II

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o miró con desconfianza. Por otra parte, nadie como él se había ganado el derecho a desconfiar de quienes lo rodeaban, de quienes decían colaborar con él. Apretó los labios.

—¿Qué piensa del decreto Adeodato Gondra, mi docto ministro? ¿Le parece demasiado brutal para mi primer acto después de recuperar el poder?

Estaba seguro que Gondra, ese ministrito nacido en Tucumán, representaba la nueva generación de los mocitos ilustrados. Quedaría callado un momento para crear mayor atracción sobre lo que luego diría. Esto lo fastidiaba, pero las relaciones políticas con su ahijado habían comenzado así; le interesaba la gente que lo resistía en lo formal, en la apariencia, como no soportaba a quienes se le oponían en lo esencial. Adeodato era como un caschi, esos cuzcos favoritos de las viejas solteronas que, cuando menos se espera, sueltan un mordisco.

—¡Lea ese decreto! ¡Quiero saber el efecto que causa a un peluconcito!

Gondra, sin varias la apostura, desprendió el botón de la levita, tomó la hoja de papel y leyó con su tonadita chilena, no en balde había cursado allí casi todos sus estudios:

—«Declárase traidores de lesa patria a todos los salvajes unitarios que hubiesen suscripto el acta de destitución del cargo de gobernador en la persona del Exmo. Brigadier General Don Juan Felipe Ibarra, como asimismo, a los instigadores y autores del alevoso asesinato perpetrado en la persona de Don Francisco Ibarra, coronel de milicias de la Provincia». —Su voz terminó opaca.

Con este ademán atildado, que también lo fastidiaba, tomó la pluma y estampó su firma bajo la suya. Atento a los detalles, y sin ni siquiera mirarlo una vez, agregó los artículos de forma, la fecha: 28 de setiembre de 1840.

—No tengo nada que observar. Los considerandos y antecedentes ya los han estampado nuestros enemigos, la mayoría vuestros amigos; en particular La Madrid, por todas las tropelías que acaba de cometer, no hace ni dos meses, Choya, y también contra vuestro sobrino Cruz Antonio Ibarra; su gran amigo La Madrid, a quien ayuda usted cuando pasa por Santiago, a pedido del general Rosas y cuando llega a Tucumán, el mismo 7 de abril, da su Pronunciamiento traicionando vuestra buena fe y la del Restaurador de las Leyes.

—Todos mis errores políticos siempre han sido y serán, para mí es irremediable, originados en la amistad.

—Entonces haremos un hermoso y largo proceso, simple aplicación de las Leyes de Indias, a cada uno de sus traidores amigos y hasta parientes que han participado.

—¡Basta Gondra! Este episodio comenzó a lanzazos, será un proceso muy distinto. También el odio tiene momentos aciagos. En gran parte, el Antiguo Testamento es una historia de odio y venganza por parte de Jehová. No existe un solo pueblo grande que no haya pasado por un crisol de odio y sangre. Siempre sucede un acto espantoso de odio o amor que marca a quienes gobernamos. Simple cuestión de suerte histórica que nos recuerden por el hecho de amor o de odio.

Por fin lo miraba fijamente. Su unión política, más que eso, su relación social y humana, debía basarse en una especie de rencor del inteligente débil por el hombre capaz de acción y de sólido sentido común. Lo atraía en la misma medida que lo repelía. Algún día Gondra tendría que abandonarlo y, ya lo sabía, sería para desgracia de los dos.

—No es sólo cuestión de suerte. El odio, la sangre y la venganza quedan más latentes en los hombres. Es la única forma en que ellos imaginan y emplearían la fuerza. No les enseñan otra cosa.

Tuvo necesidad de interrumpirlo:

—Yo les he enseñado otra cosa, yo quiero a mi pueblo. Usted sabe que cuando no hay plata yo no cobro mi sueldo —le pareció que el ejemplo era baladí, pero no quiso volverse atrás—. ¿Cuántos sueldos me debe mi Provincia? ¡Ni yo mismo lo sé!

—Podría darle la cifra exacta, pero esto no interesa a la Historia —buscaba nerviosamente entre los papeles, tenía que hallarlo en el momento preciso o ya no le importaría. Respiró—. Señor Gobernador, ¿me permite que lea unos fragmentos? «Jamás gozaremos de una tranquilidad sólida y duradera, mientras las provincias permanezcan en el estado de aislamiento que hasta aquí ha causado todas las guerras civiles. Si carecemos de un centro común que uniforme nuestra política e intereses, si no activamos la reunión de una asamblea constituyente para tener leyes nacionales.».

