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os días de lluvia torrencial; los bajíos en el bosque se transformaban en charcas o pozos de agua clara en la superficie, greda rojiza en el fondo. Lavar su ropa, aunque fuera sin jabón o con ceniza de jume. No sólo su ropa, ¿cómo la vestiría luego sobre un cuerpo sucio, cascarriento? No entendía por qué si había tenido coraje para realizar acciones tremendas, ahora necesitaba excusas para bañarse en un charco perdido en la selva. Miedo a verse desnuda, a que la encontraran desnuda. En un momento dado tendría que estar totalmente desnuda, no tenía otra muda de ropa interior, si lo que llevaba podía llamarse tal. Que Pedro u otro hombre la vieran, hasta que los animales la miraran. A la hora de la siesta. Su marido caía en sopor, lo más semejante al sueño que lograba. Terminado el almuerzo, en lugar de ayudarle a lavar las escudillas de barro cocido, Pedro se iba al bosque para dormir; al principio se excusaba mostrando las manos llagadas, luego, cuando mejoraban pasajeramente, ni siquiera el ademán o el gesto.
Comió poco, por si cedía a la tentación. Recordaba confusamente el episodio bíblico de la casta Susana y los tres ancianos que la espiaron bañándose. Otro semejante en la mitología griega, su padre se lo había narrado para contener su afán, un poco pagano, de bañarse en verano todas las semanas. Acteón había sorprendido a Artemisa desnuda en una fuente; en castigo, la diosa lo transformó en ciervo y sus propios perros lo devoraron. Nadie de los alrededores tendría ni la más remota noticia de estos aleccionadores ejemplos. Y aunque lo supieran, los hombres cedían al instinto insaciable de mirar a las mujeres; y las mujeres, desde el principio, deseaban que los hombres cayeran en la tentación.
Se llevó una manta de su marido. Nadie la vio perderse en dirección de una represa oculta entre totoras; casi podía formar parte de su ramada techada con la estera de la misma caña. Lavaría primero la ropa para ponerla a secar al rayo del sol. Si traspiraba en la tarea, el baño posterior limpiaría todo. Comenzó con el remendado corpiño del vestido; había olvidado el color azul originario, sólo quedaba un desteñido celeste, tampoco podía restregarlo mucho porque se descuajeringaría. Lo enjuagó y tendió en una rama; hizo lo mismo con la falda remendada. Le faltaba el calzón, cuyo color tampoco recordaba; como había olvidado el uso de las enaguas almidonadas. Se lo quitó, con la otra mano sostenía la manta para cubrirse la espalda. Al verse reflejada en el agua dudó, nunca había caído en la tentación de contemplar su cuerpo desnudo en el espejo biselado de su tualé francés; debía ser la única que poseía un mueble semejante en Tucumán. Reflejada totalmente entre las ramas verdes y algunas flores rojas. No era tan indigno ni alarmante caer en la tentación de mirar su propio cuerpo. ¿Por qué había de ser pecado o vergüenza contemplar lo que Dios había creado a su imagen y semejanza? Eva en el paraíso terrenal, antes del pecado. La palabra pecado la hacía temblar. Las imágenes coloniales de bulto y vestidas de la Virgen, Jesús, San Juan y el Cirineo, que las antiguas familias conservaban como el mayor adorno y solían prestar para las procesiones. La más desoladamente hermosa era el Cristo yacente de misia Cleofé Arias de García, cubierto con una sábana de raso de seda, regalo de Felipe Ibarra, y que paseaban por las calles polvorientas el Viernes Santo entre lloro y dolidas exclamaciones del pueblo.
Se acuclilló para lavar, la imagen resultaba menos armoniosa. Debía haber pasado la Semana Santa sin que ellos la notaran. Y hasta su cumpleaños, su fiesta que comenzaba con chocolate en el desayuno, y continuaba con chocolate y alfeñiques para sus amigas a la merienda, la comida familiar, y las flores y los regalos. Había, también, una dios pagana casi arrodillada con una gracia que, en el otro tiempo, intentó imitar, claro que con su largo camisón de hilo. El calzón había sido rosado, lo recordó de golpe, formaba parte del trousseau de la boda ¿Por qué todo lo relacionado con los sentidos vecinos del pecado principiaba a decirse en francés? A su madre le pareció poco serio, cosas del Tucumán ilustrado. Sonrió al tenderlo. La noche de bodas había sido tan complicada en el renglón de ropa, hasta llegar a un mudo y avergonzado acuerdo de lo que debía continuar puesto y quitarse. Luego de nacida la primera, recién llegaron a un pacto natural y cómodo que ni se atrevía a mencionar.
Entró en el agua con solemnidad religiosa. Los pies se le hundían en la greda y el agua se enturbiaba; otra vez buscaría un charco con arena en el fondo, estaba decidida a pecar de nuevo. La costumbre del mal, bañarse desnuda ante posibles miradas masculinas, se convertiría en vicio, habría dicho el padre Aráoz, su confesor tucumano.
