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io un brinco al verla regresar sin aliento. Había amanecido. Necesitó sacudirla para que las ideas se le coordinaran.
—Dice mi señora, su mamá, que están bien de salud, pero —la zamarreó de nuevo—, pero en cuanto al señor Don José, lo vendió un baqueano y está preso en el campamento de la Quinta.
Necesitaba ver a su marido, no quería imaginar más. De oídas, sabía todo lo que era capaz de hacer Felipe, precisaba que la realidad cortara su imaginación. En su familia no tenían muy firme la cabeza para enfrentarse con horrores. Dudó en dejar su Lucinda a esta mujer, ¿pero qué daño podía causarle? ¿Para qué robarían un niñito si abandonaban los propios? Corrió hasta la portería, tendría como testigo a alguien de la iglesia.
—¡Cuidame a Lucindita hasta que vuelva de la Quinta!
Se largó a la calle, su primera obligación era con su marido en peligro de muerte; el cura Gallo volvería a afirmárselo. La ciudad recuperaba la calma. Respiró al pasar frente a la casa de los Olaechea. Un jinete, pueda que un chasqui, galopaba levantando polvo. No podía seguir corriendo como una atarantada por esta calle principal donde se realizaban las procesiones; debía pasar todavía ante las casa de los Iramain, los Santillán, los Neirot, los Villar, los Álvarez, como la señora que era. Necesitaba adonosarse para que la dejaran entrar al cuartel. ¿Quién la creería una Palacio con esa ropa arrugada y sucia? Sin una criada que la ayudara podía muy poco, la habían acostumbrado a lo rico. Sí, esa vieja india y fea pertenecía a su madre. Sólo debía andar por la calle la servidumbre, llevando y trayendo recados.
—¡Justina, vení para acá!
La esclava comprendió el ademán y las palabras, pero las manos le temblaban, mientras por instinto le alisaba el corpiño y las faldas y le sacudía el polvo. No tuvo tiempo de mirarle el hijo que, asustado, se zarandeaba con los movimientos de la madre. No podía pensar en los hijos ajenos.
—¡Mi pobre señora! —soltó en lloro desabrido.
—¿Qué pasa? ¡Hablá!
—Mi pobre señora… ¡Vengo de ver a Don José atado a un poste en la Quinta! Le han robado el reloj, cien pesos, casi le cortaron los dedos por causa de los anillos, y las botas. El baqueano que prometió llevarlo a Tucumán, inventó que iba a dar agua a los animales y lo denunció. Los soldados rodearon el monte y lo trajeron engrillado. Así fue, nomás.
De nuevo, no sabía si gritar que dejara de hablar para correr y mirarlo, o esperar que su curiosidad de las palabras y la angustia se equilibraran. La última imagen de la india fue un pecho arrugado, que amamantaba al hijo montado en la cadera.
Corrió todo lo que pudo, las cuatro cuadras hasta la Acequia Real y seguirla otras tantas. Se persignó borrosamente al pasar ante la iglesia de La Merced. No había corrido tanto desde la infancia, pero ya no se trataba de un juego. Al divisar el cerco de madreselvas y el portón desvencijado de la Quinta, recuperó su compostura.
Franqueó la guardia, sin que nadie la detuviera ni preguntara, entre la gente mal entrazada y sucia que entraba o salía libremente. Felipe debía permitir, más aún, incitaría al pueblo para que fuera a gozar de los suplicios y escarmientos.
No conocía la antigua Quinta con su naranjal transformada en cuartel, pero le bastó seguir a la multitud. Un gran patio con galerías, que luego se perdía en huertas de frutales mal tenidos y corrales.
