III

L

e gustaba el ruido seco y firme del taco de sus botas en las baldosas nuevas de la iglesia, que él mismo había construido. Creía en la Religión, con mayúscula, aunque no había tenido mucho tiempo para pensar en Dios; los curas eran un apoyo necesario, en todo caso, un enemigo innecesario. Tenía razón Gondra, que lo había esperado en el atrio, estaba todo Santiago que podía o se atrevía, desde los azulinos medio unitarios a los rosaditos y los punzó bien federales. Debían esperar que detuviera sus ojos en cada uno de ellos; decirles que tenía confianza o los perdonaba. El poder era un vino y cada uno parecía decirle: Bebe un poco más de mi poder que es tuyo. Le gustaba el alcohol, pero, como las mujeres, no le importaba gran cosa; de ambos podía tener la cantidad y calidad que se le antojara. No siempre; borró con fastidio la imagen de Agustinita, la Libarona. Del poder, sí, a veces sentía una suerte de borrachera; acaso como la de Gaspar Rodríguez de Francia, el amo vitalicio del Paraguay, que había estudiado en el Monserrat. Saludó, sí, era necesario una pequeña deferencia con los aristocráticos Montenegro, buenos y seguros federales. También a los Ibarra Gallo, a los Silveti Gallo y a Francisca Uriarte. Una mínima privanza suya creaba categorías, su oculto placer. Una mirada dura, casi tispir, a los Alcorta, aunque la apetecible mujer de Adeodato fuera Alcorta, les vendría bien: demasiado acostumbrado a estar alto y tenían muchos amigos entre los de Buenos Aires.

Desde chico no podía pasar ante el púlpito sin mirarlo con dejo de temor; la voz de la Iglesia. ¿Cómo sería el Papa hablando?, este poder temporal mezclado con el religioso lo inquietaba, no lo admitiría en su provincia; quizá lo soportara únicamente.

Entre el grupo familiar, en un almácigo de crespones, sólo dio la mano a la mujer de Pancho, que era parienta de Belgrano, María de Jesús González y sus seis hijos; que estaban juntos con sus hermanas Águeda y Evangelista.

El cenotafio. Había sido necesario enterrar a Francisco; ese cajón vacío y ese monumento con terciopelo negro y randas de oro y plata, no era la ceremonia digna de su hermano, el hombre. Pueda que para el alma, en esto la Iglesia sabía más y tampoco él debía meterse en cercado ajeno. El funeral verdadero, para el cuerpo, se lo haría él, en cuanto prendieran al traidor Domingo Rodríguez, ese godo que había sido su hombre de confianza y comandante de frontera en Abipones; pero sobre todo a Santiaguito Herrera. Miró interrogante al inspector de policía.

—Aún no los agarramos, excelencia, pero antes del anochecer los tendrá en sus manos —le susurró.

—En manos de la justicia —contestó en voz alta. Aunque nadie lo creyera, necesitaba que la gente respetara la estructura jurídica del estado; como prueba de ello, Gondra lo acompañaba a su derecha. Contestó con medida inclinación el saludo de los oficiantes y subió al sitial ubicado enfrente al trono del obispo; hacía más de un siglo que se lo habían llevado a Córdoba, pero allí conservaba su asiento vacío como muda protesta.

La ceremonia sería larga, la Iglesia le tomaba tiempo como demostración de poder. La Iglesia era el tiempo. Tenía dudas, muchas, pero tenía sed de Dios como fuente de orden. Cuando su caballo tenía sed, resoplaba en la charca para limpiar la superficie del agua, dudaba del contenido, como él. Pero guay del primer magistrado al último vecino, que no cerrara su comercio y asistiera a la novena del glorioso patrón Santiago Apóstol. Debía ser el más lujoso ceremonial fúnebre, desde los hábitos a las colgaduras. Las lamentaciones del servicio litúrgico se mezclaban al doblar de las campanas de todas las iglesias. No lo había pedido, pero todos se apresuraban a servir su imaginación. Lo adulaban; luego, en venganza, se lo echarían en cara, lo odiarían porque les recordaba sus servilismos.

Miró en derredor; enderezó el busto con arrogancia al descubrir las contadas personas en las cuales podía confiar totalmente, esas que le debían todo lo que eran. El cura vicario Pedro León Gallo, en él podía confiar, asperjó con agua bendita el sable, la lanza con gallardete y las flores; a continuación los ayudantes incensaron. A cuántos habrían servido estos adornos fastuosos dentro de la pobreza provinciana; a los más ricos, que penarían lo contrario de su hermano y de él mismo. El incienso le cosquilleaba la nariz. Divisó a algunos de sus cuñados, más que ricos, los Saravia; no le guardaban rencor porque les había devuelto la hermana la noche de bodas. Zamarreó apenas la cabeza, la iglesia no era el lugar apropiado para tales pensamientos.

Sus dos sobrinos, Mauro Carranza y Manuel Taboada lo miraban como a pan bendito, se disputaría su herencia política. Mauro era el administrador de sus estancias. El corazón le dio un vuelco al divisar a Cipriana Carol, rodeada de su gente orgullosa como un ya inútil cerco de pirca; le sonrió apenas, conservaba los labios muy rojos para morderlos como granada. Otra de ellas era casada con el juez Únzaga, ese traidor; la casa estaba enfrente de la suya, como para que eligiera con comodidad. Cipriana o no, se las cobraría sin piedad a Pedro. Cada vez que se acercaba a un piano tocado por una mujer, cometía tonterías; así le había pasado en Abipones, cuando conoció a Ventura en la estancia El Carmen, con sus doscientas leguas de campo. Por suerte había contados pianos. Sólo servía para escuchar guitarras tocadas por hombres; la guitarra tocada por una mujer eran disparate, como si dos mujeres se acostaran juntas.

