XIV

A

fines de noviembre, el trágico juego de la fantasmagórica persecución había terminado. Desde Salavina había visto con placer, pero sin el goce que le producía una victoria combatida bravamente, cómo dos nubes de polvo se alzaban en opuestas direcciones: para el sur, hacia Córdoba, el grueso del disminuido ejército de Solá; hacia el norte, el cuerpo de milicias de Tucumán. Ambos cansados inútilmente, desilusionados. Ya podía regresar a su capital; pero intuía, olía, que nada era definitivo. Esta inútil campaña encresparía la vanidad y el orgullo del general Lavalle, a quien jamás apeaban el título del «héroe de Riobamba» por sus legendarias cargas de caballería en esa batalla del Ejército de los Andes, contra los godos.

Terminó de ordenar los papeles del estado en su petaca de cuero. De la carpeta de cartas a contestar sacó la del general Eugenio Garzón. La releería en el largo viaje en la berlina oficial; ante la sorpresa de Gondra, había aceptado viajar en ella. No le quiso decir que había notado un hinchazón en sus pies, ni que le dolía o molestaba el brazo izquierdo. Nadie lo sabía. El dolor del brazo podía achacarlo a la herida superficial y ya cicatrizada en la escaramuza de Sumamao. Pueda que Dolo hubiera visto la hinchazón, pero se guardaría muy bien de comentársela. Tendría que llamar a sus médicos como un reconocimiento de declinación.

—¿Puedo ver al gobernador? —dijo Dolo, entrando en la tienda caldeada por el sol del mediodía.

—Según el motivo —dijo volviéndose inquieto, se le ocurrió que vendría a hablarle de sus amagos de enfermedades.

—Una carta.

Por la sonrisa, dedujo que una vez más habría conseguido saber algo significativo, capaz de probar que importaba más que un objeto de placer. Esperó, sin una pregunta que demostrara el interés que le acordaba.

La Dolo soportó el silencio. Entre vejada y feliz, como si arrojara el as de espadas en el truco que le gustaba jugar como señal de independencia, puesto que él tenía prohibidos los juegos de azar, dejó una carta sobre la mesita. Debió resultarle imposible no decir:

—Una copia de la que Solá envió desde Salavina a La Madrid, el 17 de este mes.

Asombrado e incrédulo, leyó a saltos. Reclamaba el apoyo de los gobiernos limítrofes. «Nunca se ha mostrado más enemigo este salvaje país, de fuerzas que sólo venían a protegerlos. No pasan de tres hombres que esta larga distancia a que hemos podido llegar con mil inconvenientes, se hayan atrevido a vernos las caras, hablarnos y darnos algunas noticias del paradero de Ibarra. Todos lo hemos encontrado exhausto y en retirada a los montes, las casas abandonas, una que otra mujer lográbamos ver de distancia en distancia, sin tener de quién valernos para un solo bombero, ni entre esas pocas mujeres, ofreciéndoles pagarlas bien, ni baqueanos, etc., cuando al revés, cada algarrobo o jumial es una espía y bombero de Ibarra».

La miró imperioso y sin salir del asombro.

—Me la consiguió en Tucumán una amiga que es… amiga del ayudante de La Madrid, Me la envió con un chasqui.

Por primera vez no sabía cómo dirigirse a esa nueva Dolo, intimidada por el desconcierto que la causaba. La vio revisar, tocar inquieta su reducido equipaje ya listo para colocar en el vehículo. Dobló muy despacio la copia de la carta. Dudaba, le reglaría ese collar de granates semejante al de la Escolástica y que a ella tanto le gustaba. Salvo la casita de un solo patio no le había regalado nada más. No tenía plata, había tantos gastos más urgentes y primordiales.

—Dolo, te llevaré a tu casa en la berlina del gobernador.

Le cedió el paso y salió tres de ella; estaría aprendiendo que el silencio emocionado era una forma digna de agradecer.

Su batallón de milicias esperaba la orden. Se había despedido de las autoridades que de inmediato, casi en la retaguardia del cuerpo del ejército de Solá, habían vuelto a ocupar sus puestos, como si nada hubiera sucedido en la villa de casitas bajas, ranchos de adobes y ramadas. Casi nada había sucedido, ya estaban acostumbrados a desbandadas y regresos.

En pocos minutos el carruaje estuvo listo. Un soldado de la escolta cabestreaba a su moro, que relinchaba inquieto. Al ver subir a la Dolo, el ministro Gondra, ante el estribo de su propio coche, no pudo o no quiso evitar el asombro: no debía evitarlo.

La gente volvía de los montes como si estos se desangraran, sangre parda y morena, color tierra. La escolta, sus lanzas con banderolas rojas, precedía a la berlina y abría la marcha. Al trote sordo sobre la tierra removida del camino, con algo de llamado ronco, los recién llegados salían de sus casas. Los más lerdos, con sus mulas y burritos cargados de bártulos corrían hacia el camino. Crecían las aclamaciones. Se asomaba a la portezuela para saludarlos, para agradecerles con un ademán. Tenía ganas de bajar, darles la mano a cada uno de ellos, estrechárselas. Cada uno de ellos le había ayudado; más que eso, eran los verdaderos triunfadores de esta marcha de la soledad, el desaliento y la desesperación, que se había trazado como una serpenteante llaga a lo largo de Santiago. Sin ninguna violencia, sin armas, había paralizado la violencia del invasor. Hubiera querido montar su pingo para que esta, su gente, lo viera, lo mirara y remirara y sintiera, criollos antes que nada, que cada uno de ellos estaba montado en ese caballo suyo, a través de esa imagen de caudillo montonera que ellos habían creado con su devoción más que él mismo con su acción; para que ellos se instalaran, por una extraña y apasionada transmigración, en ese cuerpo suyo que cada vez lo era menos. A veces, cuando escuchaba al fraile Achával, tenía miedo de lo que Felipe Ibarra había llegado a ser como entidad; el pavor de Jesús en el monte de los Olivos.

Las voces de esas gargantas secas que volvían de los montes, lo soliviantaban de los mullidos asientos de pana roja. La nube de polvo levantada por la escolta desdibujaba las figuras y las transformaba en esas estampas religiosas con imprevistos peregrinos. Todo cobraba un primitivo sentido religioso. Le vinieron ganas de gritar ¡Amén! ¡Amén! Poder resistir el clamoreo ferviente de un pueblo, sin emborracharse hasta las heces y la locura, debía ser la santidad absoluta. Cuando cesó la grita de adoración, ¡la temida palabra!, adorar como a Dios, recordó que no estaba solo. La Dolo se había hundido y ovillado en la profundidad del asiento, como para que nadie pudiera, ni debiera verla. Lloraba muy quedamente de agradecida felicidad.