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P
asaron dos días después de la partida de Faustino y cuatro de la muerte de José. Únzaga y un soldado tuvieron que volver al fortín de Matará para pedir la autorización necesaria para llevarlo. Nadie sabía lo que Ibarra podría disponer. De nuevo la soledad con su muerto. Se alejó; el olor nauseabundo debía haberle impregnado los pulmones y la piel. Era inhumano pretender amar ese olor. Corrió hasta el monto para que el olor de los yuyos, de la ruda, lo cubriera. En vano echaba al fuego ramas verdes de arbustos que produjeran olores fuertes, ni aromos ni tomillos. El olor a carroña podría atraer a las fieras. Si entraba demasiado en el monte durante la noche, podría extraviarse otra vez. Se persignó y volvió a la ramada. Avivó el fuego y se ubicó junto a él. Comenzó a rezar el rosario, ya era tiempo de lo formal.
Escuchó voces y ruido de caballos; quiso, decidió, ya tenía derechos para manejar lo mágico, que fueran las personas que esperaba. Si fueran los indios, se la llevarían sin que diera un paso para escapar.
Se incorporó sin ningún asombro cuando vio a Faustino con dos caballos atados a un carro, y, escoltándolo casi, a Únzaga y el sargento Carreño, sin su guitarra. Únzaga traía la desesperación y el agotamiento en la cara. Se detuvieron, como si dudaran a quién ella desearía oír primero.
—Mi señora, tuve que andar veinte leguas para conseguir los dos caballos —dijo Faustino.
—El comandante Fierro sólo puede autorizarla a llevar al difunto hasta el fortín —agregó Carreño.
—Saldremos mañana, ¿no le parece? —preguntó Pedro con voz temblona.
—Usted se quedará aquí —cortó el sargento—. Los demás saldremos cuando la señora lo disponga.
Miró a Faustino; pese a sus años ella era el eje de esa mundo de hombres. Tenían que irse en seguida, llevarlo a José antes que fuera imposible. La angustia de tantos meses la acicateaba. Miró al carro, los caballos, al sargento Carreño, al paisaje de tantos días de horror. Se imaginó en el carro junto al cadáver, cuando saliera el sol los seguirían moscas y moscardones.
—Sargento Carreño, si fuera posible, ahora mismo.
Los hombres se miraron; ellos decidirían la carga del cuerpo. Carreño y Faustino se adelantaron.
Recorrió con su mirada ese paisaje que sería el último de su amor. No quiso llevar nada, sólo transportaría lo suyo de verdad, lo único que la había arrastrado al Bracho, ese cuerpo ¡Dios mío!, el alma de su marido. Lentamente caminó hacia el carro. Escuchó las voces de los hombres, mezcla de repugnancia y solemnidad. Carreño se le acercó, la miró con sus ojos negros; no tenían el acompañamiento de la música, simplemente eran música solemne y dolida entre los montes. Toda la tierra de Santiago, de ella y de él, era la misma. —Señora, no sé cómo decirlo; pero ya es imposible trasladar el cuerpo de su marido hasta el fortín… Las carnes se caen a pedazos y los miembros se separan…
Lo sabía; ella, como nadie, conocía esas carnes y esos miembros. Atrás vio la cara de Faustino. La de Únzaga era distinta, desde antes pensaba en sí mismo. Dejó de mirar al sargento y volvió a quien debía quedar incorporado a ese mundo, junto al cuerpo de su marido.
—Dispongo —qué hermosa y soberbia era esta palabra cuando se la podía emplear en lo definitivo— que se lo entierre aquí. Le suplico, señor Únzaga —era absurdo rogar a esa mirada que le suplicaba a ella con el espanto del abandonado—, que coloque una señal, una cruz, para que más tarde yo pueda recoger sus restos y llevarlos a tierra bendita.
—Señora, así se hará —dijo Carreño, mientras ella miraba los ojos implorantes de Únzaga. Había, esto le pareció tremendamente falso, un momento en que las mujeres eran infieles a su condición.
Faustino sacó una pala y un azadón, de las que llevaba el carro para ayudarse en pantanos y huellas hondas, y se puso a cavar la fosa cerca del cadáver.
—Ya está —dijo Carreño, cuando la zanja tuvo la medida.
Únzaga y Faustino alzaron el cuerpo; una oleada de podredumbre los acompañó. Se detuvieron un instante, como si esperaran su señal, pero fue Carreño, el general, quien la dio. La tierra comenzó a caer y cubrirlo. Un último instante, su última imagen humana, cuando dormía cubierto por el edredón en la gran cama matrimonial, casi gritó que tuvieran cuidado de no despertarlo. La aterró descubrir lo tan sabido: que todo el amor podía caber en una pequeña fosa. Únzaga lloraba, palada tras palada; lloraba por él mismo, por un día muy cercano. Quizá, por Mariano, su hijo.