9
J
osé empeoraba; envió otro mensajero. La única respuesta de los médicos fue que lo bañara varias veces al día. Logró que un aprendiz de talabartero le fabricara una especie de bañera de cuero; como el calor apretaba, se dejó bañar contento, gritaba y jugaba igual que un niño. De repente, y como para probar que Ibarra tenía espías, bomberos, en toda la provincia y hasta en el país, como se murmuraba, llegó la orden de separar los confinados e internarlos en el Chaco.
Los trasladaron a la fuerza, como si los soldados pudieran sentirse culpables de que resistieran vitalmente. Habrían elegido muy cuidadosamente el sitio; necesitaban andar dos leguas para encontrar agua. Su pobre caballo, mal alimentado, ya no podía realizar tantos viajes, y era su última esperanza se aparecían los infieles. Quemada por el sol, devorada por los insectos durante la noche, arrastraba otro odre para el baño de José. Por momentos, deseaba tenderse, dejarse caer en el suelo; era otro odre escuálido por el aniquilamiento. ¿De dónde sacaba esa fuerza que la impelía a continuar?
El cuerpo de Únzaga comenzó a cubrirse de escoriaciones y manchas violetas; al principio simuló no verlas, pero luego le resultó imposible, se transformaban en llagas que le dificultaban los movimientos. No podían ser por causa de las vinchucas, ella y su marido estarían igual. Con la escopeta, que escondían de las patrullas, Únzaga solía cazar para aumentar los víveres; ahora, ya no les serviría de mucho, su valor como defensa en contra de los indios era nulo, ridículo casi.
El traslado enfureció a su marido y todos sus furores se volvían contra ella; no sólo se negaba a continuar con los baños, sino que intentaba desparramar la tan preciosa agua. La arañaba y tironeaba de las trenzas. Si hubiera decidido estrangularla, no habría tenido fuerzas para contenerlo. Cuando caía agotado por la lucha irracional, insistía y lograba bañarlo a medias, sin entender muy claramente qué valor terapéutico podía tener. Por pudor y vergüenza, esperaba siempre que Únzaga se alejara; debía curarse, también, en secreto.
Apareció nuevamente, ya era su pesadilla diurna, la patrulla; tuvo miedo como al principio. Los hombres armados, con sus tercerolas. La violencia sin medida, prefijada, acicateaba su imaginación; se estremeció, Santa Teresa llamaba a la imaginación la loca de la casa.
—El comandante Fierro ha dispuesto que José Libarona, como los otros confinados, debe hachar una carga de algarrobo o quebracho todas las semanas. Así ha de ser —callaron, ella los imitó, no precisaban su respuesta para seguir—. Sí, claro, sabemos nosotros que no puede; pero a fin de que el comandante no se encrespe, habrá que pagar a alguien para que la corte… —su mano se deslizó hacia la cartera que colgaba del cinturón, su única arma conocida, el dinero—. Y, bueno, pensamos que bastará —miró a sus compañeros— con una moneda de plata… y mejor si son de esas que acuño el gobernador Ibarra y ustedes dicen que son malas.
Esa minúscula extorsión, ¿qué importaba si hubieran podido sacarle todo?, la volvió a su mundo. Sería posible pagar a alguien para que les edificara un ranchito de adobes, en lugar de la miserable choza en que vivían.
Se equivocó; el mismo albañil debió denunciarla a Fierro. La llamó a su presencia; gritó, no descubría por qué la miraba con tal rencor. Escribiría a Ibarra que vivían en el lujo y la disolución.
¡En el lujo! Si hubiera tenido alguien que la ayudara, ella misma estaba dispuesta a pisar el barro para los adobes, cortarlos y levantar las paredes, encañar el techo y embarrarlo; pero a Únzaga ya le costaba moverse. Debía ser uno de esos males secretos que los españoles habían contagiado a los indios o llagas de debilidad, de puro hambre. Se estremeció al pensarlo, lógico y frío raciocinio, que algún día, al despertarse, podría comprobar que había dormido cerca de dos muertos.
