IX
R
eleyó en voz alta y burlona el ultimátum del general Solá, desde su Campamento General en Marcha, el 29 de octubre: «El 2o cuerpo del Ejército de los Pueblos del Norte, ha ocupado en este día la provincia de Santiago en diferentes direcciones. Antes que la sangre empiece a derramarse, apresúrese a impedirlo, prestándose a entrar con el que firma en acomodamientos razonables». Me lancearían como a Pancho —miró al soldado que lo había traído a matando caballos, lo conocía, era un gaucho de Loreto. Por el polvo que lo cubría podía deducir el camino recorrido. Una patrulla con bandera de parlamento lo había entregado a una avanzadilla del capitán Luna.
—¿No has comido, ni vos ni tu flete, verdad?
—No, mi general. Mi capitán me dijo que llegara lo antes posible.
—Te quedas con mi tropa y, al amanecer, regresas a la tuya. ¿Sabes dónde estará luna?
—Cerca de Jímenez. Si los tucumanos ya han ocupado esa parte —dijo con sorna—, ya lo sabré rastrear. ¿Ningún contesto, mi general?
—Ninguno, salvo mis respetos para tu capitán. Me parece, Fermín Lucero, que a tu manga le falta una jineta de cabo —se volvió hacia su ayudante—: Teniente Ordóñez, prepare el despacho. ¡Váyase a descansar, cabo Fermín Lucero!
Le tendió la mano y se la apretó con fuerza. Le gustaba dar, regalar y, sobre todo, premiar a quienes lo merecían y llegaban hasta él; formaba parte del gusto del poder. Se alejó cabestreando el caballo, su cansancio había desaparecido, las viejas botas de potro pisaban orgullosamente y sonaban las lloronas de plata.
—Al general Solá, ninguna contestación; tendrá que marchar largo y Santiago misma se la dará. Ocupar Santiago, ¡las pretensiones del generalito! En cuanto a la sangre, e malo tener que derramarla; pero peor es mezquinarla cuando se debe, con el tiempo se la derramará a borbotones… Sigamos Ordóñez.
Montó y miró en redondo bajo el monte de quebrachos. Nadie creería que estos pocos oficiales y soldados formaban el campamento del capitán general y gobernador. Lo siguió su leal escolta de lanceros y montoneros. Deseaba que en cada pueblito o rancherío lo vieran, que supieran estaba con ellos.
Trotaron en fila india por un sendero entre los montes. Los cascos de los caballos y el ruido metálico de las armas. Nubes de polvo, como si los quebrachos, talas y vinales se incendiaran y el grito áspero de las cotorras, señalaban su paso. Los oficiales de su estado mayor consideraban inútilmente riesgosas estas incursiones; pero el riesgo lo atraía desde la infancia. Cuando chico había criado y domesticado un jaguar, lo seguía como a un perro. Unos paisanos, creyéndolo salvaje, se lo mataron. Fue unos de los grandes dolores de su niñez o ella terminó con la muerte del jaguar. Salvo los feroces y levantisco tobas, que odiaban a los blancos, había logrado entenderse bastante con los indios; hablaba el quichua tan bien como el castellano y pasablemente el dialecto de los abipones.
El baqueano Josabán dio la señal de detenerse. Al atardecer, el rancherío, una veintena de chozas y taperas desparramadas entre los árboles espinosos, parecía abandonado. El sol había cuarteado la tierra.
Detuvo el caballo, sus hombres lo rodearon de inmediato. Nunca se sabía por qué un rancherío estaba abandonado. Los indios podían maloquear, aprovechando que había retirado milicianos de los fortines para enfrentar a Solá. Las manos se acercaron inquietas a las armas, cada una a la preferida para la circunstancia o a la que sabían manejar mejor. En el rancho más oculto divisaron una lumbre.
—Allí anda un cristiano —dijo con voz firme y llena, conocía la importancia de los tonos de su voz. Pueda que otra cosa hubiera sido si el doctor de Salamanca e improvisado general Belgrano, hubiese tenido la voz más plena y su caballo no lo hubiera volteado ante su tropa en formación de batalla; esto último los criollos no podrían olvidar.
—¡Ave María Purísima! ¿Quién anda? —gritó una voz femenina cascada por la edad.
—¡Soldados del gobernador Ibarra! —gritó, adelantándose al grupo, Era el primero entre todos y debía ocupar su puesto. Josabán le cubría las espaldas.
Una mestiza canosa y arrugada, junto a un chiquillo de unos ocho años, cocinaba ese locro de maíz pelado que tanto le gustaba. Desmontó. Salvo este, los demás ranchos estaban abandonados, muertos.
