XI
—C
apitán Quiroga, que Dios y su coraje lo guíen y protejan —dijo tendiéndole la mano. Ya no le importó que Josabán le hubiera ayudado a bajar más rápido del árbol.
Se pusieron en marcha para el lugar del encuentro con Cruz. Trotaban, con elásticos quites esquivaba las ramas. La gran polvareda había cesado de avanzar, se diluía en el azul amatista del cielo. Únicamente su sobrino Felipe Taboada, el pintor casi paralítico, sabía lo que era un color del cielo. El otro sobrio cargaría al frente de su compañía abierta en abanico de poca profundidad, como para dar impresión de un gran ataque por el flanco. Solá y Acha respirarían satisfechos, al fin lograban la batalla que estaban seguros de ganar, por la superioridad numérica y en armas. Comenzó el estampido de los fusiles. Solá, general bastante hábil, ascendido por relaciones familiares, políticas, y de las logias, nadie comprendía cómo surgía un general americano, se habría desplegado con aparato de infantería y artillería, dejaría la caballería para el golpe final o la persecución. De cualquier manera, la sorpresa habría desorganizado el contraataque. Esos largos minutos necesarios para el cambio de disposición de un cuerpo de ejército en marcha, eran los únicos que utilizaría Cruz para cargar. Algunos de los milicianos federales reclutados a la fuerza aprovecharían para desertar; sabían que él los incorporaría con igual o mayor grado.
Al llegar al estero salitroso, le sorprendió no encontrar el correo que debía enviar Cruz, en cuanto viera el resultado de la sorpresa. El ruido de la batalla había cesado. El capitán Quiroga se cuadró para la despedida. La nube de polvo, que cada vez se tornaba más oscura y rojiza por el atardecer, ya estaba a la altura de ellos, a no más de dos leguas de distancia.
—Recuerde, capitán, que ya tendrán cubiertos los flancos. Antes de cerrar la noche, retirada y concentración. La escaramuza no debe durar más de quince minutos. ¡Conserve su sangre fría!
—Sí, mi general —montó de un salto y se volvió para gritar—. ¡Viva la Santa Federación!
Fue como si un picanazo lo alcanzara. Que nadie le gritara lo que él llevaba en el grito. Volvió a montar, ya no podía contenerse.
—¡Mueran los salvajes unitarios! —contestó. Sí, tenían que morir y no sólo por mano de sus soldados—. Capitán, lo sigo con mi escolta hasta encontrarme con la tropa de Cruz.
Nadie podía oponerse a su mando. La sangre, al fin, le brincaba por las venas. Quiroga sólo se atrevió a mirarlo con un instante de sorpresa y duda; luego, debía obedecer. Además por ser quien era, debía comprenderlo. Los soldados quedaron perplejos y se les escapó, tenía que estallar, un guapo y estirado alarido.
—¡Viva la Santa Federación!
Siguieron la huella al trote largo que se hizo galope. Se le abría el pecho para llenársele de aire cálido y polvoriento. Había olvidado que al rayo del sol, sobre el árbol, la boca se le resecaba por la sed; ahora, con un resto de saliva, se le tornaba barrosa y áspera de polvo salitroso. Con ansia feroz deseó que el tiempo pasara rápido; faltaría muy poco para que el encuentro con la compañía de Cruz en retirada resultara imposible. Pero su sobrino quedaría esperándolo en el lugar convenido. Y todos temblarían de pavor por lo que pudiera haberle sucedido al capitán general. Y nada podía haberle sucedido de mejor.
El capitán Quiroga disminuyó el galope hasta ponerse a la par; no se atrevía a interrogarlo, ya había recibido sus órdenes. Esa mirada que solía dirigirle su gente, mezcla de veneración, temor y dicha; todo lo que él encarnaba para ellos. El capitán volvió a su puesto, esta carga la mandaría a través de esa mirada. Quiroga comprendería, también, que, en un momento dado, por la sola imposición de su presencia, debería cederle el mando.
Nada sabía de lo por suceder, sólo le importaba que estaba lanzado como una flecha hacia Acha y su ejército. No, no era esto lo que importaba, comenzaba a redescubrirlo. No, le importaba que fueran Solá, La Madrid o Lavalle, había algo más hondo que lo invadía, que le subía por el cuerpo. Ya no era, no quería ser, el capitán general ni el gobernador. Otra cosa le cosquilleaba en el pecho, se metía en los brazos, en el derecho sobre todo y le hormigueaba en los dedos. Volvió a quitarse el bicornio. Al anochecer, con su sencillo uniforme, sería un gaucho más, ese gaucho, el Saladino, entre taimado y desconfiado, del que muchos, hasta su jefe y protector de años el caudillo de Santa Fe, Estanislao López, desconfiaban. Todos desconfiaban de él, desde Paz hasta el mismo Rosas, lo tenían por un segundón, como segundona era su provincia. Sólo sus santiagueños confiaban totalmente en él. Un montonero y caudillo que, sin embargo, duraba mucho más que las luminarias pasajeras de las provincias vecinas. Toda América era provincias que se imaginaban repúblicas.