Se miraba con deslumbrado asombro; las partes que nunca había estado expuestas al sol ni al aire siquiera, tenían blancura de leche o nieve del Aconquija; lo restante, moreno, tostado, como si perteneciera a otro cuerpo, a una mestiza. Un chillidito infantil y se hundió en el agua fresca, que ya semejaba chocolate chirle. Con un puñado de arena se restregaba con fuerza y alegría. En un charco vecino divisó el deseado fondo de ripio y decidida entró en él, era más hondo de lo que se imaginaba, chapoteando a lo perro volvió a hacer pie; sería un bañador para las majadas. Vendría todos los días mientras durara el agua; bañaría a José. Jamás lo harían juntos, físicamente era un extraño, o, acaso, temiera qu dejara de serlo. Su cuerpo volvía a tener diecinueve años, deseaba gritarlo entre el áspero chirriar de los coyuyos.
Salió para cubrirse y esperar que el sol la secara a la par de su ropa; no había alcanzado a tomar la manta cuando las totoras se abrieron en un crujido sedoso y apareció la cara sorprendida de Pedro Únzaga. Le ardieron las mejillas de vergüenza; había sucedido lo que sólo pensar la horrorizaba. Un hombre la había visto desnuda, aunque sólo fuera por un instante. Las totoras volvieron a su posición y borraron esa cara del amigo de su marido, de un hombre con el cual estaba obligada a compartir la vida. No sabría cómo mirarlo en el futuro. Tampoco sabía en qué forma la había mirado él, si el encuentro había sido casual o la había seguido para espiar traicioneramente su cuerpo. Sería repugnante que fuera así; podría haber simulado sorpresa.
Lloró compungida, deseó que la ropa tardara horas en secarse. Un hombre la había visto desnuda como nunca su marido; si él no fuera un loco habría tenido que desafiarlo a duelo, matarlo, recobrar con sangre su pudor.
Siguieron días muy tensos, sin ninguna explicación entre ella y Únzaga, imposible llamarlo Pedro. El silencio podría llegar a borrar las imágenes, pero no contener su imaginación y recato heridos. Le hubiese gritado que estaban juntos por obligación y por caridad. Hombre que acepta caridad de una mujer, deja de serlo. La menor explicación, el rimero de palabras que bullía en su mente y debía arder en la de él, simple casualidad o impudicia buscada, significaría un estallido, una ruptura, tendría que irse. Llegó a tenderle la escudilla con desprecio.
Forzando el trabajo barrería con estas ideas, necesitaba que la fatiga no la dejara pensar. Si corriera un mes de silencio, las fases de la luna, Únzaga ya la miraba como perro apaleado, todo volvería al cauce anterior. Hasta deseó incendiar el monte o que la patrulla volviera a arrearlos, para borrar el sitio.
Decidió, suerte de desafío a Fierro, desmontar un espacio de tierra y sembrar. Únzaga, sin atreverse a resistir su mirada, hacía lo posible por ayudarla; pensaría cosas indelicadas o simplemente sucias. No admitiría que a las imágenes se unieran palabras. Sembró maíz y zapallos.
Como lo preveía y por primera vez lo deseaba, , llegaron los soldados, destrozaron el plantío y los internaron hasta la Encrucijada; un sitio no muy lejos pero casi desierto donde se cruzaban dos huellas. Bosquecillo demasiado ralo como para protegerlos de la intemperie y de los indios. Ni agua para beber. Su pecado de la charca se redimía. Ni ella, ni Únzaga podían pensar en lo absurdo: un baño. Casi con alegría, luego de internarse hasta alcanzar un bosque más alto, construyó una ramadita. Él, la ayudó con expresión de alivio.
Recorrió los alrededores. La gente más extraña y la más inaccesible a la piedad. Hasta los perros le resultaron semejantes; arrastraba su odre para buscar agua, uno se le arrimó con engaños y de un mordisco le rasgó la falda. A sus gritos sólo acudió un indio para socorrerla. Temerosa siguió el camino. No podía creer en lo que veía. En su dirección avanzaba un hombre monstruoso, debía ser mestizo de una blanca cautiva y de un toba. Carota inmensa y redonda, nariz tan roma que casi le tocaba las orejas por ambos costados, dos morcillas como labios, ojos minúsculos de jabalí. Manos, piernas y pies de espantable gordura. Se detuvo estupefacta y le preguntó, por disimulo inútil, dónde podía encontrar agua.
—No tiene más que ir a los esteros, dos leguas al naciente y donde voy yo —contestó con torpeza. Refunfuñando tomó un sendero, sus patas de elefante levantaban el polvo rojizo.
Lo dejó alejarse antes de seguir. Tembló, si caía en manos de los indios podría tener un fruto así. Lo único que consideraba imposible hasta ese momento era el suicidio, lo preferiría, aunque el mundo de su fe se trastrocara. No, no podría, monstruo o no sería su hijo. Por horrible y repugnante que fuera el acto, significaría que, en un involuntario instante, se habría producido el mutuo acuerdo del goce. Vomitó.
