XV
G
ondra salió de su despacho; respiró feliz con la noticia. Lavalle había sido derrotado en Quebracho Herrado. No le dio, en cambio, que la copia de la carta de Solá era la segunda que llegaba a sus manos. No quiso preguntarse si, y no quererlo ya era una suerte de aceptación, le tenía envidia a Juan Lavalle; ese meteoro insolente que había cruzado el cielo de la independencia patria y atrevido hasta el crimen de derramar la sangre de Manuel Dorrego, que, a más de gobernador de Buenos Aires, había sido diputado al Congreso por Santiago, y era de la misma casta y salones que él. Ni entendía, tampoco, o no quería entender, por qué su amigo y guía fray Wenceslao Achával, no aceptaba ser su diputado o su delegado, ¿por qué si era su amigo? Su amigo. Y él que por la amistad era capaz de cualquier cosa. Toda esta América española era un mundo de hombres que se destrozaban entre sí porque no se atrevían a la amistad. Su maldito brazo izquierdo, el del corazón, se le acalambraba y dolía.
—Todos mis errores políticos, de estadista, como la place decir a Gondra cuando yo sé que no soy estadista, los he cometido por amistad, no me canso de repetirlo —murmuró, mirando el retrato que le había pintado su pobre sobrino Felipe. Ya necesitaba dialogar con esa pintura que principiaba a ser retrato de otro.
Llamó a su sobrino Manuel Taboada, rival de Mauro Carranza el mayor y más fogueado, y le ordenó que hiciera pasar a Santiago Palacio. La disputa de su herencia política. La familia. Ese ya que de continuo asaltaba su pensamiento para marcarle el paso del tiempo, la cercanía de la muerte.
Se saludaron con frialdad. Santiago Palacio ahora se proclamaba apolítico, forma de continuara siendo unitario. Esperó, aunque harto sabía el motivo de su visita.
—Vengo a pedir a vuestra excelencia que, con la misma benevolencia con que autorizó el paso de mi hermana al Bracho, me deje llevarle los socorros y medicinas que necesita con tanta urgencia. El comandante Fierro me ha prohibido.
—El comandante Fierro no hizo otra cosa que aplicar el bando de Solá, entonces en vigencia. Hasta tendría derecho de fusilarlo por su intento de comunicarse con el enemigo —la ironía le pareció impropia, cortó secamente—. Su señora hermana no necesita medicinas y si se encuentra allá es por su propia voluntad.
Algo impreciso le chocaba en la actitud de ese hombre; lo comparaba con su hermano.
—Vuestra excelencia conoce la trágica situación del marido de mi hermana, por ello, acogiéndome a vuestros reconocidos sentimientos cristianos y magnanimidad, me permito.
—¿Qué ha dispuesto usted respecto de Gregorio? —lo interrumpió con brusquedad. La pregunta debió desconcertarlo, desorganizar el discurso que traía preparado.
—Lo hemos enviado al Colegio de Monserrat, donde vuestra excelencia.
—¡Bien saben que sólo estuve un año, y ya comienzan a decir que me echaron por cerril e incapaz de asimilar! —volvió a cortarlo—. En cuanto a su ruego, quizá otra hubiera sido mi resolución de habérmelo pedido su hermano en uniforme de la provincia. Aunque lo dudo, bien saben, usted y los suyos, que Lavalle no ceja en el deseo de atacarnos. Cualquier acto de clemencia sería una traición a nuestra causa. ¡Ustedes, los ilustrados. Sólo saben pedir! —poniéndose en pie, exclamó fuera de sí—; ¡señor Palacio, la audiencia ha terminado!
