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V

ino una época de grandes sequías, ni gota de agua. Añoraba los pantanos malolientes. Para engañar la sed, mordisqueaban los yuyos verdes, las raíces tiernas. Buscaba las hondonadas, las partes más húmedas del terreno y quedaba tendida, revolcándose para sentir un poco de frescura. Hundía las manos en la greda arenosa; la piel de sus hermosas manos de antes, tan finas como el teclado de marfil donde las deslizaba, había estudiado piano en las clases de adorno de las monjas del Convento de Belén, ahora callosas y ajadas, su piel debía sorber por ósmosis. Su mejilla quedó cerca de una mata de un verde clarito, podía mirarla con envidia, dentro de ella trepaba un líquido. Bajo la sombra del gran lapacho, esas matas le quitaban humedad y frescura; las miró con rabia, en enemiga. Si pudiera masticarlas, las arrancarías de raíces, las trituraría y hasta las comería. No sabía a qué especie pertenecía. Las clases de adorno. Pocas eran las yerbas venenosas, ya lo había aprendido de los indios; pero la mayoría producían disturbios estomacales. Contadas eran también las víboras, culebras y arañas venenosas. Se las acercó más a los ojos, rojizos, ya no tenían lágrimas para llorar y la vista se le enturbiaba. Las fue arrancando poco a poco, crujían las raíces al desprenderse de la tierra con algo de queja humana, de José y de Pedro, sus propios quejidos le sonaban en distinta forma. Se las llevó a los labios antes que la pizca de humedad o frescor desaparecieran. Si las succionaba, sin caer en la tentación de morderla, y beber una gota, una gotita. Su Lucinda, mamando, la imitó. No era tan buena madre como fiel esposa. La Iglesia le había marcado la elección. El matrimonio, el marido, formaban parte de un sacramento, los hijos no. Imposible resistir, mordió. Sabor agrio y áspero, no parecía venenosa. Si pronto no sentía retortijones, dolores o gases, habría descubierto una nueva especie comestible. Pensar que había sabios que dedicaban toda su vida a clasificar estos yuyos, y hasta decían, lo había oído de su padre, que un francés, tan loco como sabio botánico, recorría los bosques del Chaco y del Paraguay.

Volvió a la ramada. Pedro, con algo de placer por creerse útil, le confirmó que lo de José era disentería. Escapaba a la vigilancia de ambos y comía pastos y yuyos sin la menor discriminación. Esta enfermedad acabaría con él y con ella o los agotaría de horrible manera. Su estómago le confirmaba, en cambio, que la nueva especie era comestible.

Ninguna receta india para esa enfermedad, tendría que preguntarles; vaya a saber cómo la llamaría. Ya principiaba a entenderse en lengua toba. Antes debía ir al bosque y juntar una carga de leña; no demasiado grande como para que la agotara el transporte, o sobrara si volvía a internarlos más. No podían dar la impresión de estar a sus anchas en ningún lugar. Terminada la tarea, volvería para preparar la comida y, mientras tanto, coser algunos corazones para la curandera.

Sus enfermos se regían ya por sus ocupaciones. Pedro hacía las veces del pulpero que trataba los negocios, además, cuidaba a José. Haber llegado, por fin, a este ordenamiento más o menos lógico, aumentaba su temor. Su Teresa escribía: «Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada».

Se echó al hombro el lazo rudimentario y el hacha que le había prestado el indio Jerónimo, a quien cortó la primera chaqueta. Los indios ya la consideraban como si fuera una de sus mujeres, que se deslomaban en los trabajos de la toldería. Con la hachita podría trozar ramas de algarrobos secas. Y si, además, pudiese encontrar una cabra con cría y ordeñarle un poco de lehce, sin que la vieran, un robito minúsculo.

Se internó en el bosque hasta una zona con bastante madera; no sabía a qué plaga se debían estos árboles secos. Cuando tenía mucha suerte, podía hallar los deshechos que abandonaban los leñadores. Si alguna vez saliera de este infierno, aprovecharía su experiencia para explotar mejor las estancias. Sonrió, podría regirlas mejor que su hermano Santiago; acaso, tan bien como lo haría Gregorio, si no lo devolvían demasiado tirifilo del Monserrat. ¿Qué harían ellos si la vieran en tal estado? La piel acanchada se le caía no sólo de la cara y las piernas, sino hasta de los hombros. Meses que usaba esa ropa o pingajo de tela mugrienta como todo lo que tenía encima, no había podido lavarla por falta de jabón y ahora agua. Ni ella misma había podido bañarse. Esa suciedad la desesperaba. Comprendía lo que debía haber sufrido esa reina de España que hizo la promesa de no cambiarse la camisa. Sonrió. También participaría de la promesa, de ese olor de santidad, toda la corte. Se olió las exilas, en su tiempo feliz la hubiera descompuesto. Aunque mucha gente aristocrática apestaba.

