VI
N
unca había tenido muy firme confianza en los Palacio, poseían mucha plata bien desparramada y ubicada en todo el norte del país. Y su Escolástica Gallo metida en esto. La veía adolescente, enardecidas las mejillas, arrojando flores a su paso, veinte años atrás, cuando desfilaban a caballo, luego de haber derrotado a las tropas tucumanas de Echauri junto a la iglesia de Santo Domingo. Se afirmaba la autonomía de Santiago, como estado federal, el sueño de Juan Francisco Borges, el levantisco y apasionado liberal, a quien La Madrid fusiló por orden de Belgrano, en 1817. Lo vivaban como a gobernador. Se negó repetidamente, pero tuvo que ceder ante el clamor popular, su pueblo; esto le importó más que la insistencia de los notables. Ese astuto zorro Santiago Palacio se les había escurrido hábilmente a los sumariantes; metido en la cueva esperaría que aclarara la situación. Ahora le enviaba a su hermano menor, del cual no había nada ni en pro ni en contra. No vendría a pedirle por el gallego, porque entonces sí le iban a oír sus gritos hasta en el Salado.
—Escolástica Gallo, a quien yo no puedo negar nada, como ella no me negó nada, pidiendo que lo reciba, lo más zalamera —tiró la esquela sobre el escritorio. La había dicho que a las 7 de la mañana le otorgaría audiencia. A estos Palacio les gustaban las palabras pretenciosas, como ellos; aunque los hijos ya se habían sacado la preposición del apellido. Faltaban seis minutos. Él, también, se había apeado el «de Paz y Figueroa», como su padre el sargento mayor se quitó el «de» Ibarra.
—¡Cipriana! —el último sorbido y le pasó el mate de plata con virolas de oro, regalo del gobernador Cubas. Había pensado en cambiarle nombre a su esclava, pero se lo dejó para recordarle el de su amada, y hasta suponer que la mandaba.
Salió la criada y entró su secretario Antonio Martínez.
—Gregorio Palacio espera, excelencia.
—A las 7 y 30, quiero ver al ministro Gondra, con el despacho. Aquí tiene esta lista de oficiales y comandantes de campaña, me los cita para dentro de dos días, a las 8 de la mañana. Hágamelo pasar —tomó asiento en su sillón.
Se saludaron fríamente. Bien plantado y seguro.
—Conque tan joven y ya sirviéndose de faldas para conseguir cosas. Escolástica me ha
—Con los debidos respetos, señor gobernador, yo no vengo a pedir nada para mí.
—¡Basta de rodeos! El gobernador de Santiago no tiene tiempo para perderlo en hablar de faldas. ¡Y si es algo a favor de su cuñado Libarona, sepa que desde ya mi respuesta es no! —su grito furioso retumbó en la sala. Gregorio lo soportó impávido.
—Como usted se ha negado a recibirla, vengo en nombre de mi hermana Agustina para que le otorgue permiso de cumplir con sus deberes de esposa que, según nuestra santa religión, debe estar al lado del marido. Eso es todo lo que me han pedido de transmitirle —la voz no le tembló en ningún momento.
No volvería a gritar. El viejo Palacio había tenido más suerte de la merecida. A este Gregorio le gustaría hacerlo alférez de la milicia provincial; pero vaya a saber lo que sería capaz de contestarle. No podría permitir ni la más leve falta de respeto al gobernador y, una vez desatada su furia, vaya a saber dónde iría a parar.
—Yo he nacido en Matará y fui comandante en Abipones, no es lugar para —dudó en elegir la palabra— una señora como su hermana.
—Conozco hasta Matará y me sentiría orgulloso de haber servido a Santiago en su frontera. Mi hermana sabe esto y más, pero insiste en cumplir con sus deberes.
Repasó en silencio el tono de voz del muchacho, otro Palacio astuto. Si hubiera sido su hijo o si, al menos, lo pudiera criar a su lado.
—Dijo usted que se sentiría orgulloso de haber servido en la frontera; bien, a su edad, yo estaba luchando en el Batallón de Patricios Santiagueños. Le ofrezco la oportunidad de enrolarse como alférez —lo miraba con fijeza; el muchacho no desviaba su mirada, ni siquiera parpadeó, más bien le brillaron los ojos negros, hasta que inclinó la cabeza para decir:
—Mi familia ya tiene dispuesto enviarme al Monserrat. Tengo la obligación de obedecer —alzó la vista—, me guste o no. Por mi parte, le doy las gracias del honroso ofrecimiento.
Se lo imaginaba con el uniforme de lancero. Su fácil rabia le subía lentamente, ya no era cuestión de grito, sino rencor por hallarse atado de manos, tan luego él que todo lo podía.
—Señor gobernador, ¿qué debo contestar? No puedo robar su tiempo.
La serenidad del tono terminó por sacarlo de quicio.
—¡Que vaya su hermana al Bracho si está loca, y que se la roben los salvajes si esa es su voluntad!
—Esa es la voluntad de ella, morir al lado de su esposo, si Dios lo dispone así. Muchas gracias, señor gobernador.
—Nada de agradecimiento. Sólo respeto el sagrado vínculo del matrimonio.
Cuando Gregorio se inclinó apenas para saludarlo desde el hueco de la puerta, se arrepintió de no haberle dado la mano, como estuvo tentado de hacerlo. La puerta se cerró. Quizá había perdido un partidario para la santa causa de la federación o la provincia un brillante oficial. En la medida que muchas personas parecían solicitárselo, había otras pocas a las cuales jamás debía gritárselas, cuando se tiene el poder en la mano. Golpeó la mesa. Su tío, el cura, tenía envolvente suavidad.