No tardó en llegar la orden temida. Los arriaron como a ganado, y le quitaron el caballo que había pagado tan caro, para evitar una tentativa de fuga. Caminaban entre yuyos y arbustos espinosos. Ya no sabía si esos hombres los compadecían, a ella sobre todo como mujer, o se gozaban y burlaban de sus angustias y padecimientos. En este desalojarlos cada vez que lograban construir una casucha, una chocita, veía una suerte de perverso juego infantil; los chicos que destruyen juguetes. ¿Cuántas muñecas había roto ella?
Llegaron a un desplayado en el monte, los dejaron abandonados bajo un árbol y les arrojaron sus petates traídos a la rastra. Con ademán y gesto de mendiga, estaba aprendiendo las bajezas más despreciables, ayudados por otra moneda de plata, consiguió que le quitaran los hierros que le habían puesto a José en los pies.
El sol le charqueaba los ojos enrojecidos. Pena y desgano infinitos. Miró a los dos hombres que la rodeaban pendientes de ella; desquiciado triángulo en el cual era el único ángulo resistente. Únzaga, pese a las llagas, prefería quejarse de su mujer, que no tuviera corazón como ella; añoraba a sus hijos, en particular a Mariano, el mayor. Había terminado por cuidarlo, una especie de vergonzosa confesión sin palabras, con ungüentos indios, infusiones y remedios de raíces y yerbas que parecían mejorarlo. Siempre sin reconocerla, José aumentaba sus exigencias. Si se dejara estar, los tres morirían héticos.
No recordaba cuánto tiempo quedaron a la intemperie, bajo el único abrigo del árbol, por lo menos dos semanas. Las llagas de Únzaga comenzaban a mal oler. Una mujer de los alrededores les dio un poco de trigo y maíz, para variar las vainas de vinal o un conejito del monte o un panal de miel silvestre, que tenían la suerte de hallar. Esta caridad atan inesperada, nunca había pensado que tal palabra podría serle aplicada, despertó nuevamente la minúscula razón que sostenía su vida.
Ocurrió la increíble y tan deseado por Únzaga y, también, aunque pareciera absurdo, por ella misma. Al fin de cuentas, Pedro era el único que podía apreciar y juzgar lo que ella era y hacía, pero tenía que hacerlo según su antigua medida. Compararla con alguien; la apreciación, una vez realizada, en ese mismo instante, ya no le importaría más. Pedro. En esos días en que viéndolo tan acabado, sombra de lo que podía ser un hombre, un juez, había decidido pensarlo, sin llamarlo por la voz, por su nombre de pila. Tal vez ella fuera, también, una sombre de sus dieciocho años. Ni mujer, ni hombre serían.
Cuando pensaban en la temida patrulla, surgió, a la lumbre del fuego, acompañada por un baqueano y una carreta, Rafaela Carol de Únzaga.
Todo Santiago comentaría en secreto la espantosa vida que llevaban en los montes; pero Rafaela quedó a caballo, inmóvil y silenciosa, sin saber qué actitud cabía. Con inocultable gesto de repugnancia, debía comparar su ropa ajada y empolvada por el viaje, con la andrajosa y mugrienta de ellos. No podría evitarlo, era mujer, tenía que mirar las ropas, la presencia, antes que nada. Saludó con un bisbiseo y desmontó para abrazar a su marido. De soslayo, notó un gesto, no quiso distinguir si era de olor o repulsión.
Se incorporó arrogante y soberbia tras la aparente gentileza; allí, bajo ese quebracho y en el desierto, rotosa y mugrienta, continuaba siendo lo que había sido, la señora Agustina Palacio de Libarona, de la más rancia nobleza de Vizcaya y las Américas. Bastaba otra mujer para redescubrirlo o resentirlo. Aceptó la mano enguantada de cabritilla que le tendían, en la suya lastimada y cascarrienta. Había olvidado la morbosidad de la cabritilla, acostumbrada a la aspereza de las pieles sin curtir. Tenía, en cambio, curtida la piel de las manos.
—Lamento mucho, señora de Únzaga, verme obligada a ofrecerle tan pobre hospitalidad —su mirada forzó a bajar la de Rafaela. Cuando, de regreso en Santigo, le hizo una muy corta visita para llevarle el mensaje de su marido, comprendió que jamás se entendería con esa mujer.
—Espero que podré acostumbrarme, ya que marido la comparte —se estremeció al divisar en la penumbra a José, tendido en un revoltijo de mantas— en compañía del suyo.