Días después y cuando volvía para buscar agua, una mujer apareció entre los arbolillos, detuvo el caballo y quedó mirándola con bondad que no lograba borrar el asombro que le producía su ropa raída. Desmontó y la besó en la mejilla. Le temblaron las piernas, no recordaba cuánto tiempo hacía que nadie la besaba tiernamente. Debía ser el contrapunto cristiano del anterior encuentro. La mano de Dios.
—¿Para dónde va, señora? Yo ando buscando unos caballos que me han robado.
Primera vez que alguien le preguntaba por pura simpatía. Fue muy corta su narración. La ayudó a montar en ancas y la llevó hasta un puesto.
—Clorinda, dale dos quesillos, harina y agua. No, no baje, ya le van a alcanzar todo. Usted está muy cansada.
Miró sus ojos pardos con agradecimiento. O, acaso, la desconocida tuviera miedo de que hablara demasiado con la puestera. Hacía mal en dudar; pero había olvidado que pudiera existir esta especie de bondad generosa entre la gente de su clase. Se empeñó en traerla hasta cerca de su ramadita. Sin ser una mujer de modales finos, tenía esa natural distinción de la buena estirpe rural. Con indecisión en el tono, hablaba del tiempo, las cosechas, las majadas, de las mingas que reunían gratuitamente a los vecinos para ayudarse en las cosechas y terminaban en una gran fiesta. Por descontado de los cuatreros sabandijas que tanto la preocupaban.
—¡Hacía tiempo que no conversaba simplemente con otra mujer, y no me había dado cuenta de la falta que me hacía! —exclamó, aspirando el perfume a limpio, a jabón, que brotaba del cuello de ella, muy cerca de su nariz. Si se atreviera, le pediría con el mismo tono y acento, un pancito de jabón. Con Rafaela nunca había conversado.
—Sí, lo comprendo —masculló inquieta—. Hasta aquí nomás la traigo, ya está cerquita. Tengo que seguir campeando mis caballos… pese que a los cuatreros los condenan a muerte…
—No sabría cómo agradecerle, señora —dijo, ya desmontada y cuando ella le pasaba lo que tan generosamente le había regalado.
—Por mi parte, señora de Libarona, quisiera pedirle…-se cortó intimidada, no encontraría las palabras. Le pareció interpretarla, dejó el odre y, con desilusión, llevó la mano al bolsillito. —Señora —prosiguió dudosa, como si supiera la pena que le causaría—, yo quisiera recomendarle que no cuente a nadie esto que hice por ustedes… Fierro se tomaría venganza. Nos está prohibido hablarles y más ayudarlos.
—Entonces, señora, ale doy las gracias doblemente —se inclinó para cubrir el movimiento de retirar la mano del bolsillito y alzar su preciosa agua—. Lo que siento en el alma es que no podamos, de algún modo, ser amigas. Sólo hablo con hombres o con indias, mientras les amamanto un crío o les hago de costurera. Esto es hoy la señora de Libarona —el tono se le había pasado de herido a soberbio. Su maldito tono natural cuando sentía que, aun involuntariamente, la despreciaban o se permitían renunciar a su amistad quienes eran sus inferiores—. Y que Dios se lo pague, ya que está vedado intentar la menor retribución.
—Adiós, señora. Y que Dios la proteja —contestó la desconocida, aprobando la voz, mientras taloneaba el caballo.
Quiso correr, alcanzarla, volverle a agradecer, tenderla la mano, besársela, ¿qué hubiera hecho ella, tan pagada de sí, puesta en el lugar de esa humilde señora? Había tenido bastante coraje al desafiar una orden de Ibarra, a sabiendas y con los testigos del puesto.
La jinete desapareció tras el polvo. Si deseaba hablar con una mujer blanca de su clase, tendría que abandonar a su marido. Y aún estaría por verse, pues muchas habían dejado de saludarla en Santiago, no la veían. Esta cárcel del desierto, sin rejas ni murallas, a puro campo, cielo, montes y fieras, ya ni recordaba a vinchucas y mosquitos, le iba pareciendo la cárcel más sutilmente criolla, americana. Aunque también los zares de Rusia hacían cosas semejantes en Siberia. Pero la imagen de las Europas y sus mundos lejanos bastaban para abrumarla. José había prometido llevarla a la casona solariega de sus mayores en Galicia. Todos soñaban con sus moradas europeas agrandadas por la nostalgia. Desde el comienzo, ya eran segundones desterrados; salvo que a ella le había tocado la condena en doble medida. Sólo quería ver cómo eran las Españas y las Europas; es bueno y lógico conocer la casa de sus padres, las raíces de adonde uno viene; pero tenía que volver aquí, y había parido dos hijas que serían troncos y vendrían las ramas y las hojas, hasta el día del juicio final. No, con Ibarra o sin Ibarra, con La Madrid o Quiroga, con Paz o Rosas, tenía muy muchas cosas que hacer en su tierra.
—Perdone usted señora, el tono en que le hablé —susurró. Utilizaba a menudo estos diálogos de solitaria. Rezar, era su monólogo con Dios. Si Dios se le apareciera y le hablara, como a otras mujeres. La Magdalena. O a Teresa.