El cielo se volvía morado. Sobre los pechos las cintas rojas de la federación, sobre el punzó del uniforme, anticipo de sangre. Quiroga levantó el brazo, realizó la señal de aminorar la marcha y abrirse. Sospechaba que ni el mismo Tigre de los Llanos había confiado mucho en él, ni siquiera en su coraje. El verdadero coraje era enfrentarse todos los días con el reconocido enemigo, uno mismo. Los hombres fueron desapareciendo entre los árboles bajos que apenas los cubrían, Se pegaban a los cogotes de los animales, las lanzas en ristre. El capitán había quedado a su costado. Los seguía su fiel escolta. Olía el incitante sudor de los caballos, anticipo del entrevero. Repitió personalmente la señal de que se abrieran; no entendía que ya no custodiaban al gobernador, que un subteniente de lanceros no necesitaba escolta. Obedecieron a medias, con espanto en los ojos.
Entre el silencio nervioso de la tropa, sólo interrumpido por el resoplar de los caballos, se escuchó el ruido del ejército en marcha. Deseó, tenía que ser así, que Acha hubiera ordenado a su caballería cubrirle los flancos. Cada uno de sus hombres conocía por anticipado los movimientos, inclusive del cuerpo, por realizar; hasta que en el fragor del combate la memoria cediera al instinto gaucho. Arrastrarlos al combate resultaba fácil; arrancarlos de él, cuando la sangre recién comenzara a arder, casi imposible; más que arrancarles una mujer desnuda de entre los brazos. Ninguno de ellos pensaría en una mujer en esos instantes. Un cuerpo a cuerpo entre hombres y con armas blancas era el supremo combate pasional.
A media legua, alcanzó a divisar al ejército de Solá. Un instante le bastó para calcular la exactitud de los datos que le habían transmitido. Fue como la excusa del subteniente para con la responsabilidad del capitán general.
Ocurrió, entonces, el previstos y deseado encuentro con una fuerte patrulla de caballería; no era ni de lejos un táctico, como San Martín o Paz, pero sabía oler y adivinar a los hombres. Se le borraron los pensamientos. Su cerebro le parecía más suyo que nunca, se metamorfoseaba en puro instinto.
La mano se le fue rectamente a la empuñadura del sable, ni recordó que al costado izquierdo cargaba una pistola. Brilló la hoja. Si lograban aniquilar esa patrulla podrían acercarse con mayor sorpresa. Quiroga realizó la señal de ataque, la vio de soslayo. Lo sintió correr a su par.
El brillo del sable del alférez que debía comandar la patrulla enemiga lo atrajo como una cita. Se lanzó rectamente hacia él. Ese era su hombre; los separaba una cincuentena de pasos. Cara de mocito fino, sería su primer combate. Un reluciente uniforme sucio de polvo, se lo habría pagado la familia. La sorpresa y el miedo. Debía comprender que este era su primero y último encuentro, que la muerte avanzaba en ese sable que él blandía como en una estampa del Apocalipsis. Tendría miedo, como él la primera vez, cuando vio rajada la cabeza de su amigo Olaechea. Miedo de hombres. Un chispazo de pena. Si le perdonaba la vida, podría llegar a ser un Paz o un Lavalle, como pudiera haber sido Santiaguito Herrera; pero al jefe le correspondía luchar con el jefe, aunque el encuentro fuera de un capitán general con un barbilampiño jefe de patrulla de exploración.
El galope tras de él azuzaba a su moro que no admitía ser pasado. El incitante ruido del choque de las armas, faena de coraje y de miedo. Un lancero enemigo lo había flanqueado; sus fieles de la escolta y su más fiel Josabán se encargarían del audaz gaucho que sólo imaginaría matar a otro, por bien montado que fuera; como el soldado Zeballos había boleado sin saber al caballo del general Paz. Ningún miliciano de América sabría si mataba el presente o el futuro. Cada hombre, para serlo, tenía que saber elegir su hombre.
Revoleó el brazo y lanzó el golpe; se le pararon con un quite. Rebrilló el sol poniente en el contacto de los aceros de Toledo. El barbilindo ya no tenía miedo, lo había cambiado por un gesto de piedad y desprecio; se imaginaría estar sableando a su pare. Un segundo golpe se lo paró firme, pero ya sin la exactitud del primero. En venganza le soltó un carajo. Los caballos caracolearon, su moro luchaba a la par suya, hasta era capaz de morder al otro si no fuera por el freno. Le eligió el costado izquierdo del cuello, justo donde terminaba el de su uniforme. Se le apretó el corazón al ver el número 6. Amagó a la derecha y el alférez del 6 descubrió el costado del corazón.
—¡Adiós, mi alférez! —gritó con furor, que necesitaba para el equilibrio interior. Más acá del tiempo, se despedía a sí mismo.