Llegaba la oportunidad en que ambos matrimonios, sin alejarse totalmente, llevaran su propia vida, que cuidara sólo un enfermo, el suyo.
Los Únzaga regresaron de una corta caminata; él trataba de disimular sus dolores. La miraban como si hubieran representado una escena ante la cual sólo ella pudiera opinar. Tal vez, se habían ido solos para hablar de sus hijos o para comprobar que personalmente no tenían nada que decirse o para que ella imaginara lo contrario. A veces, por simple curiosidad, había tenido ganar de leer, a escondidas, las espaciadas cartas que ella le enviaba. Para marcar la diferencia entre ambas, podía hacerlo, se había cambiado el traje de montar.
La carreta debía volver a Santiago; luego de rogarle que aceptara compartir los víveres, Rafaela le pidió que, como dueña de casa, dispusiera la descarga y ubicación de los bultos. Trataría no sólo de deslumbrarla sino de descubrir su reacción. N gesto suyo podía marcar el precio exacto y distinto que tales cosas tendrían en el desierto.
Tuvo deseos de soltarle que todo eso tenía, también, otro precio en Santiago, que ya había sido pagado a Felipe. Que en el Bracho nada más que ella, Pedro y hasta José en su inconsciencia, sabían el precio exacto de las cosas.
—Lo extraño —la miró sonriente, irónica— es que únicamente los infieles saben si llegaremos a gastar o consumir lo que con tanta generosidad ha traído usted, con la autorización del tirano Ibarra.
La vio empalidecer, no supo si ante la palabra infieles o el nombre del tirano. Rafaela se recuperó de inmediato; por la actitud se dio cuenta que, al fin, habría encontrado la ocasión de largarle algo que no se había atrevido y le costaba callar.
—Es cierto, nunca sabemos lo que durarán las cosas, ni las que se hicieron para durar toda la vida —hizo una pausa muy calculada—. Me imagino cómo se sentirá usted, mi querida amiga, después de saber lo poco que ha durado el matrimonio de su hermana Dolores. Y que ella se refugió en el convento de Belén, con el interesado beneplácito, según dicen, de Felipe.
Le resultó imposible ocultar su sorpresa; su madre habría callado para no aumentar sus penas.
—¡Rafaela, no debías hacerlo dicho! —cortó su marido.
—Como usted ve, señora, yo no lo sabía. Mi madre habrá pensado que ya tengo suficientes penas —le alegró comprobar que la voz se le afirmaba— con lo de mi marido —miro a Únzaga— y todas las inesperadas e indeseables tareas que debo realizar aquí, para que, tanto mi marido como el suyo y yo misma, podamos sobrevivir. La noticia me duele, pero ya estoy acostumbrada a soportar otras peores. En cuanto a mi pobre hermana, yo creo, y en esto usted tiene motivos para estar de acuerdo conmigo, que cada persona tiene su propia conciencia. El libre albedrío que Dios nos ha dado. Yo estoy aprendiendo, aquí, que ningún ser humano tiene derecho a condenar a su prójimo, menos a su hermano. También que, a menudo, nos toca en la vida un destino muy cruel, que es necesario sobrellevarlo de la manera más digna que nos sea posible. Nadie de nosotros es un santo. Y esto me consuela de mis imperfecciones.
—Lamento haber hablado, yo creía… —la voz se le apagó en tono hipócrita.
—No, señora, le agradezco saber cosas que nunca repetiré. En cuanto a nosotros, será como si esta conversación no hubiera tenido lugar. Aquí, en el monte, las palabras, y no sólo las insidiosas, tienen muy poca importancia.
Sonrió apenas y se dirigió al fogón, donde estaba preparando el almuerzo para todos. Haría lo imposible por olvidar la conversación. Necesitó reconocer que le había permitido descargarse un poco; pero no le daría el gusto de preguntarle los motivos de la separación de su hermana. Odiaba los chismes. Algún día, o nunca, lo sabría por gente qu la amara y comprendiera. Hasta entonces, borraría el hecho de su memoria, por más que le doliera. Ya estaba acostumbrándose a encerrarse en sí misma como única defensa contra la soledad más angustiosa; la compañía de un ser irracional que se ama.