Temblorosamente miraba cosas que no le importaban, deseaba y temía el instante en que todo esto desaparecería. Hombres y mujeres se arremolinaban en algunos lugares del patio al rayo del sol. Un alarido se transformó en lamento y la clavó en su sitio, partía del mayor de esos grupos. Risotadas y palabrotas, le sorprendió no cubrirse los oídos; se reforzaban sus ataduras con este mundo puerto y cruel. Tendría que mirar sin ver y oír sin escuchar, hasta que llegara el instante que la espantaría. Se volvió hacia un hombre con pantalones desgarrados, engrillado y atado a un poste, la piel enrojecida y brillante por el sol. El pelo ondulado y castaño claro le cubría parte de la cara. Sus dedos, audacia que se permitió en la noche del compromiso matrimonial, cuando él la besaba, estuvieron entre esos rulos.
—¡José! —gritó horrorizada.
Levantó la cara sucia de polvo. Los ojos castaños se fueron humedeciendo hasta que se anegaron y las lágrimas convirtieron en barro la tierra de las arrugas juveniles, las arrugas de la risa. Quedó enraizada en el suelo. Nunca había visto llorar a su marido; nunca, no lo recordaba al menos, había visto llorar un hombre, se le derrumbaban las calidades, las categorías del sexo. Como excusa, descubrió que miraba igual al Ecce Homo de Santo Domingo, igual de llagado; debía avergonzarse de estar casi desnudo ante ella, y que la gente la viera mirarlo casi desnudo, vergüenza que sólo ellos entendía.
Avanzó indecisa. El centinela la detuvo con el fusil; no lo había visto hasta entonces, lo habría atraído con su grito.
—Déjeme acercarme, aunque más no sea para que mi cuerpo lo cubra del sol —rogó e insistió. Impasible ni siquiera contestaba; le quedaba el gran argumento que todo lo podía—. Si me permite que le cubra la cabeza con mi pañuelo, le daré toda la plata que tengo encima.
El centinela le miró los pechos cuando se desanudó el pañuelo; esa mirada sensual fue su reacción más humana. Repitió el ofrecimiento; los ojos negros metidos en las cuencas habían brillado una pizca. Si se atreviera a cerrar los suyos y abrir más su corpiño.
—¿Por qué no me contesta? —gritó con rabia por ambos, por lo que le había hecho pensar. Sin poderse contener, se acercó a su marido. Adelantó las manos con desesperación de tocarlo, acariciarlo, cubrirlo con su piel. Un golpe en el brazo derecho la desequilibró y la tendió en el suelo, la culata del fusil brillaba cerca de su cara dispuesta a aplastársela. La voz de su marido rogó;
—¡Véte, por Dios! No aumentes mi tormento; me van a castiga más, después.
No quería oír lo que él decía lastimeramente. Los ojos del centinela brillaban con furor de gato montés. Tenía que ser uno de esos engualichados que se dejarían matar por Felipe.
Se incorporó con dificultad, el brazo le dolía como si se lo hubieran partido. La gente principiaba a rodearlos. La voz lamentosa de su marido. Tenía que alejarse callada, para no darles el espectáculo esperado. Olvidarse de su marido, quizá fuera una posibilidad de que Felipe lo perdonara o liberara. Miró en derredor, cayo en cuenta que, separados por pocos pasos, aparecían otros hombres atados en la misma forma. Cuatro más, creyó conocer algunas caras, o pueda que por angustia repitiera en ellos la de José. Debían ser amigos de su familia o de él. No quiso reconocerlos, aumentar la vergüenza o mostrar una piedad inútil.
Imposible alejarse del gran patio. El sol brillaba en los corpúsculos de polvo y calentaba cada vez más. Se multiplicaban las moscas y moscardones. Se acercó al grupo de hombres más numerosos. No eran gallo de riña: y, de golpe, sí, le pareció un juego aterrador. La cabeza de un hombre sentado, envuelto y cosido en un cuero vacuno recién desollado; la cara sucia de sangre, barro, mucosa y saliva. Un quejido se estiró hasta el aullido. Miraba espantada sin entender en qué consistía, más allá de la forzada inmovilidad, el suplicio; al menos estaba cubierto por esa piel que debía ser fresca y lo protegía del solazo que llagaba a su marido, tenía aún la posibilidad de moverse, de hamacarse.