Los pasos resonaban en la galería del segundo patio. Sus fieles esclavos Roque, José María y Cipriana, se preguntaría qué hacía el gobernador girando con algo de mula de noria, a la 1 de la mañana, cuando solía levantarse al alba. Y en ropa de cama y ojotas. Tampco lo sabía él con claridad absoluta. Fray Wences y hasta Gondra le debían haber contagiado esa palabra absoluto y hasta el deseo de lo que ella significaba. La utilizaría hasta que la digiriera, hasta que dejar de sorprenderlo novedosamente. Los del tercer patio lo compadecerían; es decir, padecerían con él. Lo sabían desde el comienzo, como lo sabía toda la ciudad. Nada suyo podía ser privado; todos tergiversaban y le achacaban a capricho. Desde las mujeres a la bebida y la holgazanería.
Entró en la habitación más cercana, invadida por el perfume de los jazmines. Salvo el piano de su mujer, que lo hizo enviar a su casa en Salta, había quedado intacta, desde la frustrada noche de bodas. La más extraña y misteriosa noche de su vida. Lo sucedido quedó entre esas cuatro paredes. Un convenio tácito de que así fuera. En Santiago jamás había existido un escándalo semejante, jamás las habladurías alcanzaron tamaña intensidad y desborde, como correspondía a los actos del matrimonio más empingorotado. Los retratos de sus padres adornados con las palmas benditas del domingo de Ramos, para significar que ya tenían las palmas del cielo. La cómoda de jacarandá con pitones de marfil y plata. El juego de un sofá y rtres sillas de caoba con pana roja en los asientos y respaldos ovales. La rueca de hilar de su madre; presente de antigua pobreza y dignidad, porque Ventura no sabía hilar. Lo que sí sabía cocinar eran las deliciosas humitas en chala, que se esclava Cipriana trataba ahora de imitar; también ese dulce de huevo al cual ella solía agregarle nueces o avellanas molidas. Sobre la mesa de apoyo, bajo el fanal, estaban las tres figuras talladas y vestidas del Nacimiento, que les habían regalado los Orgaz. No habría ningún nacimiento en esa casa.
Miró el espacio que tan poco tiempo ocupó el piano. Pese a amarla, nunca, ni de novios, se había entendido con su mujer; un casamiento de familia, un casamiento con la amistad que lo unía al padre de ela, aunque fuera su hija natural o hasta adulterina, y a sus medio hermanos. A don Mateo de Saravia y Jáuregui, coronel de la Independencia. También el piano. La música fascinaba a las bestias feroces y crueles. Sonrió con amargura. La escuchó tocar el piano cuando era capitán y comandante del fuerte de Abipones Un largo desentendimiento podía transformarse en una recia unión, en la más firme atadura matrimonial. Apagó el quinqué de bronce de la salita de música y costura, nunca lo había sido para ella, y pasó al dormitorio, a la alcoba; tampoco lo había sido para los dos. La gran cama, la cuja, con baldaquino. El calor y el perfume de los jazmines lo enervaban, acaso, sin nada de acaso, era el recuerdo de lo que allí sucedió, sucedía, continuaba sucediendo. La gente inventaba las historias que estaban sucediendo en esa alcoba, porque hasta en esto inventaban según su temperamento o su carácter, su amor o su lujuria. Le hubiera gustado que la g ente se reuniera y hablara, entre sonrisas y horror, y que mudos, con una levísima sonrisa en los labios, Ventura y él se miraran, como los únicos que sabían la verdad. Pueda que el amor fuera un secreto guardado entre dos; entre dos, que nadie sabe que se han besado, que se han rozado las pieles con furor sensual. La gente creía; sólo ellos dos sabían. Tal vez fuera el amor de dos soberbios. Desnuda en la cama, las caricias de las manos que saben y de las manos que están aprendiendo y que, de golpe, dejan traslucir que algo más de lo imaginado saben. Los cuerpos que se buscan para la entrega, la penetración de los miembros, o la penetración de la voz de la ternura. El espantoso orgullo pueril de no encontrar lo que la gente cree es la virginidad, romper