El pesado sable se le convirtió en hacha. Rojo chijetazo de sangre caliente, tan caliente como la suya. El tajo se alargó y ensanchó. La cabeza quedó vertical un instante, los ojos negros muy abiertos, debían sostenerla los huesos de la columna vertebral. El otro sable le tocó el brazo izquierdo. Borboteaba la otra sangre y se desparramaba sobre el uniforme, se lo llenaba de caprichosos entorchados y alamares. La cabeza se tambaleó un momento. Los jóvenes de hoy perdían fácilmente la cabeza, susurraban las señoronas. El busto erguido siguió unos pasos por el ímpetu del caballo. Luego se bamboleó como un jinete borracho y cayó pesadamente. Un surtidor de sangre. Por segundos, recordó su sed, la tenía.
Un gaucho escapaba del monte hacia la columna. Bastó que su moro escuchara el repiqueteo que lo precedía. El soldado volvió la cabeza, tenía miedo, pese a ser un veterano.
—¡No huyas, salvaje cobardón!
El gaucho rayó el caballo y lo enfrentó con su lanza. Recién cayó en cuenta que sólo tenía un sable. La pistola no era arma para un entrevero criollo, para eso le hubiera largado un tiro por la espalda, como a cobarde que huye. El soldado ya no tenía miedo tras de su tacuara, se lanzó con ella en ristre. Le pasó a un jeme de la cabeza. Sujetó su caballo y se le vino blandiendo el sable, no tenía que dejarle ganar distancia. Paraba bien los golpes con su lanza, logró distancia y se le fue encima. Se la desvió con un sablazo. La hoja brillante resbaló por la caña pulida, ale tajeó la mano y el brazo. Un alarido de dolor y cayó la tacuara. Con el impulso revoleó el sable y le hachó el cuello. El gaucho rodó por el suelo.
Miró en derredor. Estaba fatigado, el corazón le latía desacompasadamente. No podía seguir. Quiroga avanzaba hacia la tropa más numerosa de otra patrulla. Habían exterminado la primera. Le habría dejado esos tres hombre de su escolta y a Josabán. Se miraron.
—¿Algún muerto nuestro?
—Hasta ahora, sólo dos, mi general —contestó el alférez Martín Zubiría—. El capitán Quiroga dijo que hacía la última entrada y que nos encontraría donde comenzó el entrevero —resoplaba a la par de su caballo—. Mi general, su brazo —le señaló el izquierdo.
Con rabia rasgó la manga tajeada de la casaca.
—Es un simple rasguño, alférez. Cumplamos la orden del capitán Quiroga —volvió grupas, limpió el sable en las crines del caballo y lo envainó—. ¿Alzaron los cuerpos de los nuestros? ¿Quiénes son?
—Ya van en camino de Matará. Son Benicio Osorio y Ramón Soto, mi general.
Le dolía conocer el nombre de los que caían por él, por Santiago. Le corría un hilillo de sangre. No supo si era su sangre o la del alférez del 6, que también era su sangre. Se había desahogado de verdad, no como en la cama de la Dolo.
Principiaba a oscurecer. Nuevamente era un caudillo montonero. Lo había sido, necesitaba recuperarse en el gobernador y capitán general. Zubiría le alcanzó una caramañola llega de agua.
—Se las sacamos a los muertos unitarios, total ellos ya no las necesitan…
Se lavó el rasguño. Le espolvorearon un polvo de yuyos y se lo vendaron con el pañuelo. Su hermoso poncho manchado con sangre sobre el color sangre. Bebió tres medidos sorbos. Recuperaba el aliento. Escuchó ruido cerca, sus hombres se batían en retirada. No entendía por qué no se había atrevido a decir «la última orden del capitán Quiroga», como le vino en mente. La gente solía decir que tenía algo de brujo. Santiago estaba lleno de brujerías y leyendas. El kakuy, el supay el malo. Se estremeció al ver avanzar en la semioscuridad un caballo con un soldado muerto y atado boca abajo en la montura. Lo escoltaban otros dos con la pena y la muerte en la cara.
—¡Juan Quiroga! ¡Cachorro de tigre! —gritó con ferocidad. Lo vio clarito avanzando al frente, borracho de coraje—. ¿Cuántos fueron los asesinos? —aulló a los hombres que se acercaban.
—Lo lancearon y sablearon entre cuatro, mi general. Dijo que hacía una última exploración y nos prohibió que lo siguiéramos… Cuando llegamos, ya era tarde.
Desmontó, revisó las ataduras. Su cuerpo era una criba de tajos y huracos ensangrentados. No pudo contenerse, le tocó el pelo ensortijado y pastoso de sangre y humores. Así debió quedar Pancho, su hermano.
Le cerró los ojos; con un ademán pidió un pañuelo, le alcanzaron un tiento, y le ató las mandíbulas. Ya no podían decirle que lo había visto los ojos.