerlo, mi general.
Le gustaba la sobriedad con que ocultaba su alegría.
—Veremos. ¿Dónde cree usted que escapó Únzaga?
—Por las condiciones físicas no puede ir muy lejos, se habría adentrado en algún rancherío. Sin la señora Libarona estaban perdidos —se cortó como si hubiera hablado demás.
—¿Dijo, alférez?
—Que sin la señora Libarona, los dos confinados hubieran muerto antes.
—¿Una mujer admirable?
Lo vio meditar la respuesta, no tanto por él como por ella, por lo que podría dejar traslucir.
—Admirable, mi general —volvió a una pausa—. Verá usted —se cortó, no podría hablar si el general no se lo pedía.
—Prosiga, alférez.
Lo escuchó narrar la historia del jaguar, de su compadre Higinio Salcedo, su rezo en la guitarra. Tenía deseos de interrumpirlo para requerir detalles, pero no debía, sería ponerse en evidencia ante ese criollo astuto.
—Y no tuvo miedo. También daba el pecho a los indios, les cosía ropa y hasta corazones —sin darse cuenta, había continuado en el mismo tono del alférez. Se cortó y puso en pie para la despedida. Comprendió que el alférez se había dado cuenta. Que ambos se habían dado cuenta de todo. Ya era absurdo, estúpido y desleal, que le preguntara sobre la medida de las relaciones entre la Libarona y Únzaga.