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a levantó con precaución, no se había equivocado; aún debía guardar el calor de esas manos toscas y poderosas que las colocaban en los arcos antes de lanzarlas. No tendría más de media toesa de largo y remataba en tres puntas muy agudas de itín, madera durísima. Alguien habría lanzado esa flecha, ningún cristiano podría haberla encontrado y luego perdido o tirado en el bosque. Debía ser un bombero mocoví o toba. Le resultaba fácil distinguir a los tobas por la altura, el cuerpo bien desarrollado, hermosos dientes hasta en los viejos, cutis moreno aceitunado; pero diferenciar sus armas era tan difícil, como sus lenguas guturales, llenas de consonantes, imposibles de pronunciar. Nómades y enemigos irreductibles de los blancos. Jinetes admirables, montaban como los gringos, por la derecha; pasaban como el rayo, a veces con la mujer y los hijos en el anca de los aguantadores y peludos caballitos. Caían de improviso, rara vez podían ser contenidos.
Contuvo el impulso de arrojarla entre los matorrales. Al no verla, desaparecía el peligro. Algo de esa magia que la comenzaba a fascinar y que los indios consideraban parte esencial de sus vidas llenas de brujerías y misterios. Esconder la flecha, tornar inexistentes los que se servían de ella. No se animaba. Existía un ignorado pacto entre ella y los indios o el destino que sólo Dios conocía. El choque significaría el fin del pacto, de la vida. La agarró con fuerza y corrió hacia la ramada, nunca tendría un rancho de quincha y menos de adobes; su ramada podía estar convertida en cenizas. La flecha en la mano y en alto para que no se le enredara, parecería una infiel rotosa que huía de los cristianos.
Estaba intacta. Tendido a la sombra de un ñandubay, su marido; pasaba horas así, a no ser las esporádicas convulsiones semejaba un muerte. Si encontraba la flecha era capaz de clavársela; sus estallidos de cólera eran contra ella. Se la mostraría a Pedro para que creyera en el peligro, o lo negaba como una forma de tranquilizarla o de ocultar el propio miedo. ¿Qué sería de él cuando sucediera lo inevitable y ella abandonara el desierto? Un raciocinio frío, aunque se opusiera, se le iba metiendo en el alma.
Podría ser que ninguno de los tres sobreviviera. Palpó la arena salitrosa. La carne olería poco tiempo, los huesos al sol no cambiarían mucho el color del suelo. Nunca había estado tan en contacto agónico y viviente con una tierra, ni siquiera con esa rojiza y feliz de San Javier, en Tucumán, donde José tenía una quinta. Mundo remoto que no había existido nunca. Lo verdadero era la imagen, vista por ella, de su marido tendido en la tierra; morir era la forma lógica de entrar en este paisaje polvoriento. Los polvos entremezclados de sus huesos volarían en el viento, una escena de magia. La magia de Dios.
Se le acercó, Si no fuera la extrema flacura, la barba revuelta, el color tostado, lo habría recordado; lo vio, lo había visto así, exhausto, leve sonrisa ahora mueca, al amanecer de la noche de bodas. Sólo las mujeres debían despertarse con la aurora para contemplar su triunfo, si abriera los ojos, tozudez de niño, le quitaría la flecha. La escondió de prisa entre la totora del techo; si los indios quisieran robarla podría ensartarse ella misma afirmándola en el suelo. No, sería romper el pacto. José nunca había atacado las cosas inertes; Pedro temía que algún día incendiara lo que poseían tan pobre y miserablemente. Erraba, su locura tenía por causa la persecución y el horror de un hombre, el sol hirviéndole y requemándole el cerebro, inmovilidad abúlica, ahora debilidad, inanición.
Necesitaba agua para la noche, cargó el odre. Un campesino se había apiadado y la guio hasta un pozo que llamaban Ojo de Agua. Estaba cerca y en una parte tan intrincada del monte que jamás la habría imaginado. Un senderito abierto por las cabras. A una veintena de pasos del Ojo de Agua, divisó una maleza de forma extraña, flores color rojo sangre, el punzó federal; no la conocía ni recordaba haber visto algo parecido, la forma de la cabeza de un hombre.
Apresuró el paso y se detuvo espantada. No era un yuyo sino la cabeza separada de un tronco, de un cuerpo que habría quedado en otro lugar, revolcada entre la arena y el salitre. Se acercó, la del hombre que le había mostrado el pozo. Junto al brocal de palos divisó unas patitas cascarrientas. El horror la estremeció hasta las entrañas, siempre era igual. El cuerpo de la hijita del decapitado, atravesado a lanzazos. La sangre rojiza, un cuajarón negruzco sobre el polvo. El cuerpito guardaba restos de tibieza. Tenía que taparse la boca o soltaría un grito, un aullido que e le transformaría en melopea de arrorró mi niña, arrorró mi sol. Podía ser su hija. La tomó en brazos, la cabecita cayó hacia atrás; un cuajarón brilló en un rayo e sol que se filtraba entre las ramas.
No lloró, su llanto tenía otra aplicación egoísta. La acunó hasta darse cuenta que realizaba una acción irracional. Miedo de recorrer el ignorado camino que siguió su marido hasta que se le oscureció el entendimiento. Respiró hondo, volvía a ser madre de esta o de su hija. Depositó suavemente el cuerpecito; los grandes siempre tenían miedo de despertar a los pequeños.
Avisaría a la patrulla. La ayudaría a buscar el cuerpo, el tronco del padre y enterrarlos. Arrastró su odre, lo llenó de agua, primero debía cumplir con su deber.