Transpiraba pese a que el sol se ponía; la hora en que hubiera necesitado oír voces del más allá. Ajustó la carga para el regreso, o la noche le haría perder el rumbo; todavía no había aprendido a orientarse por las estrellas. Si lograba voltear esa rama seca, tendrían leña para tres noches más. La enlazó y tiró con fuerza, resistía más de lo imaginado. Se colgó del lazo y, por natural impulso, se encontró columpiándose. Rio feliz, ínfima alegría que creía perdido desde mucho tiempo atrás. Las caras que recordaba columpiándose eran dichosas; hasta en ese grabado de un pintor francés, que le había regalado a su padre ese general napoleónico y medio infielote, que había terminado por recalar en Santiago a la caída del Empereur, y después se suicidó en Chile. Crujió la rama y el lazo escapó; rodó por el suelo y la madera la golpeó en el pecho. Un dolor intenso le oscureció la visión. Tinieblas.

Volvió en sí, era de noche; el despertar de una pesadilla. Tuvo ganas de gritar pidiendo auxilio; pero nadie podría socorrerla. Le dolía el pecho, respiró aliviada al palpar que no tenía lastimaduras. Su madre solía precaverla contra esos golpes, los más peligrosos en la mujer. Buscó en la semipenumbra el hacha y el lazo, no podía regresar sin ellos o perdería la confianza del indio. Si lograba encontrar el rumbo, vendría a buscar la carga al día siguiente. Por lo menos podía caminar sin mucho dolor. Recordó, con alivio, que la luna estaba en cuarto reciente y no debía tardar mucho en salir.

Prefirió esperar, temblaba al menor crujido ignorado. Los grillos comenzaron a chirriar, los tucos y luciérnagas a trazar sus curvas y senderos luminosos. Por primera vez estaba sola y de noche en el monte espeso. Las arañas pollito, más grandes que un puño y con patas largas y peludas, podían descolgarse de los árboles. Se ganó al desplayado, cerca del montó de leña. También las había visto deslizarse entre las hojas y palos secos, de color tan semejante que resultaba difícil distinguirlas. Temblaba de miedo con la hachita en la mano; podía defenderse con ella, pero siempre sería demasiado tarde si la picara un víbora de la cruz o yarará.

Lentamente, la luz opaca de la luna fue marcando la copa de los árboles. Respiró aliviada cuando el leve resplandor le permitió distinguir su cuerpo, lo miró detalladamente; luego en derredor. Inició la marcha. Recordaba no haber andado más de media hora, claro que con la seguridad de la luz del día. Reconoció el alto y rojizo tarco que le llamó la atención al entrar en el descampado. Debía conservar un ritmo de marcha y no dudar demasiado; la vida. Las copas oscurecían el suelo, tropezaba en los alpatacos. Seguir fiel a ese instinto que sentía desarrollarse dentro de sí misma. La cruz del Sur estaba en la misma posición que en el campamento, por lo menos había acertado en la dirección general. La hojarasca crujía bajo sus rotosas botinas; ella misma había reparado las suelas. Se detuvo por si veía laguna lucecita o escuchaba una voz. Si erraba la ramada y el rancherío de la indiada mansa, podía ir a parar a una toldería salvaje; en este caso, prefería la muerte. Ni luces ni voces eran segura salvación.

Ganas de gritar y dejarse caer vencida; meses atrás, ni siquiera hubiese intentado la marcha. Se habría tendido a la espera de socorro; ahora, ella socorría. Pudiera, en el mejor de los casos, que el indio Jerónimo saliera a rastrearla para recuperar lazo y hacha.

Debían ser las nueve, más o menos; pronto las luces de los ranchos disminuirían al igual que las voces; salvo en alguna toldería que festejaran algo o, simplemente, gastaran en alcohol o aloja las pieles y cueros vendidos. En cuanto se emborrachaban, hasta los indios mansos perdían toda consideración a las mujeres y aun entre los hombres.

Largos y estirados ladridos que, de golpe, se cortaban para encarar. No había pensado en los perros cimarrones o simplemente bravos. Era posible que se encontrara cerca de un poblado. Si el perro encaraba ladrando tenía un rancho que defender. Creyó distinguir una luz. Ruido de ramas, el perro corría a su encuentro entre los arbustos. Se detuvo, creyó reconocer un senderito. Empuñó el hacha. Gruñendo y olisqueando, el perro se detuvo a dos o tres varas. Con ladridos cortos y moviendo la cola se acercó para oler el lazo y el hacha. Se dejó caer sentada; la lengua del perro le refrescó la cara. Era el Godo, de Jerónimo. Lloró despacio, sin lágrimas. No creyó en un milagro, milagro era resistir su vida cotidiana.

A pocos pasos de su ramada, el Godo se volvió a su rancho. Gritos, casi ladridos, de José. La voz opaca y temerosa de Pedro:

—Ave María Purísima, ¿quién vive?

No le contestó; le pedirían comida. El viento húmedo del sur arrastraba nubes y cubrió la luna. Estaba segura, pronto llovería torrencialmente. Encendería la hornallita dentro del rancho y saldría a mojarse.

—Estaba, estábamos preocupados por su tardanza, Agustina. ¿No halló leña?

—No, no encontré —contestó en el mismo tono.