No quiso mirar hacia la galería central, allí debía estar Felipe Ibarra. Una voz cortante y seca apagó los quejidos; el hombre callaba para no darles el placer del suplicio. Dos soldados se adelantaron con estacas y cuerdas, las plantaron paralelamente y ataron entre ellas al hombre encuerado. Ya no podía moverse.
El sol le ardía cada vez más la piel, le faltaba su linda sombrilla de broderie. Si la tuviera correría hacia su marido y el centinela se la haría pedazos, en una acción incomprensible para entrar en la Quinta. Le dolía el brazo, intentó soltar un leve quejido, pero se lo cubrió un aullido humano. El espanto la erizó, la incitaba a escapar pero al mismo tiempo la atrapaba. Quejarse y sufrir a la par de José.
—¡Así vas a aprender a retobarte! —gritó uno de los guardianes; debía ser alguien más importante porque no cargaba carabina.
Ahora recordaba, lo había escuchado en casa de su padre entre exclamaciones de horror y tintineos de copas de cristal. El sol secaba y encogía el cuero, luego de horas de agonía, llegaba la muerte por asfixia o porque estallaba el corazón. O nadie sabía exactamente cómo y por qué moría un retobado, ni siquiera quienes lo sometían al suplicio.
A lo lejos, lejos aunque estaba diez pasos, y entre la gente que lo rodeaba, que ya comenzaba a maloler al sol, a sudar, divisó la cabeza de su marido inclinada en todo lo que permitían las ataduras, para evitar el sol o para que no viera sus lágrimas. Debía intuir, por amor, que seguía entre esa chusma. Imaginó la cabeza de José surgiendo en el cuero del retobado, cuando se le ocurriera a Felipe sería la cabeza de él. Ya no tendría vergüenza de estar casi desnudo, lo cubriría totalmente una piel de vacuno, nunca más vería su cuerpo.
Corrió hasta que el patio del cuartel desapareció, no sabía si su marido la habría visto. Iría a casa del ministro Adeodato de Gondra, tendría que recibirla, escucharla, otorgarle una gracia, la gracia, aunque no lo conociera personalmente.
No quiso anunciarse por la puerta principal, lo hizo por el portón de los carruajes, como los pobres y los suplicantes.
—El doctor está durmiendo —contestó la criada.
La miró con asombro, habían pasado varias horas de sol sobre la piel de su marido, ya era la siesta, o se haría negar. El sol en el último patio, con azahares igual al suyo, la urgió a entrar, no podía detenerse ante naderías sociales. La servidumbre miraba cohibida; pese a la ropa desordenada, se darían cuenta que era una señora. Una tras otra, abrió las puertas sin esperar ni permitir que le cortaran el paso. En el comedor de diario, que aún olía a almuerzo, encontró a la esposa.
—Mi marido ha salido, señora de Libarona. Le ruego que se retire por la puerta principal.
Vaciló, ya había realizado lo más difícil y no se dejaría contener por otra mujer.
—¡Señora, necesito ver al ministro!
Siguió, abrió dos puertas de dormitorios, hasta que por fin encontró a Gondra en su escritorio y en mangas de camisa.
—Señor ministro, vengo a pedirle que haga poner a la sombra a mi marido, nada más que esto, ¡en nombre de Dios!
El ministro esquivó su mirada
—Si me hice negar, señora, es porque en esto mi poder es nulo. Bien conoce usted a Ibarra.
Miró el reloj de pie, las 3 y 20 de la tarde. Un ligero vahído, los mates del amanecer había sido su único alimento.
—¿No se siente bien, señora de Libarona? ¿Desea un cordial?
—Gracias, señor ministro. Ya sabe usted lo único que deseo.
Salió sin esperar que la acompañara.