—Mientras Gondra leí, había quedado mirando hacia la calle, como si esperara la llegada de alguien que no vendría más o de un gran desconocido. Todo lo escrito y firmado por él era leído siempre a modo de explicación o excusa de sus actos. —Este es el hombre a quien he seguido, por quien he dejado mi provincia. Claro que otros dicen que ha sido por mi interés de arribista.

—Arribista o no, quizás yo no hubiera escrito esa carta al general Rosas, pidiendo la Constitución, si usted no estuviera a mi lado. Pero no me pida demasiado. Mientras usted leía, yo miraba por la ventana. No veré nunca a Pancho o veré, también, su cuerpo atravesado a lanzazos. Tuve que dejar el Monserrat al año, pese a que mi tío Juan Antonio de Paz era mi mentor; no tanto porque mi madre no podía juntar los 55 pesos necesarios, sino porque yo no sirvo para cura como querían hacerme. Según el inventario, mi padre sólo nos dejó dos mil quinientos pesos, en muebles y créditos. Nuestra madre no era mujer de blanduras; yo no supe o no merecí encontrar una semejante. No desvíe la mirada, yo no necesito que me disimulen o compadezcan. Exijo demasiado a las mujeres y no soy capaz de darles lo mismo. Pueda que yo no tenga más que una mujer de verdad: mi provincia.

Las campanas de La Merced comenzaron a doblar.

—A las 7, los padres Achával, Gallo y López rezarán un funeral por el alma de mi hermano, ¿vendrá usted, señor ministro?

—Por descontado, verá usted que ya estor de chistera. Voy a buscar a mi mujer. Estaremos, como todo Santiago.

Lo miró alejarse por la calle polvorienta. Algo de petimetre insolente, la juventud con a tiempo de mirarse y componerse ante el espejo. Nunca se había mirado mucho en un espejo salvo para afeitarse, ni siquiera en el reflejo de un sable cuando era lancero a los veinte años. Luego con ese óleo que acababa de pintar su sobrino Felipe Taboada, dos condecoraciones y su banda de gobernador. No le gustaba contemplar esa expresión dura, sin simpatía a primera vista; pero tenía razón su sobrino, era así. ¿De dónde les había salido en la familia ese grano malo, ese bicho raro que quería ser pintor, artista? El único en todo Santiago. La gente no supo cómo tomarlo, si con vergüenza u orgullo hasta que triunfo la vanidad y todos querían que los retratara. Había condescendido a posarle como una obligación de gobernante.

La imagen de Gondra, recortada por los pilares de la galería exterior, se le mezcló con la del diputado por Buenos Aires Manuel de Tezanos Pintos, levita, sombrero de c opa, enero de 1827 y 40 grados de calor. La constitución muy linda para las Europas que pretendía imponerle el presidente Rivadavia. Lo esperó en esa misma sala, en camisa, calzoncillos y, colmo tenía neuralgia, un pañuelo con vinagre aromático en la cabeza. El porteño lo miró espantado, sudando a chorros. El diálogo fue tal para cual; terminó concediéndole 24 horas para que abandonara Santiago. Tezanos informó que lo había recibido «en un traje semisalvaje, tomado de propósito para poner en ridículo al Soberano Congreso». Sonrió apenas, en esto no había errado el pisaverde. Sólo les importaba la apariencia de las cosas.

Pero menos suerte habían tenido ese mismo año, cuando los invadieron los ilustrados con el gobernador de Catamarca a la cabeza. El poeta Hilario Ascasubi se había dedicado a saquear esa su casa, que era la sede del gobierno para evitar gastos a la provincia. Se apoderó del archivo oficial y hasta de su sombrero y del bastón de verga de toro, que, al recuperarlo, se lo había regalado a la Virgen de la Merced; desde entonces y a sus espaldas, la llamaban la Tiranita. Bajo la protección obligada del cura Gallo, para que los guerrilleros no tiraran sobre él, Ascasubi salió a guapear en esa campaña que duró pocos días. «Me jactaba de ser el gobernador sustituto desde que tenía su bastón y su sombrero», escribió con un sentido de la gracia que no le alcanzaba. También esto lo separaba de los ilustrados.

Un nuevo redoble. Se ajustó la banda de gobernador. Recorrería a pie, seguido por su escolta montada, las cuatro cuadras que lo separaban de la iglesia, para que la gente lo viera y lo siguiera. Era imposible, llegaría cubierto de polvo. Nunca tendrían plata suficiente como para empedrar ni siquiera las cuadras de la Plaza Mayor, la única.