membranas por primera vez. La primera vez o la maravilla de una vez cualquiera que se transforma de golpe en la primera. O detenerse, por deslumbramiento de amor, ante el acto de posesión física, imposibilidad, impotencia por adoración; porque lo que importa es la posesión de la voz, aunque sea una sola noche pese a la promesa de la vida, de por vida. La vida puede ser, es, un instante. No te veré más, nunca más estarás entre mis brazos, tu sexo con mi sexo. O el llanto manso, el llanto de mujer o de hombre. Simplemente el llanto de la confesión, del error del amor, que es la forma más dulce del amor. Comprendo que no es a vos que te amo, mi señor; amo a otro, o quizá no sepa amar, no sea capaz de amor. La cama inmensa, blanca como un salitral sin la sangre de la virginidad. En esa cama se casan, únicamente, dos familias poderosas. O la exigencia de que abandonara la política para fundar y afirmar un hogar pacífico. Como pedirle que dejara de respirar. Pero esto ni a vos ni a mí nos importa ni alcanza. Ya confundo en la noche tus ojos pardos de cortas pestañas, hoy, con unos ojos claros de gacela. Paso de un amor a otro amor como la más tremenda muestra de inseguridad, de la necesidad de ser alguien con el respaldo del amor. Qué me importa ser el hombre más poderoso si me falla la otra medida. Te enviaré en la berlina del gobernador de vuelta a «El Carmen», o a Salta o a donde quieras, antes de que amanezca. Todos se mirarán con el aterrado asombro que producen mis actos definitivos. No sé por qué, en un futuro remoto, cuando mi corazón cese de marchar, nos vemos, me veo y te veo en una inmensa y repetida berlina, con mucha gente que se desconoce entre sí, un acompasado chirriar de hierros y madera, una camareta pequeña, vos en mis brazos, nuestros cuerpos unidos con un gozo y una felicidad inexpresable, en otros dos cuerpos que no conocemos. Por la primera vez, la única repetida, el amor. De nuevo, la gran sala capitular, nosotros mezclados entre la gente que habla de vos y de mí, apenas una esbozada sonrisa hasta el más infinito de los futuros, porque sólo vos y yo sabemos lo que pasó, lo que está pasando esta noche entre Ventura Saravia y Felipe Ibarra.
Rezó casi en secreto con Dios. Tampoco Él se debía meter demasiado en su cama ni en su despacho; tampoco entendía cómo había gente que se pasaba todo el día en santa contemplación. Apagó el pabilo de la vela entre el índice y el pulgar, ese quemoncito de la piel era como un alerta de la vida, del ya. Cuando se le apagaran los sentidos, enfermo y tendido en esta cama o inmóvil en un sillón, atravesado de dolores, esta sería la maldita venganza del Dios del Antiguo Testamento. El manco Paz murmuraba que era un vengativo: pagaba así dos años de tenerlo refugiado. Jehová, el gran vengativo, le regalaba la vida a cada momento. Durante el verano, cuando por el calor dormía en la galería exterior que daba a la calle, Dios le regaló la vida. Suavage, un francés al que había hecho azotar, porque largó una nueva emisión de sus monedas de plata baja sin autorización del gobierno, se acercó a la cama y disparó sobre el durmiente; por pura casualidad, había cambiado de cama con su amigo Damián Garro. El medieval juicio de Dios o su elección. Suavage se refugió en Tucumán, al año cayó en sus manos traicionado por ellos, y lo mandó degollar, por venganza, o como querían las Leyes de Indias. Como tirano dormía al aire libre igual que cualquier vecino. ¿Qué haría de esta casa cuando muriera? Se la dejaría a Manuel Ibarra Gallo y a Mercedes Silveti Gallo. Nada podía dejarle a su hijo.
No veía el baldaquino, salvo como una sombra al leve resplandor de la luna en el patio. Lo agobiaba. Se incorporó y arrancó a tirones el viejo raso de seda, sólo quedaron los negros palos y el armazón. Un agorero rancho incendiado por los indios o el rayo vengativo de Dios. No habría entrado nunca en él un picaflor para protegerlo, como quería su gente, de los rayos.