—¿Ustedes son los únicos que viven en este pueblo? —la mujer lo miró desconfiada y prosiguió revolviendo pausadamente la olla con una cuchara de palo—. Le he preguntado —insistió más duro.
Lo miró sin la menor expresión de miedo, luego paseó los ojillos negros por la escolta.
—Si ustedes dicen ser soldados de Ibarra, deben saber mejor que yo la razón.
—¿Han obedecido la orden de internarse en el monte?
—Si usted lo dice… —Un baqueano que tanteara un vado. Costaba vencer su desconfianza.
—Entonces, ¿pasó por aquí el capitán Juan Quiroga?
—Así parece que fue… —el nombre le dio un poco de ánimo—. Afirman también, que anda por aquí el mismísimo gobernador; pero esto no lo he visto con mis ojos —ahora lo miraba como si tratara de comprobar algo que estaba adivinando. Los ojos de su gente.
—¿Y cómo se llama usted, misia?
—Filomena Morales, me cristianó el cura de Matará.
—Yo también nací en Matará —la mujer se incorporó, le crujieron las tabas—. ¿Me dejaría probar?, es mi plato favorito.
—Si vuestra merced gusta es todo lo que tengo —dijo mirando a la tropa como para distanciarla del convite.
Estuvo a punto de quemarse el paladar.
—Muy sabroso, misia Filomena. Y el capitán Quiroga le dio órdenes de que se fijara si pasaban soldados de a pie, de a caballo y con cañones, ¿no es así?
—No… —la última duda—. Fui yo quien me ofrecí, aunque no sé mucho de cuentas y aquí estoy con mi nieto. Y si nos preguntan algo los salvajes unitarios, ¡como si nos hubieran cortado la lengua!
—¿Y cuánto le pagan?
—¿Pagarme a mí por un servicio que le hago a tatia Ibarra? ¡Nunca! —se alzaba como un quisco.
—Teniente Ordóñez, me va a incorporar a la lista de soldados distinguidos de la milicia de Santiago a Filomena Morales. Y preparará una urden para que mensualmente la intendencia, y mientras ella viva, la provea de una bolsa de maíz de primera.
—Así lo haré, señor gobernador.
Lo miró extasiada, temblorosa avanzó un paso como si un arrugado tronco de quebracho cobrara vida. Las lágrimas le corrían por la cara cuarteada, greda de los esteros resecos. Debería tener un montón de ños, pero nadie, ni ella misma, sabría su edad. Nadie sabía tampoco la edad verdadera de Santiago del Estero, antes de que llegaran los conquistadores. Estos misterios presentidos en Abipones se le habían metido en el alma; debía ser esto lo que estaba defendiendo.
—¡Tatita Ibarra! —exclamó, inclinándose para besarle la mano.
Por un segundo sintió el deseo que lo hiciera, que le agradeciera en esa forma de siglos heredada por los humildes de la tierra; que le agradeciera por todos sus desvelos, sus luchas, sus impotencias; por todo lo que en él fallaba, por todo lo que los salvajes unitarios le desconocían y renegaban. Que le besara la mano, como él había besado la de su abuela antes de dormir y rogándole su bendición. Pero no. Su gente debía adquirir conciencia que todo lo hecho por él y mucho más, le era debido. Todo lo bueno y todo lo malo.
—Soldado distinguido Filomena Morales, jamás se besa la mano de su general —la abrazó con dulzura. Tantos años de gobernar, de ser padre, sí, esto era lo que deseaba ser, el padre duro de su gente, le había enseñado a abrazar a esas personas que, según las normas de trato, debían serle desconocidas. Creyó abrazar, su pobre Santiago, una temblona bolsa de huesos.
—Tatita general, este es el hijo de mi hija. Nació gaucho como resultas de una entrada de soldados unitarios. Los colombianos de Matute se sirvieron de todas las mujeres. Yo lo cristiané con el nombre de Felipe, para que un día sea su soldado. Se lo tengo dado, pues es lo único que poseo.
Lo alzó en brazos. De puro azoramiento, lo sintió a través del cuerpo flacucho, el chico lo besó en la mejilla. Fue como si Pancho le metiera la muñeca en su sitio. Lentamente lo bajó a tierra. Le hubiera gustado hacer lo mismo con su hijo.
—Sargento ranchero, aquí vamos a vivaquear. El mejor asado que tenga o encuentre. Mientras, continuaré la recorrida. Tiene una hora. ¿De acuerdo, soldado Morales?
—Usted manda, mi tatita general.