Una marcha fúnebre impresionante que acababan de traer de Europa. El mismo Gentilini, maestro de música de las copetudas, debía tocarla para congraciarse. Le hubiera gustado caminar, la cabeza erguida mientras los otros la inclinaran, con pasos lentos y firmes y tristes; de cuja a cuja, hablaba con su hermano en la siesta, en el cuarto vecino el respiro hondo y fatigado de la madre. A las mujeres les vidriaban los ojos. Buscó recién a su Escolástica Gallo, tenía un pañuelito de encaje en los ojos, por la música o por su mirada a Cipriana. Algún día le devolvería la llavecita de su ventana colonial con reja de hierro forjado; capricho para que el entrara y la familia nada supiera.

Terminó las marcha fúnebre. Como si oliera en el monte o los llanos, para algo lo apodaban el indio del Salado o el Saladino, intuyó que algo importante estaba sucediendo. El séquito y la escolta se abrieron en coletazo de iguana. Josabán, el polvoriento mensajero, le susurró;

—Herrera cayó preso, Rodríguez fugó a Tucumán…

Las demás palabras no le importaron, Herrera habría lanceado a Pancho, todos lo señalaban, quizá para eludir responsabilidades y cargárselas al fugado. Ahora sí tendría lugar un funeral. El cura Gallo, inquieto o curioso, había interrumpido la ceremonia. Le hizo señas de continuar. Tenía al traidor Herrera en sus manos, todo Santiago tiritaría de espanto. El funeral religioso se diluía, se tornaba anodino. La noticia corría entre la concurrencia con algo de viento en un trigal. Las mujeres, mantillas negras, peinetones de carey y cintas federales, olisqueaban como mulas en corral. Los temas que estaba pintando su tembleque sobrino Felipe Taboada en la bóveda resultaban pueriles por comparación. Según su tan querido fray Wences Achával, Platón y Aristóteles habían hablado mucho de política; porque ninguno de los dos tuvo oportunidad de aplicarla, le contestó. Otra cosa es con guitarra, decía el guachaje. ¿Tendría miedo Santiaguito Herrera? No, era guapo y corajudo como ninguno. Pero ninguno podía haber sido Felipe Ibarra, y él había tenido algo parecido al miedo, en su primera batalla, cuando le partieron de un sablazo la frente al alférez Florencio Olaechea, que tenía 18 años y era su amigo. Fue como espantada de jaguar, para luego lanzarse hacia delante y arriba, cojonudamente. Todo hombree tenía que tener miedo una vez para saber lo que era coraje. Le dio rabia no recordar cómo explicaba Aristóteles esta categoría del coraje. El general Belgrano, que cuando joven era lindo como una mujer y tenía una voz aflautada que al principio hacía reír, le prestó un manualito de filosofía; se lo devolvió sin mucho uso. Había sido ayudante del general improvisado; pero si tenía miedo no se lo había notado nunca. Aprendió a respetarlo y hasta quererlo. Él, también, lo llamaba por su sobrenombre, Saladino.

De nuevo la marcha fúnebre del alemán, andar manso, cara de perro apaleado o haciendo caracolear el caballo. No importaba que los cuatro curas se aprovecharan de su tiempo, sin que ellos lo supieran ya había comenzado el verdadero funeral.

—¿Dónde?

—Está engrillado en la Quinta —contestó Gondra—. Ya he dado intervención al sumariante —se cortó un poquito, se ha tomado una confianza de leguleyo—, según el decreto que firmó vuestra excelencia.

Le divertían sus dengues y perendengues jurídicos, su biombo europeo. Tenía que gobernar para la mayoría, para el mestizaje, la Federación. Lo de Rivadavia había sido un lindo y astuto juego gringo, del que se cansaron ellos mismos, los ilustrados, ¿pero quién aguantaba el pial y la cuarteada del pueblo mientras esas pretendidas lindezas maduraran?

Le sorprendió hallarse en el atrio con la hilera de frailes; Gallo primero, su confesor, ya lo tendría harto con los mismos pecados, y los otros por orden de antigüedad, le dieron el pésame. Alargó distancias, su Gallito viejo estaba emocionado, le pediría piedad o compasión para Herrera. En estos casos, la Iglesia no le costaba nada llevar la mejor parte, la generosidad del alma; el cuerpo, hasta en la Inquisición, lo entregaban al poder laico, lavada de manos a los Pilatos. El fraile Achával permanecía impávido. No permitiría que nadie le hablara a favor de Herrera, les daría todo el tiempo que él necesitara para organizar despacio el funeral criollo de Pancho, nada más. Belgrano mismo, que tenía antigua sangre santiagueña, la última vez que lo vio, canoso y enfermo, le pidió que se hiciera cargo de la frontera de Abipones; parar batirse sin reglas ni normas contra los salvajes, para destrozarlos si fuera posible, sin piedad si fuera necesario, de salvaje a salvaje. Alguien tuvo que hacer esto para que los ejércitos de línea, más éticos, como decía su tío el padre Paz y Figueroa, se ocuparan de la libertad o de luchar entre hermanos. Ese había sido el capitán Felipe Ibarra, así habían necesitado los otros, sus camaradas del Ejército del Norte, que él fuera. Y que fuera Francisco de Ibarra y de Paz y Figueroa y Toledo Pimentel con marqueses y condes, ¡qué carajo! Y les fue dando su mano de tirano a todos esos copetudos, de los cuales muchos eran pura bosta al lado suyo. Su funeral criollo sería para el paisanaje, para su gente de verdad.